viernes, 20 de septiembre de 2013

Nos tomamos el palo a wordpress



Muchachos, después de casi cinco años rompiendo los huevos por la blogósfera oficial, nos trasladamos al lado más customizable de la cuestión. Nos pueden hallar en http://tinterodenicotina.wordpress.com/ . Este blog y el resto va a quedar en pie durante un buen tiempo,cuando se haya terminado la migración como corresponde.

Sepan disculpar las molestias ocasionadas,

Negro

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Libre consumo / Yo lo hago porque todos lo hacen

Paseando por vitrinas de varias librerías me topé con lo que esperaba; la esfera consumista había reducido grandes rasgos y ejercía su ventriloquía a través de títulos que resonaban efímeros; libros producidos a nivel industrial, en una masa crítica abismal, aparecían sin realmente decir mucho. Gran parte del escaparate estaba ocupado por titulares con un contenido politizado no alarmante, pero sí preocupante; producto de la polaridad adversa en la que vivimos, pude observar varios títulos con palabras como Cámpora, década, kirchnerismo, historia, oculta, dictadura, represión, que se vayan todos. También convivían parodias; la Argentina Zombie de Saracino, por ejemplo, producto ambivalente del oportunismo industrial. Condimentaban como siempre los paralelos del foco principal de atención los fascículos de cocina, jardinería o feng shui, una novela anunciada con demasiada pompa para lo que realmente es (como la última de J.K. Rowling, por ejemplo) y un breve devaneo por lo que se conoce como "literatura para adolescentes" (y realmente me dio asco leer los títulos o ver las portadas); dramas adolescentes enmascarados en vampiros de botox, brujas con almidón y un poquito de histeriqueo con un título que lamento no haber anotado, pero que rezaba algo como "Ella te mirará si te transformas", o algo así (y obviamente en la tapa había un licántropo afeitado y acicalado mirando una chica sumamente atractiva, nada de hiperrealismo ni mucho menos de romper el estereotipo). Como frutilla del postre, el fenómeno fanfiquero en que se transformó 50 Sombras de Grey (libro que no he leído pero que parece estar sobrevalorado) y unos seis o siete títulos orbitándole alrededor surgidos, una vez más, de haberles endulzado el pico al nicho consumidor; "Atame y verás", "Violencia sutil", "Menesteres de un adicto al pelo" y cosas así.

Estos títulos que les traigo aquí, satirizados en su mayoría, me sumieron en un inevitable orgullo de hacer, escribir y producir autónomamente lo que estoy haciendo ahora, además de volver a quedar estupefacto con el concepto de estereotipo, el lector pre-armado y la masa como langosta que consume. "Cuando los diarios del pueblo no dicen la verdad, las paredes hablan", reza el proverbio, que encuentro muy cierto en tanto y en cuanto no me resulta idiota ver, leer y decodificar las pintadas que adornan la ciudad. Hay mucha más honestidad, mucho más arte y, lo más importante, mucha más autenticidad en la pintada que grita "CHAU ROJO, TRAE ALFAJORES" que en cualquiera de estos libros inmundos que ejercen el poder masificante y hacen a la pérdida de la integridad o a un juicio interno relativamente parejo.

No voy a hablar del arte urbano de mi ciudad; ya tiene sus biógrafos y sus actores y lo hace muy bien. Tampoco voy a hablar en contra de la industrialización de la literatura; mis libros ya lo hacen por el simple hecho de existir. Sí voy a hablar del tema de fondo, una cosa que me viene picando y rompiendo un poco (bastante) las bolas. Y es este entredicho, el entrevero del devenir de la masa: "Yo lo hago porque todos lo hacen".

Los fenómenos de la cultura de masas son fascinantes. En este mismo momento, si estás leyendo esto es porque pertenecés o sos un pequeño actor social de la colosal máquina cultural masiva que es internet; no me gusta mear contra el viento, por lo que reconozco que es excelente que exista el concepto de colectivo, de masa, de identidad, de comunidad. Es buenísimo porque tampoco creo que los hombres sean islas; lo que si creo es que el problema (si es tal) se da cuando se echa nafta y gasoil con plomo al estereotipo, que debería servir como guía y no como firma. El estereotipo, sea cual sea y en cualquier orden de la vida, es eso nomás; una maqueta, un modelo, una referencia. De no tener estereotipos preestablecidos gran parte del laburo que conlleva forjar una personalidad y un yo nos demandaría muchísimo tiempo y esfuerzo. Pero el canon es defenestrable cuando se transforma en eso: en un dogma, en un dispositivo hermético donde el objetivo no es diferenciarse, sino disolverse dentro de la masa.

Gracias a la Máquina, todo bicho que camina va a parar al asador, y de ahí viene el despotrique a cualquier persona que, como yo, aborrezca las instituciones: te dicen que leer, que comer, cómo cagar, cómo garchar, qué es lo bonito y qué es lo feo. Lo que generalmente no se cuestiona termina transformándose en un enemigo muy próximo, porque vos mismo le diste de morfar. Cuando es cuestión de forjarse, de volver a convertirse en uno mismo y definir (o por lo menos orientar) hacia dónde vamos a encarar, la cosa se pone brava por dos motivos:

-Estás haciendo algo que nadie, jamás, hizo nunca. Estás haciendo historia subjetiva y objetivamente, porque ningún ser humano antes estuvo en tus zapatos de la manera en que vos estás; sí, puede que existan casos similares de gente que hizo cosas así antes, pero no así, no eran vos, no les gustaba el helado de limón ni oler el olor a pasto. Ergo, no tenés una guía per sé, ni existe manual que te pueda decir qué decir o qué hacer. Lo quieras o no, estás improvisando a cada paso, y eso es buenísimo.
-Tenés encima el peso de, justamente, la cultura de masas, en donde si no consumís ni sos consumido no podés subsistir, por lo menos dentro de la urbe y la metrópoli preestablecida. Ergo, tenés que bajarte los lienzos a hacer cosas que puedan entrar dentro de los círculos de consumo (los hay más y menos permeables), o crearte un círculo propio desde el cual te consuman, pactando y prepactando miles de factores que pueden jugarte a favor o en contra.

Estamos en la era de las etiquetas, de los cánones, de las definiciones; estamos en una era donde, increíblemente, las redes sociales potencian o clarifican el fenómeno, donde nada escapa del calificativo "eso/s", concebido para definir lo indefinido.

Por eso es que un "PUTO" escrito con aerosol me parece mucho más honesto que un libro de vidriera. Por eso es que un músico callejero me resulta mucho más auténtico que una banda que hace covers de los Ramones. Por esto es que la historieta, los libros, los cuadros o cualquier producto del labor de un artista que no pertenece a los círculos de consumo precisamente porque no cabe dentro de los mismos son reales. Es mucho más corporeo un fanzine que la mejor edición de Drácula que puedas comprar.

No defenestro los cánones, ni el laburo del pasado; sí defenestro y denuncio la idolatría, el pensamiento extremista, el dogma ciego y tosco que insulta, guerra o desprecia simplemente por pertenecer a la masa y no por ímpetu propio.

