martes, 13 de diciembre de 2011

Setescientos mil Pesos Podridos

Detalle. Esto es un intento de salirse de la línea, un ensayo sobre otro ensayo de algún otro ensayo. Lea si tiene ganas. Si es aficionado a la Nicotina, absténgase.





El Sacerdote Católico Ezra Vodanovic escribió, hacia el año 1856, que mientras la compañía de Jesus, entre los que los religiosos se ordenaban como Jesuitas, volvía a cobrar de a poco cuerpo entre los miembros desbandados después de la sanción del Papa anterior, él se había topado con una historia curiosa entre las latitudes de nuestras pampas.

Ezra Vodanovic, de orígen Ruso, fue Sacerdote católico ordenado en Francia hacia el año 1814, un año después de que el Papa Pío VII decidió poner la orden en actividad. Ezra, proveniente del matrimonio de un padre ruso y una madre francesa, se interesó siempre en la actividad de su orden, especialmente en su trabajo en las américas, por ese entonces revolucionadas e independizadas casi en su mayoría. Hacia el año 1832 abandonó su Francia natal, con la que no se sentía identificado en lo absoluto, y comenzó con una serie de viajes con el supuesto objetivo del relevamiento histórico, humanístico y, obviamente, episcopal de la huella que la primera orden de la Compañía de Jesús había dejado tras de sí.

Fuera de las órdenes que recibió explícita e implícitamente, Ezra aprovechó el sincero acercamiento hacia los senderos, los caminos y las diferentes culturas de las que tanto había leído. Su manejo por las lenguas de las américas y su carácter ominoso, serio y respetuoso lo hacían merecedor de un buen espectro de respeto por la mayoría de los que lo recibían, pues a diferencia de sus coterráneos y congéneres, no predicaba abiertamente el catolicismo, y utilizaba su condición de Sacerdote solamente para asegurarse el pasaje, el techo y la comida, cumpliendo con la tonelada burocrática correspondiente.

La Iglesia correspondió los viajes de Ezra junto a los de otros sacerdotes, que menciona en diferentes partes de los textos que nos han llegado de él, más que nada porque algunos ancianos del consejo clerical en Roma todavía creían en el absurdo de que la Compañía de Jesús había estado en posesión de gran parte del tesoro de las Américas, sino de valiosa información respecto de su paradero, y la quería para sí.

La historia a la que haremos referencia conciernea su pasaje por un pueblito del litoral conocido con el nombre de Paso de los Santos, un pasaje comercial entre rutas que comunicaban Posadas con la gran mayoría de pueblitos que orillaban el Paraná. Cuando Ezra descendía en su camino hacia Buenos Aires, siguiendo el curso del manso río marrón, notó el casco de lo que parecía ser una vieja estancia y pidió acercarse para ser recibido por sus pobladores, a lo que los locales, junto con los indios, contestaron que aquel era un lugar maldito, una casa que debía quedarse en el silencio de la selva y nada más. Ezra no se extrañó de la supersitición de aquella gente, a la que él consideraba iguales a él, pero quizá llevados por algo más que el simple raciocinio.

La curiosidad pudo vencerle cuando observó que aquella estancia, que tendría el tamaño aproximado a una manzana completa, no solo tenía todas las aberturas tapiadas y apuntaladas, sino que ostentaba el sello de la compañía de Jesús por sobre la que parecía haber sido la entrada principal.

Decidió detenerse en Paso de los Santos, el pueblito en el que debían apostarse, por más tiempo del debido. Consiguió una casa y ofició varios servicios, puesto que el pueblo estaba sin párroco por el momento, mientras el Padre Gutierrez estaba de viaje en Buenos Aires. Hacia el norte se trataba a los guaraníes con algo más de gentileza que en el resto del país, y los criollos abundaban bastante, pues el español y el indio habían peleado varias veces contra los mercenarios del brasil que atravesaban la frontera a la caza de esclavos para mano de obra en los cultivos, hombro con hombro. Además, se enteró Ezra, los Jesuitas habían contribuído bastante con ello, enseñándoles a los guaraníes a leer y escribir, dándoles de comer y enseñándoles carpintería y otros oficios.

En el tiempo que pudo detenerse en Paso de los Santos, el Padre Ezra visitó varias veces aquella estancia blancuzca, pintada a la cal, edificada toscamente en una saliente del Paraná que dominaba un lindo brazo de agua. Tanto los criollos como los indios rehuían aquel lugar y le decían que nada bueno sacaría de ahí, pero nadie podía contarle la historia de aquel lugar. Ezra había, mientras tanto, escrito varias cartas solicitando investigaciones en Buenos Aires, pues por desgracia gran parte del registro escrito de los Jesuitas se había quemado durante la expulsión de la orden de América, y había cabos sueltos por todas partes. El Padre Ezra no era lento ni perezoso, ni tampoco idiota, por lo que mientras esperaba la respuesta de Buenos Aires, que tardaría su buen tiempo, trabajó con la gente de aquel lugar codo a codo, forjando una buena amistad que duró un buen tiempo.

