lunes, 12 de diciembre de 2011

Como andar en Bicicleta

El descanso eterno es algo que muchos ansían antes de tiempo. Esto era lo que contemplaba el pensador mientras leía textos en un lecho exiguo, antes de sumirse en las sombras que antecede inequívocamente al sueño. Sin embargo, todos sus sentidos se encontraban agudizados; el lúgubre manto de la serena noche, que como una niña jugueteaba moviendo las piernas, sentada sobre el edificio que éste habitaba, cantando canciones de cuna para los moribundos, le sometía a la expectación y a la miseria de saberse pobre de descanso y de cuerpo. El pensador era un hombre corriente en cierto sentido; trabajaba para un diario y unas cuantas publicaciones independientes que mal pagaban sus vicios y sus costumbres; pero en esos momentos se hallaba en la casa paterna, casa de campo de relativa cercanía al mar, que poseía un hermoso jardín al que daba el ominoso ventanal en que desembocaba su habitación. El jardín, que otrora hubiese contemplado mejores tiempos, cuando su madre vivía y retozaba sus horas de ocio entre plantas y orquídeas, ahora se extendía en extensa y lujuriosa vivacidad, con la frescura de la lluvia que la primavera arriaba con extrema prontitud. El pensador usaba esa casa para descansar solo cuando su padre, un hombre de costumbres hurañas y carácter ídem, estaba ausente; su cercanía generalmente provocaba la discusión y la repulsión natural. Ausente su padre y con su madre velando desde las estrellas, el pensador podía transitar aquel paraje, medio natural y medio urbano, sin temor a encontrarse sino con sus propios demonios.

Siempre había sido influenciable, y siempre había encontrado en los silencios del descanso ajeno el fruto y el producto de sus más finos pensamientos, así como de los más bajos. Encontraba en esas horas nocturnas una libertad sin puertas ni ventanas, así como también su propio poderío. El Pensador era un hombre corriente frente a la humanidad, pero así como su padre poseía el jardín de su difunta esposa para recordarla en su decadencia, él poseía una imaginación tan vasta como fructífera. Desde muy temprana edad había aprendido a inmiscuirse en sus propias fantasías y perversiones, especialmente en las perversiones, pues la prohibición hacía más excitante la búsqueda. Baudelaire hubiese dicho que daba lo mismo, pero a él la indiferencia francesa no le provocaba nada, y se sentía ajeno y rechazado con la sola idea de apartar aquel, su dominio y su reino, de su propio alcance.

El Pensador dejó los textos y el humo, y se concentró, como siempre hacía que accedía en aquellos páramos, en las cosas simples que generalmente huían a su concepción; el resplandor de la luz eléctrica y las sombras que dibujaba, sus esquemas garabateados en grafito, prendidos con tachuelas a las paredes carcomidas y dejadas; sus propias palabras, su respiración, el pelo de su cuerpo que sentía la brisa que entraba por el amplio ventanal, la humedad que se amontonaba en sus ojos y su nariz, la sed de algo más que agua.

Casi sin darse cuenta, apagó la luz para que las estrellas y la poca luna que existían en ese entonces rozaran, casi con placer, la silueta de la vegetación frondosa que reinaba sin trampa y sin remedio sobre la soberanía de la tierra, inamovible y generosa. Reposando sobre el ventanal, vio la casa, se vio a si mismo, y vio al Pensador. El ajetreo del día a día no permite al hombre común ver cómo se transforma en amo y señor de toda cosa que desea, o que piensa, o que ama, o por lo que se apasiona; pero en aquel plano íntimo y solitario se miró a sí mismo y se dijo; aquí soy y allí no soy, como si hubiese sido la Alicia que atravesaba el espejo para darse cuenta que el reflejo era la verdad y la verdad, el reflejo. Aquí la mentira cobra cuerpo y deja de ser fantasía. Aquí soy el guerrero celta que se abre camino entre los frondosos bosques hunos; allí soy simplemente un engranaje más de la máquina. Aquí soy la virgen dispuesta a que el corazón le salga del pecho para demostrarle la devoción al Padre Sol; allí tengo cuarenta años y una madre muerta. Aquí, soy el Señor que camina por sobre el aire, sin caminar y sin aire; aquí soy espora, soy hongo, soy vegetal que sorbe la frescura de la noche. Allí soy un tipo que no sabe bailar el tango. Aquí sigo siendo yo, aunque me revista de mil cosas, y puedo crear al individuo que quiera, sabiendo de inmediato toda su existencia y teniéndolo en la palma de mi mano; si quiero que su destino sea férreo, así será, y si quiero que demuela su destino, así también lo hará. Allí, sigo siendo el que no tiene paciencia en las bibliotecas.