Lean graffittis, vean historietas, contemplen cuadros y escuchen música. No coman todo lo que se les pone delante.

martes, 27 de agosto de 2013

La Losa

imagen de Savu-kun


Conocí a Michael Forbes en el año 1977. Contaba entonces con siete años. Siete años es una edad muy especial: es el año de los primeros chicles de crema y las excursiones por el barrio con los que terminarán siendo aquellos entrañables amigos de la infancia que terminan de un modo que jamás hubieses pensado que podrían terminar.
Precisamente de aquellos días viene la historia de Michael. La familia Forbes venía de una larga data, de hace muchísimo tiempo atrás; habían sido los primeros almaceneros, ingleses que se habían venido con la construcción del ferrocarril y se habían enamorado de las Pampas.  Habían construido el almacén al estilo inglés: ladrillo visto, grandes puertas y grandes ventanales alargados hacia arriba, que te miraban sin verte y aullaban eternamente con sílabas que no eran de nuestra lengua. La pareja iniciática (los abuelos de Forbes) eran gente retraída, quizás un poco molestos por la aversión y la cautela con la que criollos e inmigrantes europeos como ellos los miraban con ojos que revolvían sin delicadeza la repulsión y la admiración. Que pensaban que los ingleses eran bestias en todos los aspectos menos en la inteligencia, que eran condenadamente sabios en cualquier arte o disciplina que pudiera escaldar a cualquier desprevenido de cualquier cosa que necesitaran. Esa sensación de aversión natural que se siente ante el enemigo poderoso que representaba esa humilde pareja de ferroviarios, el imperio del norte del que hablaban los diarios mientras compraban telas a precios increíbles.
Cuando la compañía para la que trabajaba el abuelo había sido adquirida por Ferrocarriles Nacionales, el viejo ya no quería saber nada con los trenes. La gran casa de ladrillo visto se amplió, sobre el gran patio delantero que tenían, y poco a poco se fue transformando en un almacén de ramos generales “a la inglesa”, donde lo que nunca faltaba era alfalfa para la caballada , ni tampoco la gaseosa mal tirada de las destilerías cercanas. El viejo Forbes fue quedándose cada vez más inactivo mientras sus tres hijos y sus dos hijas se hacían cargo del local, en la gigantesca casa familiar.
Michael Forbes había nacido un 9 de julio de 1965, y era mucho mayor que yo, pero al ser el último hijo de una larga hilera de hermanos que habían desaparecido por varias razones (uno era marinero, el otro se habían dedicado a ser corredor de bolsa, el otro a retomar el trabajo del ferrocarril durante la era Peronista), y era el único en ayudar a su anciano padre en el viejo almacén de Ramos Generales. Toda la familia Forbes ahora se reducía al viejo (el padre de Michael), que todavía hablaba en inglés, Michael que era más argentino que la revista Caras y Caretas, su avejentada madre, su hermana mayor (Catherine, de 17 años por ese entonces) y un perro viejísimo que se sentaba a tomar el fresco con el viejo, Willem Forbes, cada tarde. El único Forbes en tomar mate y jugar al fútbol era Michael, pero lo discriminaban siempre por ser parte de esa pareja “vieja y tremebunda”. Raramente tenía amigos de su edad, y como yo era el mandadero de mi madre por lo general terminaba siendo el único con el que cruzaba más de cuatro palabras seguidas.
Nuestra amistad floreció rápidamente, ya que yo era un chico enfermizo que constantemente estaba tejiendo fiebres y gripes como si fuera un pasatiempo. Pasaba largos períodos en la cama (todavía recuerdo cómo mi madre lograba a duras penas que no me expulsaran del colegio gracias a mi condición asmática), y de ahí a charlar, caminar o simplemente compartir ratos con Michael. Poco sabía de mis antepasados hasta que Michael me contó la historia de su familia, narrada de generación en generación como parte de una gran tradición. Claro que yo solo recordaba apenas a mi padre, y mi abuelo, un viejo antiquísimo de noventa y pico de años, había sido más padre que mi padre.
Michael siempre se había entretenido con los libros que lograba conseguir a cambio de cualquier cosa del almacén, por lo que generalmente ganaba duras reprimendas por parte de sus padres. Su abuelo había dejado atrás grandes fascículos de ingeniería y ferromecánica que se humedecían en la trastienda, detrás de las grandes gavetas de aluminio que ya no se usaban. Era precisamente en ese cuarto, donde la humedad lamía los cimientos y el frío en invierno se hacía sentir con aliento de algodón, que, bajo la luz macilenta y amarilla de un simple foco, nos pasábamos el tiempo hablando y leyendo. Yo amaba a Julio Verne y a Mark Twain; Michael, que sabía leer en inglés, me hablaba de Kafka y de Poe como si fueran uno sola (cosa que nunca supe entender muy bien). Allí mismo hojeábamos esos tomos sobre hidráulica, física aplicada y forjas de rieles que ya eran antiguos cuando fueron reimpresos. Michael juraba y perjuraba que su abuelo, que había construido la casa ladrillo por ladrillo cuando todavía era ferroviario, debería haber tenido un taller mecánico o por lo menos algún lugar donde guardar las pesadas herramientas de su trabajo (después de todo, montar el riel era un trabajo pesado, fuera tramo simétrico o no). Había una sección de la casona que pocas veces se usaba más que para almacenar grano, harina y otras cosas; eran dos habitaciones seguidas de una tercera, al parecer clausuradas y donde no había siquiera instalación eléctrica.
Nunca pude imaginar que la humedad que invadía esa casa era parte de mi enfermedad respiratoria crónica. Además, había cosas peores de las que ocuparse; con el gobierno militar en el poder y la situación de mi familia empeorando a pasos agigantados, con mis escasos siete años apenas podía imaginarme que esa casa, esas habitaciones y esos secretos y juegos susurrados eran parte de una enfermedad que hubiera terminado por matarme.
Durante la guerra de Malvinas tuve que dejar de ver a Michael; obviamente, mi madre nos alimentaba gracias a una viejísima pensión de la milicia, y todo lo inglés había dejado de ser familiar y amigo para transformarse en algo feo, rotundo, asqueroso. Por ese entonces yo ya tenía 12 años y leía ávidamente a Quiroga, y Michael trabajaba cansadamente sobre sus 17 años, sosteniendo a duras penas el lecho familiar.
La vuelta de la democracia fue un golpe peor para mi familia que para la de Michael. No solo recuperaron la clientela, sino que el viejo Willem falleció y Michael pudo encargarse plenamente del almacén como mejor le parecía. Mi madre y yo, por otro lado, tuvimos que afrontar el crudo caso de no tener con qué sostenernos, gracias a la declinación de esas pensiones militares que habían pagado el alquiler y los vicios hasta entonces. Comencé a trabajar con Michael por un sueldo nimio al principio con 14 años; él ya tenía 19 y se mostraba mucho más taciturno que de costumbre.