Así el Padre Ezra Vodanovic llegó a conocer a un guaraní muy anciano y respetado, el último de su generación, que vivía a la vieja usanza todavía pero sabía leer y escribir, como le habían enseñado los Jesuitas, a los que había conocido hacía cincuenta años. Aratirí, así se llamaba el guaraní, tenía varias historias encerradas dentro de sí, pero confiaba poco en Ezra. Era viejo y se había vuelto desconfiado después de haber pasado una vida por la violencia de la independencia y las traiciones anteriores entre españoles, criollos y propios guaraníes. Al fin, Ezra logró sacarle la historia de la casa blanca que descansaba a orillas del Paraná.

Aratirí recordaba que por ese entonces, cuando él era pequeño y los Jesuitas se habían ido monte adentro a construír otra reducción, quedó apostado en Paso de los Santos un Sacerdote Católico Italiano de nombre Eretti. Era raro ver entonces Italianos por ahi, exceptuando que fueran hombres del clero, y aún así, era raro. Eretti hacía constantes planes para Paso de los Santos, mientras ordenaba los servicios del pueblo. Correría el año 1760 cuando Eretti decidió erigir un Claustro en aquel espacio, pues pregonaba que la tierra que circundaba Paso de los Santos estaba bajo indicios de algo mayor que la simple ignorancia de los guaraníes. Había mucha corrupción en las Indias, y él daría su vida por limpiarla.

Hizo correr la voz en Córdoba, Santiago del Estero y Buenos Aires de aquel claustro. Como cualquier claustro, atrajo lo típico del cuerpo clerical y sus adyacentes. Discapacitados mentales, inhábiles e idiotas de todo tipo y color, así como hijas demasiado feas como para ser casadas y prostitutas que se habían volcado al clero, y un conjunto de monjas de la cofradía de San Francisco, todas demasiado viejas como para otra cosa que morir en un claustro. Por ese entonces todavía vivía el que fuera el último Payé de aquellos guaraníes, el que los españoles apodaban Carancho, y no veía nada bueno en todo aquello. Aratirí recordaba que les había rebelado que de seguro aquellos blancos ocultaban algo, pues todos sabían, en rumores, que el Padre Eretti se había hecho traer desde el continente un conjunto de prostitutas que manejaba por detrás de los telones oficialistas.

El claustro tardó cuatro años en ser construído, y Eretti, entre bendiciones y demáses rituales, hizo pasar a toda la población a ser emparedada voluntariamente, y cuando la última entrada estaba siendo tapiada recordaba Aratirí verlo sudar, como esperando algo. Al fin llegó una carreta cargada de mujeres, entre las que algunos reconocieron a las prostitutas que se le adjudicaban al Sacerdote, y entre gritos el Padre Eretti las hizo pasar. Una vez entraran todas las mujeres con sus bultos, la entrada fue sellada con el sello de los Jesuitas, pues el Padre Eretti sabía que los guaraníes respetarían a la órden, con la que guardaban excelentes relaciones, también protegida por la corona española.

Todo dio un vuelco cuando se ordenó la expulsión de la orden de América. Gran hambre de oro y tesoros se despertó entre los hombres que comenzaron a pensar en qué podría haberse atesorado en el claustro del Padre Eretti, pero el sello de los jesuitas aún guardaba gran respeto entre guaraníes, que no tocaron una sola piedra del edificio. Solo años más tarde, cuando llegó una expedición de Dominicos, con unos cuantos criollos y españoles, el claustro fue vuelto a buscar. Habían pasado casi veinte años desde que el Claustro se cerrara, y en contra de cualquier norma legislativa o clerical, el Claustro fue forzado de vuelta a abrirse, pues el Papa había ordenado que no quedara ni un Jesuita en América, y aún quedaba uno, el Padre Eretti, quien se había adjudicado el ordenamiento.