Aquí no estoy solo. Soy uno y en ese uno soy todos y todo lo que creo. Y en todos esos, que también soy, se crea el libre albedrío, y apenas termino siendo un canal por donde su libertad fluye hacia el mundo y hacia el cosmos; aquí, mis hombres, mis monstruos, mis demonios y mis sombras; mis pensamientos son ellos y yo los dejo ser, y retorcerse y multiplicarse.

Y allí… allí apenas puedo discutir una prórroga para pagar el gas.

El pensador ya era consciente de todo aquello; pero así como cuando andamos en bicicleta después de mucho tiempo y no necesitamos saber cómo andar, pero el registro del cuerpo nos permite disfrutar de una sensación casi olvidada; así, así, de la misma manera en que el disfrute está en el falso olvido en que creemos, a veces es mejor volver a decirse las cosas, o darse el espacio necesario para reconsiderarlo. Los engranajes no piensan; funcionan, o no funcionan. En su defecto, maquinan, pero no piensan.

Sabía lo que era y lo que hacía. Y en el placer de la paz halló la felicidad, mientras el todo que era su mundo giraba y lo contemplaba, sin ser feliz, o triste, o calificándolo de manera alguna. Él no solamente era el creador. Era también el canal por el que todos ellos existían. En su cuerpo estaban encerradas las sensaciones de miles de criaturas. En su psique los escenarios inimaginables a otros ojos.

Igualmente, sabía que lo mejor no había pasado todavía. El Pensador lo sabía porque el que anda en bicicleta también sabe que la primera felicidad de retomar el hábito es superada por otra, que es la de moverse hacia algún punto. Dejó que sus criaturas tomaran cuerpo en la casa paterna, sin alterar el orden físico de la casa pero sí alterándolo a él. Tenía sed, sed de crear, de verse sumido en la fiebre creadora que produce una sensación incomparable al moverse por las aristas del pensamiento Sed de beber del cosmos verdadero y del que él creaba, que al fin y al cabo eran el mismo, y de consumir y ser consumido a y por sus propias entidades. Las entidades que cobraban cuerpo lo sabían y lo esperaban, expectantes.

Pero así como el que anda en bicicleta tiene una bicicleta o un paseo favorito, el pensador también tenía un gusto particular, un personaje que quizá había sido uno de los primeros en ascender y en cobrar cuerpo; el del súcubo que ahora se paraba, imponente, por sobre el jardín nocturno. Había adoptado mil y un formas a lo largo de los años para su deleite, y a veces para su terror; le había hecho explorar más de un sentido de la sexualidad y había desenterrado el animal de sus entrañas, así como al loco. El Pensador sabía que el súcubo era el principio y el fin de todas las dimensiones en que cabía. Por eso dejó que la mujer tatuada, que ahora caminaba hacia él con un leve contoneo, se abriera paso y entrar en su habitación. Y también dejó que el súcubo le abrazara, sin temor a equivocarse, pues luego de años de satisfacer a su creador y su consecuente servidor, le conocía lo suficiente como para quedarse tranquila de saberse hacer lo correcto.

El pensador tomó la calidez del abrazo, la suavidad de la piel de su espalda, el perfume de su pelo y la opresión en el pecho, las piernas y el vientre. Luego miró al súcubo y le sonrió satisfecho. Tantísimo tiempo parecía haber pasado desde su partida, que realmente, a ese punto, volvió a sentirse feliz y contento.

El hombre dejó que su cosmos fluyera lejos de él, que fuera libre y que poblara aquella noche tan serena y contenta. Soñó profundamente, sin saber muy bien porqué, con bicicletas y con paseos.

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