Mi mejoría de salud solo fue temporal. Trabajar en esa casa enmohecida me hacía restallar la tos en el pecho, como grandes cañonazos de algún barco pirata en la Malasia de los que tanto había leído. Sentir flema moviéndose en mi pecho se transformó en una sensación habitual; además, había comenzado, gracias a Michael, a fumar y beber a escondidas de mi madre algo de tabaco para armar y un Ginebra al final del día de trabajo. La hermana de Michael por ese entonces contaba con 24 años y era, para mi pubertad y hormonas, el objeto de deseo que tenía más a mano todos los días. En contadas ocasiones me habré dormido una que otra siesta tras la masturbación en el fresco de la trastienda del almacén. Michael nunca fue celoso de su hermana, pero le notaba taciturno cuando le tocaba el tema; hoy día creo que era más por el espectro de su madre, celosa hasta el tuétano, que esperaba algún pretendiente adinerado para la nena, que rescatara la situación económica de la familia.
Porque que quede claro; excepto Michael y yo, nadie trabajaba en el almacén, que era la única entrada de dinero de la familia. Y si bien Michael se las arreglaba bastante bien, siempre había algo a la vuelta de la esquina que no esperaba. Finalmente, el propio Michael decidió tomar el toro por las astas y empezar un nuevo emprendimiento; la venta de carne. Para eso debía acondicionar una habitación como frigorífico y contratar, por lo menos, una persona más.
Las habitaciones anexadas se habían mantenido completamente cerradas durante unos cuantos años, por lo menos cinco. Cuando obtuvo el permiso materno, Michael me pidió ayuda para habilitar esas habitaciones. De más está decir que el tufo a encierro que olí en aquella jornada fue el peor que olí en mi vida, y que me provocó un acceso de asma que me dejó imposibilitado y en cama durante una semana tras aquella tarde de acarrear cosas. En síntesis, las habitaciones eran sólidas en construcción (como todo lo que había hecho el abuelo) y contenían toneladas de basura; herramientas oxidadas, montañas de papeles, baúles vacíos, algunos mapas y toneladas de instrumentos para calcular peso, longitud, y dimensiones de metales. Definitivamente ese era el taller del abuelo que Michael había estado buscando; lo sacamos todo al aire libre y lo acomodamos prolijamente en la gigantesca trastienda, por ese entonces vacía. La tercera habitación, un pequeño galpón de apenas siete cochambrosas líneas de tejas, estaba completamente vacío, y reinaba dentro una curiosa atmósfera estática, como si alguien hubiese cargado la estancia de polvo durante una tormenta de tierra y hubiese encerrado todo dentro, tras trancar la puerta de madera. Lo único que tenía de peculiar era una losa cuadrada, de dos metros de diámetro, ubicada en el centro. Perfectamente pulida, era lo único que desencajaba en el lugar.
Supusimos que había sido un antiguo pozo con una napa inutilizable hoy día y nos despedimos hasta el día siguiente. Me fui a dormir con terribles accesos de tos y tuve que ausentarme por mis pulmones durante una semana.
Con quince años, volví a la semana para encontrar que la instalación del frigorífico necesitaría dos semanas más de trabajo, a una Catherine preocupada por el estado de salud de su madre (había comenzado con una extraña afección mental, confundiendo espacios, nombres y personas) y por la repentina y brutal obsesión de su hermano menor sobre “una montaña de papeles inútiles que encontró en las habitaciones hace una semana”. Cuando localicé a Michael se encontraba en un estado mucho más flaco del que recordaba, encerrado en la trastienda, examinando con fervor libros completamente desguazados por la humedad y escritos en inglés. Cuando le pedí que me dijera en qué necesitaba ayuda, no me contestó. Y tras varios intentos infructuosos de comunicación, decidí ponerme en acción y dirigir las obras. Los albañiles, felices de tener por fin alguien con quien razonar (ya que Catherine no quería tomar ninguna decisión), dijeron que las obras estarían terminadas en unas semanas; no obstante, dijo uno de los más viejos, había que hacer revisar los cimientos por algún experto, ya que todo aquello podía venirse abajo cuando menos lo pensaran. Le pedí que fuera más claro; me dijo que había trabajado en edificios así de viejos antes, y que era muy probable que eso estuviera construido sobre terreno inapropiado.
Las obras continuaron y concluyeron, Catherine quedó prendada de mi acción (era una niña en el cuerpo de una mujer) y yo, mi primer desahogo sexual. Michael pasó todo ese mes encerrado, examinando los libros de su abuelo, con expresión casi ausente y actuando como un autómata.
Solo reaccionó cuando su madre, un día, se levantó sin poder ver. Se había quedado completamente ciega sin saber bien cómo. Le dije a Michael todo, en una descarga de información; que la carne estaba levantando clientela y dinero, pero que el edificio necesitaba ser examinado; que su hermana de 25 años ahora era mi novia; que necesitábamos internar a su madre con urgencia en un geriátrico. Michael se pasó toda una tarde fumando y pensándolo, y luego decidió vender gran parte de lo que había en la casa y separar los terrenos. “Todo, menos el frente del almacén, el frigorífico y las dos habitaciones”. Le hice notar que no tendría más casa si hacía eso. “Lleva a mi madre a un geriátrico y a la puta de mi hermana a vivir a tu casa. ¿Qué no es tu mujer acaso? Hazte cargo”.
Me hice cargo y seguí sus órdenes. En parte por el viejo instinto de hacerle caso; en parte, porque gran parte de mi amistad hacia él seguía intacta. Su madre falleció al año siguiente; Catherine se vino a vivir a casa con mi madre y, tras tres años, me dio un hijo. Con 19 años y ella con 29, éramos una joven pareja feliz. Fue durante la concepción de mi primer hijo que me di cuenta que mi trabajo en el almacén no iba a ninguna parte. Entonces le dije a Michael (un fantasma del muchacho vivaraz y proactivo que había conocido) que le dejaba. Apenas hizo un gesto con la mano, como si no estuviera atento a nada o fuese ciego. Lo sacudí, ya colmada mi impaciencia, y le exigí explicaciones respecto a su comportamiento errático. Me miró a los ojos por primera vez en años, me sonrió con sonrisa cansada y me dijo “Ven, sentémonos y hablemos”.
Me contó, entonces, una rara historia; según los registros de su abuelo, el viejo inglés era un gran amigo de los azucareros del norte, especialmente los tucumanos, con los que había trabado amistad de casualidad cuando estaba tendiendo el tramo del ferrocarril por aquella zona. Cuando quiso empezar su almacén, recurrió a ellos para que le dieran consejo; en cambio, consiguió algo peor.
“Verás” me dijo Michael “Según esto, a mi abuelo le regalaron algo. No habla muy bien de qué era, específicamente: dice it, así que podía ser un objeto inanimado. Pero después habla de que era muy difícil mantenerlo alimentado; así que de seguro era un animal. Habla siempre vagamente de esa cosa y siempre con gran disgusto. Esa cosa, fuera lo que fuera, vivía en la habitación de la losa, donde efectivamente mi abuelo antes tenía un pozo”
Michael entonces se estremeció, pitó fuerte a su cigarro y lo tiró a un lado, haciéndolo un nudo de papel.
“La cuestión es que mi abuelo, en algún momento, se cansó de tenerlo encerrado. Parece que nadie de la familia lo sabía, y si lo sabían, nunca dijeron una palabra. Pero también dice que los tucumanos le habían dicho que esa… cosa, o lo que fuera, le traería mala suerte o desgracia al que lo dejara desatendido. Mi abuelo lo tiró al pozo y lo tapó con la losa, cerró las habitaciones y zanjó el asunto, en paz consigo mismo. Pero… ¿puede ser que la mala suerte de mi familia coincida con eso? Desde ese entonces, todo salió mal. Mis tíos se alejaron y desaparecieron, mis abuelos fallecieron, mis hermanos también se alejaron y ahora mi madre muere en un asilo”