Entre los criollos hambrientos de tesoros y los feligreses hambrientos de gloria celestial se abrio el Claustro. La escena que encontraron fue bastante lúgubre, puesto que en aquel lugar, en el que se suponía se expiarían pecados por lo que les restaba de vida, solamente se hallaban cadáveres diseminados por doquier, con señales de violencia por doquier. En el gran patio central, a manera de osario, grandes cantidades de cuerpos, entre ellos los de las Monjas Fransciscanas, yacían cerca del pozo de agua, ahora estancada y putrefacta. Se registró la estancia entera en búsqueda de algún indicio que explicara la muerte, pero la supersitición y el miedo fueron más fuertes y dejaron el Claustro cerrado sin explicación alguna. No había ahí nada, ni siquiera los cuerpos del Padre Eretti y sus prostitutas. La explicación más lógica fue que algún infiel o algún retrasado mental había estallado en cólera en contra de su gran confesor, el único Sacerdote del Claustro y su séquito de mujeres, y la violencia había tenido su orgía en un lugar del cual no se podía escapar.

El Padre Ezra escuchó la historia de Aratirí y sacó sus propias conclusiones. No parecía tener sentido toda aquella historia, pero era normal que la gente rehuyera un cementerio, especialmente uno mencionado como lo hacía Aratirí. La presencia de las prostitutas también era desconcertante, pues era extraño que un hombre que, al parecer, había manejado mujeres del oficio toda su vida, se olvidara de todo aquel asunto y decidiera morir viendo siempre las mismas paredes, de un día para el otro.

Ezra hizo averiguaciones por su lado, al mismo tiempo. Descubrió que los criollos y los españoles consultaron los textos jesuitas y los registros del propio Eretti para ver a donde habían ido a parar los "donativos" con que las familias enviaban a sus desdichadas hijas a morir entre las cuatro paredes del claustro. Resultó que la Catedral de Buenos Aires jamás recibió aquella suma, evaluada en unos setescentientos mil pesos, pues se suponía que estaban alojadas en la reducción jesuita, cuando los archivos de la reducción decían que habían sido enviados a la capital.

Con el arribo de los hombres de Buenos Aires, Ezra hizo lo que era lógico. Abrió el claustro nuevamente para examinarlo de pies a cabeza, intentando aclarar el misterio.

Las narraciones de Aratirí eran casi exactas, pues el panorama poco sacralizado que tenía aquella estancia definía que allí había reinado la peor de las suertes hasta el último instante. Pero el Padre Ezra era un hombre recio y no se rindió ante una pila de cadáveres, por más que sus hombres estuvieran algo inquietos.

Efectivamente no encontró los cadáveres de las supuestas prostitutas ni el del Padre Eretti hasta que uno de sus hombres notó que el altar de la pequeña capilla se movía. Apenas visible, el altar daba a un pozo en la tierra que se internaba hasta lo más profundo, zigzagueando en dirección al Río. Por algún extraño motivo, torcía casi llegando al río, dirigiéndose de nuevo hasta los caminos del pueblo. El pozo-túnel terminaba en una pequeña cámara, donde se hallaron los cuerpos de ocho mujeres y el del Padre Eretti, muertos hacía sesenta años. Ezra se hallaba más desconcertado que antes, y sin embargo todo aquello debía tener explicación. Un examen más cercano reveló varios detalles respecto a aquella historia, que pudo ser recogida en conjeturas del Padre Ezra.

Al parecer, Eretti quería fugarse con su compañía de prostitutas desde hacía años, pero nunca lo había conseguido. Con la vigilancia de los jesuitas y los españoles le resultaba casi imposible. Al fin, los jesuitas partieron y lo dejaron a él solo, que utilizó el claustro como excusa para perderse de vista con sus mujeres. El dinero que había recibido de los parientes de los enclaustrados se había ido con él, a un escondite en algún lado a orillas del Paraná. Ni bien la última piedra del claustro estuvo puesta, Eretti y sus mujeres desaparecieron, cavando debajo del altar en dirección a aquel punto que guardara el dinero y algún medio de transporte para cruzarlos del otro lado del Paraná. Evidentemente, Eretti y sus mujeres se había desorientado bajo tierra. Con la imposibilidad de volver fuera para orientarse, mal alimentados y mal vividos bajo tierra, no tardó mucho para que la única pala que llevaban se rompiera, sellando su destino para siempre. La explicación del claustro era simple, pues en ningún lado se veían instrumentos, ni cocinas, ni baños. Nada para que realmente un claustro funcionara. Probablemente las Hermanas Fransciscanas hubiesen subsistido unos días, intentando pedir socorro, pero el Claustro había sido construído aislado de todo aquello precisamente para evitar la ayuda del exterior. A Eretti nunca le importaron aquellos que dejó sobre la tierra.

