miércoles, 3 de agosto de 2011

Límites

Una cuestión importante ante la gran mayoría de los rasgos que nos caracterizan son los límites. Ojo, no quiero hacer de ésta la única manera de identificar una persona (o un mueble, es lo mismo); tampoco quiero ser reduccionista diciendo que solamente ateniéndos a las fronteras se puede definir una cosa. Si leemos o pensamos respecto a cualquier país, sus limitrofías serían una de las últimas cosas que se mencionarían, junto a las riquezas naturales y un montonazo de datos inútiles de una geografía que nos es ajena.

Tampoco se engañe. Toda geografía nos es ajena. Créalo; no vivimos partiendo o recorriendo fronteras, así que nos es ajena, especialmente con la inmovilidad que tanto parece caracterizar al hombre últimamente.

Retomemos. Estábamos hablando de los límites. Los límites, por definición, son aquella cosa qu delimita algo, sea esto un país, una persona, una casa, un inodoro... cualquier cosa snsible a la medición puede ser llamada limitada, dentro de lo posible y la métrica simple que todos nosotros llevamos junto a nuestra mente.

Sin embargo, y quien tenga un detalle peculiar respecto al escribiente de este blog, podría también pensar en que no nos estamos refiriendo a algo tan simple como las dimensiones de un bidet o la longitud de un perro. Aquí hablamos de otra clase de limitación, pero dentro de mi formación como formador, mi querido lector, creo propicio hacer una breve introducción respecto a la terminología utilizada, junto a una partida de generala con otra vieja amiga, la etimología.

La etimología nos dice que límite viene de Limes, la palabra que nuestros lejanos vecinos, los Romanos, usaban para denominar a sus fronteras. De ahí que seguimos tratando de frontera, de algo que limita y que contiene, de algo que está en el medio y que determina donde termina y donde empieza una cosa.

Volviendo nuevamente porque el texto ya se ha transformado en una sopa terminológica (y todas esas sopas tienen un sabor horroroso a aburrimiento), quien les escribe, mi querido lector, viene a hablarles perfectamente de los límites que componen a un hombre, que de límites lo tienen todo y de fronteras muy poco.

Quiero aclarar la diferencia que yo veo entre límite y frontera. Es muy sencillo: el límite establece una separación. La frontera comparte y es parte de la separación, por lo que no puede haber un lado sin el otro en una frontera. Será especulable desde distintos puntos de vista, pero no empecemos a hacer sopa de vuelta.

Un individuo al azar (llamémosle Eduardo) posee sus propios límites, que no es lo mismo que tiene sus propias limitaciones. Verán, es muy parecido, pero no igual: el límite establece lo que hay dentro y lo que queda excluído de la persona. Las limitaciones son la incapacidad para perpetrar lo que haya quedado excluído mediante el límite.

De esta manera, Eduardo tiene su límite para con los homosexuales, que es bastante discreto y escapista en los ámbitos sociales, pero tiene su limitación de no poder hablar temas relativos a las relaciones sexuales con individuos que entren en esa categoría (todo esto según Eduardo, obviamente).

Los límites son muy inestables, en realidad. Son lugares de duda y donde el raciocinio se quiebra o se afianza con una lealtad de acero. Muchos de ellos son proporcionados por nuestros padres, nuestros primero artesanos que nos cargan desde pequeños con una mochila llena de muchísimas cosas, cosas que aprenderemos a querer y otras que aprenderemos a odiar. Los límites, por lo general, son aceptados casi en su totalidad con una entereza increíble por el niño modelo. Digo casi porque, y es casi una obviedad a este punto, el niño que fue Eduardo pasó por una pubertad y una consecuente adolescencia que hizo que rompiera y reforjara gran cantidad de cosas que tenía en su mochila, muchos límites incluídos, pero no todos, ni por lejos la mitad.

Eduardo estaba muy cómodo con algunos de ellos. Por ejemplo, el límite de la gravedad y del respeto a la electricidad ni se le ocurrió tocarlos, más que nada por miedo y por empiria que por otra cosa. El límite respecto a lo estéticamente agradable, por otro lado, sufrió una buena mutación.

Existen límites para todo, y no por esto nos tenemos que pensar enjaulados o atados: nuestro aparato óseo enjaula gran parte de nuestros órganos y no nos sentimos suprimidos por él; quizá porque nos ayuda a movernos en consecuencia, o quizá porque sin él seríamos una masa amorfa.

La analogía con el esqueleto es casi evidente. Los límites nos constituyen tanto como cualquier otro órgano vital, y nos creemos imposibles de vivir sin él. Éste, el límite de que un hombre no puede vivir sin sus huesos, es quizás el abuelo de los límites, el más inamovible y el más necesario para armar todo el andamiaje del resto de los límites.

Existe una idea que al autor se le antoja un poco macabra: la idea (o el límite) de que la condición humana esté atada a los límites propios. Quizá toda idea, como escribí más arriba, es solamente un límite en potencia. Después de haber escrito respecto a la falta de objetividad y a la doble generación de subjetividad (y la retroalimentación de ésta), es difícil ponerse dogmático y enunciar máximas para la posteridad. Además, también se torna difícil escribir, pero no por eso imposible.

Pensemos en los límites que vivimos en el día a día, ejercicio didáctico mediante. El límite de ir al baño, el de alimentarse, el de enamorarse, el de mirar o no la calle al cruzar, el de sentirse molesto ante determinada cosa, el de desagrado ante un olor, el de cansancio.

Nos despedimos nuevamente, querido lector, recordándole que por favor se aleje de la nicotina. Ese también es otro límite que más tarde me valdré de explorar.

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