Pensé cuidadosamente en lo que Michael me exhibía, pero me seguía pareciendo una locura. Le propuse destapar el pozo y ver qué diablos había dentro, pero me detuvo con el agarre más fuerte del universo. No, dijo, lo que había en debajo de la Losa le concernía a los Forbes y a los Forbes únicamente. Ya había hecho demasiado por él, dijo, y me despidió no con demasiada amabilidad.
Durante un tiempo le perdí el rastro a Michael; tuve otro hijo y empecé a trabajar en una imprenta. Con veinticinco años un día pasé por enfrente del almacén y me picó la curiosidad. No había nadie detrás del viejo mostrador de madera, así que pasé sin golpear. Toda la casa se encontraba en un augusto silencio, como el de la madrugada, cuando las pupilas se dilatan para captar toda la luz que pueden. Oí un ruido, como algo que se agita en la tierra, en la parte de atrás. Vi algunas manchas de sangre en el patio interno de tierra y llegué hasta la habitación pequeña; Michael tenía un perro de tamaño mediano, degollado, debajo del brazo. Estaba a punto de descorrer la losa.
Mi presencia lo alertó y lo asustó mucho. Dejó el cadáver a un lado con furia y me tomó de las ropas; estaba completamente flaco, escuálido, y las venas marcaban horriblemente su pulso en sus puños. Nunca pensé que una persona con ese físico pudiera tener tanta fuerza.
Tardó un buen rato en reconocerme, pero lo hizo y me ordenó salir de allí lo más rápido posible. Le pregunté qué carajo estaba haciendo.
“Vos sabés, no te hagás el que no sabés. Es el familiar… ¡La cosa de debajo de la Losa! Estuve pensando muchas noches en qué hacer con ella. Quise echarle cal viva al pozo y terminar con todo, pero no pude; creo que pasaría algo horrible si lo hago. He intentado con gatos y conejos, pero al parecer son animales demasiado pequeños: necesita algo más grande. Por eso empecé con los perros. Me habla de noche, Jorge… ¡por Dios! Cuando es de noche, trato de dormirme en mi cuarto y no puedo. La maldita cantinela de la Losa vuelve a levantarme en el medio de la noche. Un rítmico ‘No es suficiente’. Por lo que más quieras, no me dejes solo”
Lo tranquilicé, le dije que volvería y me marché a casa, tosiendo de una manera como hacía años no lo hacía. Catherine debió haber notado mi mal estado general porque se acercó preocupada a preguntarme qué me pasaba. Cuando le conté todo aquello, miró en dirección a su casa y arrugó el ceño en cara triste. Era esa maldita casa, dijo. Su hermano se había vuelto tarado de la cabeza, como su madre. Había algo en su sangre que no estaba bien. Ojalá no se lo pasara a los chicos.
Volví al almacén esa misma noche para pasar la noche con Michael e intentar convencerlo de que lo abandonara todo, cosa que resultó decepcionantemente imposible. Estaba absolutamente convencido de que lo que estaba debajo de la Losa tenía absoluto control sobre su vida y que abandonar la casa equivalía a la muerte. Iba a degollar otro perro cuando le interrumpí, y le mostré la carne del frigorífico que tenía en perfecto estado. Le acompañé a echar media res directamente en el pozo.
No se podía ver absolutamente nada dentro de aquel cuartucho mal construido y pobremente iluminado con nuestras linternas. Apenas los dedos blancos y huesudos de mi amigo descorriendo la losa y el ruido de la res cayendo a una profundidad ciega, con un mudo golpe sordo. Echar la losa rápidamente sobre la abertura en la tierra yerma me convenció de lo que tenía que hacer; mi amigo tenía que ser internado en algún psiquiátrico, y aprisa. Pasé la noche con él para tranquilizarlo y dormí un sueño negro sin sonidos.
Cuando me desperté, el sol entraba en un ángulo extraño sobre la ventana de la habitación. Tardé un poco en poder sentarme y descorrerme algo que tenía sobre la cara; un pañuelo mugriento con olor a sedante. Y claro que el sol entraba de manera rara; no era la tarde, sino la noche. ¿Tanto había dormido?
Bajé frotándome la cabeza, sin saber muy bien porqué estaba tan atontado, para ver los pies de una mujer, mi mujer, mi Catherine, ser arrastrados dentro de la piecita de la Losa. Entonces la sangre se agolpó alrededor de mi cuello y por fin reaccioné: entré a tiempo para ver como Michael se horrorizaba al verme entrar. Luché brevemente contra él, la luz del atardecer entrando por la puerta y la Losa descorrida, dejando ver la ávida boca del pozo, al lado del que se encontraba.
Trastabilló apenas, la gravedad hizo el resto. La verdad es que mucho no pude pensar; actué en defensa propia e intentando salvaguardar a Catherine, mi mujer y la madre de mis hijos. El esquelético Michael se golpeó de costado, resbaló hacia adentro y quedó unos instantes de cabeza y hombros fuera del pozo, arañando la tierra y el polvo. Sin embargo, extrañamente, antes de caer del todo solo atinó a gritarme “Rápido, ¡tapa el pozo!”
Eso fue todo. El mismo golpe mudo en el fondo sordo del pozo negrísimo, sin queja alguna, sin sonido alguno. Como si fuese una media res.
No sé porqué hice lo que hice. Probablemente hubiese sido el shock emocional; quizás mi cerebro todavía estaría atontado por el narcótico que usó Michael para dormirme a mí de más y sedar a su hermana, en mi casa, para poder traerla directamente al pozo. Saqué a Catherine de esa habitación infernal y tosí durante largo rato. Luego, siempre tosiendo, busqué los sacos de cal, preparé la cal viva y eché todo su contenido dentro del negrísimo pozo.
Ni un solo sonido salió de allí dentro.
Tapé el pozo con la Losa y me alejé con Catherine en brazos hacia un hospital de emergencias. Aduje que había llegado a casa de trabajar (aunque fuera sábado) y la había encontrado así. La repusieron enseguida y por fin pude pensar.
El resto es historia conocida por todos. La propiedad de la casa pasó a manos de Catherine, al haber desaparecido el hermano, Michael, aquel extravagante flacuchento que trabajaba el almacén desde que todo el barrio tenía memoria. Nunca le dije a nadie una palabra de nada de todo aquello, pero rogaría poder contárselo a alguien, especialmente a Catherine.
Lo más peculiar del asunto fue durante la venta de la propiedad, que fue adquirida por la misma empresa constructora que originalmente había robado la mitad que Michael vendió en su desesperación. Cuando sus ingenieros, técnicos, arquitectos y demáses examinaron el terreno, nos comunicaron más tarde que sería mejor hacer una revisación en los miembros de la familia que hubiesen vivido más de cinco años en aquella propiedad.
Al parecer, toda la capa freática debajo de la casa contenía una colonia monstruosa de una variedad de hongos potencialmente peligrosos, mortales si sus esporas eran aspiradas a largo plazo. Podían provocar demencia, ceguera, enfermedades respiratorias y circulatorias. Además, la gran mayoría de las cañerías de la casa tenían tan alto contenido de plomo que era probable que más de uno miembro de la antigua familia Forbes hubiese perecido de alguna consecuencia del saturnismo.