El Padre Ezra finaliza su relato diciendo que aquel Claustro fue limpiado y demolido, y que hoy día se erige allí un cementerio donde se dio debida sepultura a todas aquellas víctimas de la codicia de un hombre. La barranca del río fue revisada en busca de lo que el padre Ezra supuso sería la ruta de escape de Eretti, pero con sesenta años de desgaste y sedimentación del perezoso Paraná de por medio, hubiese resultado inverosímil encontrar algo.

El Padre Ezra continuo su viaje, asi como el resto de nosotros prosigue la lectura. Es increíble considerar que esto haya sucedido en algún lugar del litoral, pero también puede haber resultado verosímil. Después de todo, el Padre Ezra Vodanovic puede ser tanto una leyenda como un hombre que vivio realmente, como el resto de las cosas que de registros históricos dependen. Quizá se tratase de un seudónimo inventado por algún escritorzuelo, amigo de Quiroga. Yo, por mi parte, pesco a orillas del Paraná con sumo cuidado, y lo que es mejor, me quito el sombrero ante cualquier cementerio que linde sus orillas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Como andar en Bicicleta

El descanso eterno es algo que muchos ansían antes de tiempo. Esto era lo que contemplaba el pensador mientras leía textos en un lecho exiguo, antes de sumirse en las sombras que antecede inequívocamente al sueño. Sin embargo, todos sus sentidos se encontraban agudizados; el lúgubre manto de la serena noche, que como una niña jugueteaba moviendo las piernas, sentada sobre el edificio que éste habitaba, cantando canciones de cuna para los moribundos, le sometía a la expectación y a la miseria de saberse pobre de descanso y de cuerpo. El pensador era un hombre corriente en cierto sentido; trabajaba para un diario y unas cuantas publicaciones independientes que mal pagaban sus vicios y sus costumbres; pero en esos momentos se hallaba en la casa paterna, casa de campo de relativa cercanía al mar, que poseía un hermoso jardín al que daba el ominoso ventanal en que desembocaba su habitación. El jardín, que otrora hubiese contemplado mejores tiempos, cuando su madre vivía y retozaba sus horas de ocio entre plantas y orquídeas, ahora se extendía en extensa y lujuriosa vivacidad, con la frescura de la lluvia que la primavera arriaba con extrema prontitud. El pensador usaba esa casa para descansar solo cuando su padre, un hombre de costumbres hurañas y carácter ídem, estaba ausente; su cercanía generalmente provocaba la discusión y la repulsión natural. Ausente su padre y con su madre velando desde las estrellas, el pensador podía transitar aquel paraje, medio natural y medio urbano, sin temor a encontrarse sino con sus propios demonios.

Siempre había sido influenciable, y siempre había encontrado en los silencios del descanso ajeno el fruto y el producto de sus más finos pensamientos, así como de los más bajos. Encontraba en esas horas nocturnas una libertad sin puertas ni ventanas, así como también su propio poderío. El Pensador era un hombre corriente frente a la humanidad, pero así como su padre poseía el jardín de su difunta esposa para recordarla en su decadencia, él poseía una imaginación tan vasta como fructífera. Desde muy temprana edad había aprendido a inmiscuirse en sus propias fantasías y perversiones, especialmente en las perversiones, pues la prohibición hacía más excitante la búsqueda. Baudelaire hubiese dicho que daba lo mismo, pero a él la indiferencia francesa no le provocaba nada, y se sentía ajeno y rechazado con la sola idea de apartar aquel, su dominio y su reino, de su propio alcance.

El Pensador dejó los textos y el humo, y se concentró, como siempre hacía que accedía en aquellos páramos, en las cosas simples que generalmente huían a su concepción; el resplandor de la luz eléctrica y las sombras que dibujaba, sus esquemas garabateados en grafito, prendidos con tachuelas a las paredes carcomidas y dejadas; sus propias palabras, su respiración, el pelo de su cuerpo que sentía la brisa que entraba por el amplio ventanal, la humedad que se amontonaba en sus ojos y su nariz, la sed de algo más que agua.