Sin embargo, nunca pude sacarme la duda, ya que arrasaron todo el terreno y hoy día descansa sobre aquellos cimientos malditos un edificio de doce pisos, si realmente los tucumanos le habían regalado un hongo, una criatura o cualquier otra cosa al viejo abuelo Forbes. O si, realmente, la Losa solo tapaba un viejo pozo que conducía a una napa infestada de hongos.

jueves, 22 de agosto de 2013

Reseña por Partida Doble: Anuraidh

Como hace un par de semanas atrás decía durante la reseña de Bunny Love, el reseñódromo va a seguir funcionando siempre y cuando los tiempos y la nafta funcionen sin problema. He aquí, señoras y señores, la reseña del otro producto que largaron al mercado este año las muchachas de Gutter Glitter: Anuraidh.



Presentado en formato de novela ligera de apenas 136 páginas, Anuraidh no solo nos invita a dar una zancada a un mundo particular que controla Lucila Quintana, sino también que da el pie perfecto para una larga, larguísima colección que se adivina detrás de estos detalles.

Hay unas cuantas cosas que notar, antes que nada; que se repite la mecánica de la adopción y casi expropiación de una mitología que nos es externa (o quizás no tanto, ahora que tenemos al alcance de un click cualquier cosa) para provecho propio. Los estereotipos en los personajes (algunos al pie de la letra, otros distorsionados de manera tal que se salen del molde), que dicen y se comportan como uno esperaría. El recuerdo de adolescer ante situaciones que ahora miramos diciéndonos a nosotros mismos "que boludos que éramos", pero que en ese momento tempestuoso de la vida de todo hombre que es, justamente, la adolescencia, era más que un drama; era un dilema existencial. Los primeros rubores, esa cuestión de niño-de-día / hombre-de-noche, la eventual ayuda y el sentido de justicia como algo supremo e irrevocable; los antagonismos, como la candidez de la inocencia contrastando con la cruda realidad de alguien que no tiene tiempo para pensar en pelotudeces. Las grandes responsabilidades, los mandatos paternos (que resultan simples sacos que nos podemos quitar de encima cuando haga calor), las ganas de pertenecer a una comunidad. Gran cantidad de guiños respecto a series de Animé de los últimos quince años, diría (otra vez con los estereotipos y los patrones de comportamiento de los personajes). La acción, que se desenrolla como un largo ovillo (iba a poner desarrolla, pero por algo salió así).

Para quienes estén ya mareados con el cúmulo de elementos con los que cuenta Anuraidh, vamos a hacer una breve, brevísima sinopsis sin spoilers, como hacemos siempre. Anuraidh (que en gaélico antiguo significa "año pasado" o "año anterior" o "último año") narra la historia de Moira Donovan, una muchacha como cualquier otra chica de 16 años que, de un día para el otro, es aceptada en Ardscoil, un instituto de educación que se dedica a formar a los que serán, en un futuro, potenciales representates de su Casa en el Parlamento de las Hadas, ese universo que existe secretamente al mundo de los hombres. Moira es, además, el único miembro de su familia aceptado en Ardscoil tras el exilio que habían sufrido hace más de doscientos años. Tampoco sabe cómo utilizar su magia, ni cómo sentirla; de hecho, ni siquiera sabe por dónde va a aparecer o qué forma tiene. Sinceramente, Moira jamás ha hecho magia en su vida, por lo menos a sabiendas, y no tiene la más remota idea de qué esperan de ella, porqué la han convocado ahora, y precisamente a ella. Tampoco tiene muchas ganas de ir a un internado (que es básicamente la escuela), lejos de su familia y amigos, para tener que forzar una relación con un medio que le resulta bastante desconocido.

Moira llegará, se enterará de los colores de las dos Cortes en las que se divide el Parlamento (Seelie y UnSeelie), conocerá pluralidad de personajes de todos los colores y hábitos, manteniendo siempre su identidad de chica simple, tranquila, brillante en los estudios e intentando siempre pasar desapercibida, no pedir demasiada ayuda e intentar desenvolverse como cree que el contexto que esa escuela espera; sola e independientemente.

Sin extendernos más para no echar a perder la novelilla, he de hacer una comparación (que como toda comparación puede resultar odiosa), necesaria para darle un contexto y una explicación al sentido que tiene esta obra como primera perla de un largo collar. Al leer esta novela no pude evitar retrotraerme a diez o más años para atrás, cuando tuve por primera vez en mi vida un ejemplar de Harry Potter y la piedra filosofal en las manos. Es inevitable el vínculo porque, primero que nada, el mago de la cicatriz es, lo querramos o no, un símbolo de la literatura fantástica contemporánea; y estando Anuraidh situada en un marco muy similar (mundo mágico, chica que no pertenece a él y de la que se esperan grandes cosas, desenvolverse solo y hacer nuevos amigos, dilemas adolescentes, etc.) es casi imposible que no la relacione.

De todas maneras esto no es una crítica; es, más que una comparación, una analogía. No me cabe la menor duda de que además del mago boludo de la cicatriz deben haber existido y deben existir miles de estos dramas estudiantiles escritos a lo largo del mundo, del cual los japoneses han de ser la perla del mercado. Francamente desconozco esto para poder hacer una analogía justa. De todas maneras, el drama adolescente siempre va a existir, de la misma manera que existe literatura que tratan dilemas o temas tan esenciales para un ser humano como es el nacimiento, la muerte, el romance, la violencia, el odio o cualquier otra cosa que se repita a lo largo de la historia de la humanidad. Después de todo, éste es el punto de partida de nosotros, autores; ver de qué vamos a hablar. Nuestra firma y nuestro talento está en cómo hacerlo.

Existe un guiño en toda esta obra. Uno se percata de ciertos detalles que solamente puede haber obtenido, en cuanto a narrativa respecta, un escritor que haya convivido el suficiente tiempo con su obra; esto es, cuando uno compone su propio universo, tiene que estar seguro de cada uno de sus detalles y las leyes que lo rigen (después de todo, el autor es el creador de todo esto). Cuando Lu nos habla de las casas de las hadas no nos da detalle sobre esto, cosa que daría lugar a una explicación en el caso de un Tolkien o un C.S. Lewis (inclusive una Le Guin basaría una mínima explicación, más o menos escueta dependiendo el caso). Lu nos habla como quien conoce el tema y se refiere a nosotros, lectores, como si también conociéramos el tema; no nos explica quienes son ni qué hacen, ni tampoco porqué se comportan como lo hacen. Si bien algunos detalles no escapan a la cultura general (que un Licántropo duerma abajo de la cama, por ejemplo), si hay otros que condimentan muy bien la historia y da un lugar excelente a la explicación. Estos detalles, que pueden resultar pequeños y de poca importancia a simple vista, son de envergadura cabal en una obra de este calibre; más que nada porque el lector desprevenido la puede despojar de su carácter fantástico. Un ejemplo sencillo y quizás tonto son las especificaciones del tamaño de uno de los personajes, que resulta ser una Pixie. Cuando Lu nos dice que esta Pixie "se sentó sobre la cabeza de Moira, como era usual" uno tiene que deducir automáticamente que se trata de alguien de un tamaño pequeño, un detalle con el cual juega todo el tiempo. Hay cosas en cuanto a descripción física concierne que no están mal; los focos de atención se dirigen hacia los personajes de más a menos protagonismo, en ese orden, y uno puede intuír o adivinar quién va a decir qué o cómo va a reaccionar tal personaje a tal acción. Este juego es espectacular y se da en la novelilla con un ritmo cada vez más acelerado, marcando el tempo que tiene Lu en la narrativa; si no entendés que carajo son los Phoukas, no me voy a detener a explicarte; deducilo o investigalo. Vivimos en la época de google, después de todo. Darle trabajo al lector es, además, una cosa que -a mi manera de verlo- todo autor debería hacer.

Francamente no tengo mucho más que agregar. Se adivinan referencias a otras obras (el cuento incluido en Bunny Love, por ejemplo, y quizás una precuela a esta obra de novelas ligeras), permite una empatía general en un mundo dividido en dos polos (lo cual debe ser manejado con cuidado para no caer en una escena de Grease, por ejemplo) y nos muestra que esta gente, además de Hadas, son ante todo seres humanos en plena adolescencia que se manejan a veces de manera supernatural y, otras, de las maneras que todo adolescente lo haría en esta clase de situaciones.

También está el detalle de los argentinismos en ciertas expresiones que una persona criada en un contexto tal no tendría (ya desde el narrador de omnisciencia selectiva que se nos presenta, hasta diálogos de los personajes). Esto conlleva a la teoría del Spaghetti Western: hacer una película de cowboys no necesariamente va a ser estadounidense, depende de cómo hablen, se muevan y se resfríen los personajes, así de cómo está narrada. También se repite este mismo modelo en obras de historieta, por ejemplo con el Sargento Kirk que era más argentino que el porteño más avezado. No está para nada mal y reconforta un poco saber que una autora local no tiene su cabeza, cuerpo y corazón en la irlanda medieval, sino que se ha apropiado, ha arrastrado al folkore gaélico a un nivel argentino, donde podemos hablar de un mapa que resembla algo real, pero no lo es. Justamente es la maravilla de la ficción, como de la magia de los ilusionistas; parece real que alguien corte en dos a alguien con un serrucho, pero no deja de ser una ilusión. El tema es que Lu Quintana, como los buenos magos, no nos devela su secreto. Sino se acabaría toda la magia.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Reseña por Partida Doble: Bunny Love

Toca el turno en el reseñero (ocasional, nomás) a dos muchachas productoras de contenido particular en el mercado independiente; me habían llamado la atención en el pasado año durante la Crack Bang Boom en Rosario (donde presentaron su -creo- primer libro por imprenta, de la colección Riot of the Lambs, Fantastic Baby -junto a un gran número de anotadores, señaladores y cuadernos-) y este mismo año volví a topármelas, previo pispeo gracias al tendido de redes sociales (que, por suerte, ayudan a la difusión en más de un sentido) pero con la diferencia de que esta vez se redoblaba la apuesta y comienza un ciclo que, a juzgar por presentación y prerrogativa de las queridas creadoras, tiene bases cada vez más firmes y raíces más nutridas. Esta vez reseñamos dos monstruos de las chicas de Gutter Glitter ; Anuraidh y el volúmen dos de Psychopomp: Bunny Love .


Bunny Love

No vamos a utilizar tiempo explicando quienes son los autores; para eso están los links a lo largo de la nota (y la curiosidad de cada uno de ustedes, chichipíos, para poder hurgar el vasto saco de internet). Especialmente porque Bunny Love sigue una máxima que seguirán (asumimos) el resto de los volúmenes de Psychopomp: están armados entre colaboradores de los más remotos países, planetas y a veces universos. Solamente mencionaremos a las dos responsables de que estos bichos anden sueltos, las cuales son Lucila Quintana (de quien al momento de escribir esta reseña no tenemos ni el perfil de caralibro) y Paula Andrade (aka Derrewyn).

Pychopomp parece funcionar con una mecánica simple pero efectiva; todos los años, a lo largo de un determinado número de meses, estas muchachas pegan un grito de guerra por todos los medios habidos y por haber para convocar creadores en cualquier arte que sea imprimible. Luego de la selección el volúmen sale humeando de entre los plomos y las tintas y proceden a hacer su presentación. Lo único que las chicas imponen es el eje temático de cada volúmen.

Así como Fantastic Baby versaba sobre fantasía en diversos colores (la cual tendrá su reseña a su debido tiempo), Bunny Love es una antología erótica. Ilustraciones, historietas y narrativa de diversos autores, locales y foráneos, versa en una estética bastante definida sobre lo que nos agita adentro cual conejo asustado. Es un poco difícil e injusto hacer un juicio por sobre toda la obra, pues al ser un volúmen antológico solo es homogéneo en su eje temático. Así como existen miles de formas de excitar el cerebro o el erotismo humano, existen otras miles espejadas en interpretar lo erótico. Es por eso que, a riesgo de ser demasiado conciso, haré un repaso rápido (y sin spoilers, aclaro) por su contenido, yendo de contenido en contenido. Como último detalle antes de zambullirnos he de hacer notar que este volúmen cuenta con autores de latitudes bastante lejanas, que cuenta con un trabajo de edición y diseño muy bueno y que, en cuanto a material, solo cabe una palabra: sobrio.

Dicho esto, hold on your butts:

Melissai (o la fertilización de la reina abeja): Paula Andrade nos pasea acá por una historia breve pero concisa y puntual cual aguijón de abeja. El texto no abunda pero tampoco falta y se puede ver a las claras que la narrativa de historieta, en cuanto a secuencia cabe, no guarda demasiados secretos para ella. Dejando de lado la estética del dibujo (que me caga de gusto, pero es eso: gusto) y la excelente técnica de ilustradora, cabe destacar el armado de ciertas imágenes puntuales que le dan ese olor a miel a esta historia. Como bien lo señala el nombre, las abejas son un detalle al que darle bola acá.

Una vez en un sueño: Lucila Quintana es culpable. Culpable de hablarnos al oído como si supiéramos de lo que está hablando. Pero con semejante introducción (un párrafo simple, al parecer inocente) es imposible no seguirle la corriente. Hay que seguírsela porque sino, si no tendemos los andamios para hacer posibles sus palabras, la historia queda con demasiadas preguntas; preguntas por un lado vacías, un poco tontas y por el otro, verdaderos huecos de contexto. Sin embargo Lucila nos sabe meter en todo aquello y nos pasea por una narrativa para nada amateur, haciendo que nos choquemos de cara con una realidad sencilla y dura, como una piedra; el erotismo no se trata del contexto. Si, podemos adornarlo todo lo que querramos, pero la esencia misma de ello va más allá, no es sólo eso. Un buen extracto de una escritora que, se nota, tiene un cosmos propio armado desde hace tiempo.