Casi sin darse cuenta, apagó la luz para que las estrellas y la poca luna que existían en ese entonces rozaran, casi con placer, la silueta de la vegetación frondosa que reinaba sin trampa y sin remedio sobre la soberanía de la tierra, inamovible y generosa. Reposando sobre el ventanal, vio la casa, se vio a si mismo, y vio al Pensador. El ajetreo del día a día no permite al hombre común ver cómo se transforma en amo y señor de toda cosa que desea, o que piensa, o que ama, o por lo que se apasiona; pero en aquel plano íntimo y solitario se miró a sí mismo y se dijo; aquí soy y allí no soy, como si hubiese sido la Alicia que atravesaba el espejo para darse cuenta que el reflejo era la verdad y la verdad, el reflejo. Aquí la mentira cobra cuerpo y deja de ser fantasía. Aquí soy el guerrero celta que se abre camino entre los frondosos bosques hunos; allí soy simplemente un engranaje más de la máquina. Aquí soy la virgen dispuesta a que el corazón le salga del pecho para demostrarle la devoción al Padre Sol; allí tengo cuarenta años y una madre muerta. Aquí, soy el Señor que camina por sobre el aire, sin caminar y sin aire; aquí soy espora, soy hongo, soy vegetal que sorbe la frescura de la noche. Allí soy un tipo que no sabe bailar el tango. Aquí sigo siendo yo, aunque me revista de mil cosas, y puedo crear al individuo que quiera, sabiendo de inmediato toda su existencia y teniéndolo en la palma de mi mano; si quiero que su destino sea férreo, así será, y si quiero que demuela su destino, así también lo hará. Allí, sigo siendo el que no tiene paciencia en las bibliotecas.

Aquí no estoy solo. Soy uno y en ese uno soy todos y todo lo que creo. Y en todos esos, que también soy, se crea el libre albedrío, y apenas termino siendo un canal por donde su libertad fluye hacia el mundo y hacia el cosmos; aquí, mis hombres, mis monstruos, mis demonios y mis sombras; mis pensamientos son ellos y yo los dejo ser, y retorcerse y multiplicarse.

Y allí… allí apenas puedo discutir una prórroga para pagar el gas.

El pensador ya era consciente de todo aquello; pero así como cuando andamos en bicicleta después de mucho tiempo y no necesitamos saber cómo andar, pero el registro del cuerpo nos permite disfrutar de una sensación casi olvidada; así, así, de la misma manera en que el disfrute está en el falso olvido en que creemos, a veces es mejor volver a decirse las cosas, o darse el espacio necesario para reconsiderarlo. Los engranajes no piensan; funcionan, o no funcionan. En su defecto, maquinan, pero no piensan.

Sabía lo que era y lo que hacía. Y en el placer de la paz halló la felicidad, mientras el todo que era su mundo giraba y lo contemplaba, sin ser feliz, o triste, o calificándolo de manera alguna. Él no solamente era el creador. Era también el canal por el que todos ellos existían. En su cuerpo estaban encerradas las sensaciones de miles de criaturas. En su psique los escenarios inimaginables a otros ojos.

Igualmente, sabía que lo mejor no había pasado todavía. El Pensador lo sabía porque el que anda en bicicleta también sabe que la primera felicidad de retomar el hábito es superada por otra, que es la de moverse hacia algún punto. Dejó que sus criaturas tomaran cuerpo en la casa paterna, sin alterar el orden físico de la casa pero sí alterándolo a él. Tenía sed, sed de crear, de verse sumido en la fiebre creadora que produce una sensación incomparable al moverse por las aristas del pensamiento Sed de beber del cosmos verdadero y del que él creaba, que al fin y al cabo eran el mismo, y de consumir y ser consumido a y por sus propias entidades. Las entidades que cobraban cuerpo lo sabían y lo esperaban, expectantes.

Pero así como el que anda en bicicleta tiene una bicicleta o un paseo favorito, el pensador también tenía un gusto particular, un personaje que quizá había sido uno de los primeros en ascender y en cobrar cuerpo; el del súcubo que ahora se paraba, imponente, por sobre el jardín nocturno. Había adoptado mil y un formas a lo largo de los años para su deleite, y a veces para su terror; le había hecho explorar más de un sentido de la sexualidad y había desenterrado el animal de sus entrañas, así como al loco. El Pensador sabía que el súcubo era el principio y el fin de todas las dimensiones en que cabía. Por eso dejó que la mujer tatuada, que ahora caminaba hacia él con un leve contoneo, se abriera paso y entrar en su habitación. Y también dejó que el súcubo le abrazara, sin temor a equivocarse, pues luego de años de satisfacer a su creador y su consecuente servidor, le conocía lo suficiente como para quedarse tranquila de saberse hacer lo correcto.

El pensador tomó la calidez del abrazo, la suavidad de la piel de su espalda, el perfume de su pelo y la opresión en el pecho, las piernas y el vientre. Luego miró al súcubo y le sonrió satisfecho. Tantísimo tiempo parecía haber pasado desde su partida, que realmente, a ese punto, volvió a sentirse feliz y contento.

El hombre dejó que su cosmos fluyera lejos de él, que fuera libre y que poblara aquella noche tan serena y contenta. Soñó profundamente, sin saber muy bien porqué, con bicicletas y con paseos.