The wind beneath my wings: Gala Seijo es la encargada de contarnos una historia muy, muy corta; esas mismas que se contaban mientras se viajaba de un lugar a otro hace cientos de años, cuando la noche era La Noche y los bosques todavía metían julepe. El dibujo hace su baile mientras las figuras desarman y rearman el rompecabezas narrativo cada vez que le da ganas. No es una historia sinceramente erótica (el erotismo es un actor más de tantos), pero tiene una trampa lógica del mejor estilo árabe que le da ese carácter de cuento de hadas tan particular. Acompañado por la estética hacen a una buena historia que, con gusto, daría a leer a mis hijos (si tuviera).

La posada de la última mujer: Flavia Rizental es la autora de esta historia en donde el tiempo es una variable que realmente no importa, como tampoco importa qué es lo que sucede alrededor. Flavia crea una atmósfera bastante buena donde, por primera vez en todo el libro, vemos la palabra seducción, además de la palabra peligro. La única crítica que podría hacerle a este relato es que, sinceramente, me pareció un poco extenso y que sus personajes a veces rayaban en lo genérico; pero es una ilusión, en parte generada por el mismo tono brumoso del relato. No puedo decir mucho más sin arruinarles el relato, así que lo dejo aquí.

Erna y la loba: Cerine es de las artistas que me gustaría ver pintar un mural o un buen cuadro. Quizás la portada de un libro. En esta corta historieta, no obstante, no sale de un radio bastante limitado de opciones. En un tono minimalista y jugando con la dualidad (oh, querida y vieja dualidad) hace desfilar nuevamente la palabra peligro sumada a un exquisito dibujo. Esta historieta carece de historia (valga la redundancia): es un mural hecho viñetas. Y ésa es su espada de doble filo.

Chubby love: Fernando Córdoba no nos narra nada acá; nos mete derecho a la cabeza de un personaje en donde, como en todas las cabezas, las cosas giran en un aparente y violento remolino caótico sin orden ni sentido. Ésto es, al igual que en Erna y la Loba, un recurso que puede jugar en contra. Como escritor de narrativa me frustra no haberme encontrado una historia, o haberme encontrado una historia a gajos, mezclada con cáscara y tierra. Hay acá palabras y oraciones bellas; pero rasga más la prosa que la narrativa. Este híbrido quizás mejore con el tiempo, pero no deja de ser un quizás.

La bruja y el lobo: Irene Adela Flores Vazquez nos cuenta na historia casi musical que respeta una estructura narrativa de antiquísimo orígen; la repetición de la fórmula da un carácter casi ritual a esta clase de cuentos que todos sabemos cómo han de terminar, pero queremos oír de todos modos. Los personajes cumplen su papel con fuerza de autómata, pero los versos casi míticos podrían haber sido recitados por Homero o Quevedo ante un público nutrido, y hubiesen sido aplaudidos sin duda. Muy bello.

Tómame: una historieta que, al igual que Erna y la Loba, es un mural hecho viñetas. Con una estética un poco gastada (pero bien adquirida, eso se nota), Chandra Free nos muestra una lección bien aprendida en cualquier historia pop de los últimos treinta años. Nada nuevo, con un dibujo que no propone nada nuevo y que, sabrá disculpar la/el autor/a, no me provoca absolutamente nada. No está de más, pero tampoco tiene un aporte cabal a la antología.

La tenue lluvia sobre los acres: Simplemente el mejor cuento de toda la antología por lejos. Teresa Pilar Mira de Echeverría demuestra nuevamente que es una de las mejores plumas contemporáneas que nos han tocado leer. Narra con una maestría pictórica de un detallismo casi barroco (sin hacer denso el flujo narrativo) una historia increíble donde se conjugan todos los períodos históricos y a la vez ninguno, veteado de cyberpunk y el ruido de un cascabel. Magistral es la palabra.

Sueño número 12: Una historieta sencilla y lúgubre en donde Patricio Delpeche utiliza un recurso que rara vez es abundante en este formato; el final semiabierto, la suposición, la insinuación entre trazo, texto y simbolismo. Una muy buena manera de cerrar una antología, casi como un vagón de cola de tren o los minutos de más (que no son de más) después de los títulos en una película de cine. Redondo.


Fuera de eso, las ilustraciones presentadas son un bello agregado para finalizar un volumen antológico al que le damos pulgar arriba por varios motivos enumerados arriba; además de todos ellos, por el hecho de que las coordinadoras/editoras/autoras/directoras de este manicomio hagan, justamente, esta clase de call to arms a nuevos colaboradores. En un contexto que a veces es hostil a los autores nóveles o con poco trabajo todavía encima (o poca moneda para publicar) como para presentarse ante los "Grandes Círculos Editoriales" (o los Grandes Culeados Epilépticos, si disculpan mi francés), me resulta más que placentero ver que no solo estas dos chicas se plantan desde la independencia editorial, sino que abren el juego a autores que quizás no habían publicado o publican rara vez por estos medios.

Eso es todo por ahora. La próxima nos veremos con la reseña de Anuraidh, de Lucila Quintana. Manténganse alejados de la nicotina y tengan una buena noche, conejos.

Tragafuegos #0 - Julio



Muchachos, hoy mismo comienza la subida a la internes del fanzine que estamos produciendo desde la caverna. Para el que esté desactualizado, reitero la explicación:

¿Qué es Tragafuegos?

-Es una publicación independiente y autogestiva de aparición mensual que verá por primera vez la luz en el mes de Julio.

¿De qué se trata?

-Intenta recuperar y revisitar focos culturales contemporáneos y pasados, no dejar que la memoria sea corroída por el óxido y utilizar la ficción como lanza y escudo para afrontar el día a día. Y, sobre todo, usar el absurdo y la risa como molotov primordial

¿Qué puedo hacer yo?

-Es muy sencillo! Si hacés o conocés a alguien que haga cualquier cosa que pueda ser impresa (cualquier tipo de escritura o arte gráfico, o querés contarnos una experiencia que crees sea digna de ser relatada, sea de índole cultural o artística o de acervo histórico o memorable), acercate a nosotros mandando PM a ésta cuenta de facebook o al mail (cataqclismo@hotmail.com) para colaborar con lo que salga en la revista.


Adiciono, además, que Tragafuegos se maneja por una estética por número y que cada número es mensual. En este número en concreto contamos con una crónica de Lucio Negrello de las tabacaleras jujeñas ilustrada por Mariela Viglietti; un texto increíble de Ignacio Javier Olguín, una ficción farenheitzada de Lu Gregorczuk , una historieta de Renzo Podestá, una entrevista a Federico Fernández y un último texto de un servidor respecto a barrios y habitáculos. La estética de este número han sido las escafandras.

A partir de hoy, en un ritmo que intentaremos sea regular, Tragafuegos va a comenzar a ser subida al blog como corresponde. A continuación, el PDF listo-pa-imprimir, abrochar y salir a fanzinear. Disfrute!

http://rapidshare.com/files/1984375953/Tragafuegos%20%230.rar

domingo, 11 de agosto de 2013

Diario de un Hombre Ajeno: Reseña de Diario, un año de historietas, de Loris Z.

Cada tanto el Tintero vuelve a reseñar. Quizás porque me haya quedado el fantasma de un fanzine que nunca terminó de formarse, octomesino en la cabeza de sus creadores; o capaz por el simple gusto de dedicar un breve y humilde análisis de un servidor a obras que merecen unos minutos para dedicarles un par de palabras. En este caso, y retomando casi un año de inactividad en el blog en lo que respecta a reseñas, le toca a "Diario: un año en historietas", por Loris Z.


Arranquemos haciendo un alto importante para el que desconozca al autor. No diré lo que siempre se dice, se lee o se escucha de él; diré, sí, que es historietista, que trabaja y vive en Buenos Aires, que es pelado y tiene un acento genial. Diré además que tiene un bonito blog que mantiene actualizado y usted puede visitar aquí y que es uno de esos personajes que, a la manera de Popeye, se topa siempre con uno u otro pozo que logra superar a fuerza de historietas, que vendrían a ser sus espinacas.

No en vano comienzo la reseña con una presentación del autor. Cuando el título del libro dice "Diario, un año de historietas" no es joda; es literalmente ésto. En la introducción (y para pactar una complicidad entre lector y autor), Loris nos explica que, al comenzar este proyecto, se autoimpuso tres reglas: 1- Que cada historieta tenía que tener cuatro viñetas 2- Que cada día había que hacer una historieta 3- Que cada historieta tenía que ser realizada en una hora. Por lo tanto lo que se puede ver en esta obra (literalmente) es eso: un año achacando con las premisas cual herrero golpeando un hierro caliente. De la forja de Loris salió este libro que, además de olor a forja, huele a premisa respetada y, sobre todo, a deuda saldada.

No voy a hacerles perder el tiempo para que se enteren de detalles que están en el propio libro; cuenta con un muy buen prólogo de Leonardo Oyola y, además, el monstruo se desenvuelve muy bien solo. Ahora bien; vamos a lo que nos compete y, sabiendo de qué va la cosa, adentrémonos en las fauces del bodoque.

Diario tiene varias claves que suenan en consonancia. La primera clave es comprender o beber del dibujo de Loris, un dibujo que puede resultar, a simple vista, sencillo o engañoso; sin embargo como el artista que es nos adentra en un universo muy suyo sin tener que marearnos en entreveros estúpidos. Muchos dibujantes (sobre todo principiantes) fallan en ésto: la complejidad o el virtuosismo del dibujo por sobre lo que se está narrando. El dibujo de Loris, en cambio, es un verdadero músico de Jazz; muta, cumpliendo el papel que tiene que cumplir en el momento en que tiene que cumplirlo. Cuando debe ser sencillo o estar de manera puntual, lo está; otras veces nos engaña y nos hace ver figuras que no son, y que terminan causándonos la misma gracia que si hubiesen estado ahí desde un principio. Por eso recalco que, además de un buen dibujo, esta historieta cuenta con un dibujo acorde a lo que se narra; acompaña e ilustra en todo el sentido de la palabra lo que Loris nos muestra.

La otra clave que suena en consonancia es, precisamente, lo que nos narra. Contar la vida de uno mismo desde el medio que conoce generalmente causa muchas impresiones fugaces en los primeros segundos; que se linda en la autobiografía, que no se puede versar en demasiadas cosas, que los temas a tratar eventualmente se agotan y un plural de boludeces que se me pueden venir a la cabeza (o a usted, lector) como excusas. Loris nos pega el cachetazo y nos hace contemplar, sin ninguna soberbia ni tampoco en humildad, su vida, una vida como la que tenemos todos y a la vez, una vida particular. Porque la despoja de la rutina (que sin embargo está ahí), le planta el mundo interno fantástico que todos llevamos dentro (que nos esforzamos en asfixiar) y nos cuenta, como quien charla con amigos entre café y cigarrillos, cosas que le han pasado, le pasaron y probablemente le pasen.

Hay varios pivotes más que giran en este rompecabezas bien armado que es Diario. Uno de ellos, el no dejar al fruto de la mente de lado en caso de tener que contar tu propia vida; otro, que los astronautas tranquilamente pueden ser dinosaurios; uno más, que existen guionistas, dibujantes, directores (artistas al fin y al cabo) que pasan de largo en los ojos de los demás, y él rescata para que puedas volver a verlo o verlo por primera vez. Tiene algo de documental, porque tampoco es autobiografía ni siquiera, asimismo, un diario; este libro es algo más, porque nos mezcla el devenir normal del cansancio del trabajo, más los entreveros sociales (familiares, amorosos, amistosos) en que todos nos vemos inmersos, más la escena desaparecida o la frase que resuena en tu cabeza después de leída, más los videojuegos, más los dinosaurios, más Shame on you, boy, más uno que otro garrón, más la tinta, más las anécdotas, más, más, más...

Cuando llegás a la mitad de Diario no querés que termine. No porque lo que se cuente sea realmente excepcional, sino porque Loris ha logrado extraer el secreto del buen narrador; te mete en la historia, te hace pasar, te ofrece café o cerveza y te invita a que te quedes. Es, justamente, el aire que tiene este libro; el aire a living de un amigo, a bar de noche, a remolonear en la cama los domingos a la mañana (y tener que salir cagando cuando es necesario hacerlo).

Por último, agregaré que este libro tiene una perla más, que quizás pueda resultar idiota pero en lo personal vale, y mucho. Loris hizo un muy buen trabajo con este libro porque nos exhibe una dualidad; descarna el mito del artista y el historietista (que para el lector llano y raso siempre existirá, además de ser fomentado por la cultura de masas) sin que eso arranque el hombre de sí mismo. Básicamente, Loris nos muestra que hacer historietas es una elección consciente, o que los historietistas también se enferman, se cansan, juegan videojuegos o se alegran cuando reciben "ese" correo. Y rescata, justamente, el gesto de seguir tronando y cargando contra lo que sea que se le ponga adelante con tal de continuar creando y re-creando este arte, el de la historieta, que es su medio de vida y su verdadero trabajo. Nos demuestra, entre otras tantas cosas, que crear y re-crear es posible aunque un orzuelo extra-dimensional se posesione de tu ojo; y que vas a hacer cualquier cosa con tal de sobrepasar ese bodoque -ese lomo de burro que te jode el camino- con tal de poder seguir haciendo eso que te hace a vos.

Muchachos, me despido dando como siempre la advertencia de alejarse de la Nicotina y otorgándole a este libro un 6.9 en la escala de Richter. Recomiendo este monstruo, sobre todo, a jóvenes creadores que necesiten (o crean necesitar) un cachetazo o un buen empujón. Y a los que no, también; después de todo este libro es amigable y cálido, un lugar que cualquiera de nosotros necesita.

Envidio enteramente el gorro de fantasma de Pacman,

Black V