jueves, 19 de abril de 2012

Pimienta para la Razón

Tras estudiar la vida de un pobre escultor que venía desde bielorrusia y se suicidó en 1974 de la manera más insólita que puede suicidarse un escultor (de un tiro en la frente, cuando la tradición reza por porlan en los zapatos), Germán Delenzi no sabía bien a donde apuntar. Tenía en sus manos el objeto de su investigación; un pimentero labrado en marfil, con detalles de tintura negra, que había pasado por infinitas manos casi sin relación aparente.

Germán Delenzi era un hombre común, pero tenía el vicio de los hobbies, un vicio que suele atacar a amas de casa, jubilados y hombres incompletos. Generalmente, los hombres incompletos se tiran a actividades un poco más abiertas de género social; deportes, colecciones dinámicas y colectivas, entre otras yerbas. Sin embargo, Germán Delenzi tenía en sí la naturalidad de ser un relativo apartado; con esto no quiero decir que fuera un hombre antisocial, ni tampoco que fuera un recluído en alguna institución mental. Solamente se que le gustaba caminar a solas, que disfrutaba de las comidas con pesto y que amaba coleccionar antigüedades.

Hay dos tipos de coleccionistas de antigüedades; el hombre que admira la factura del objeto y el hombre que admira la historia del objeto. Germán pertenecía al segundo grupo, aquel que pregunta al dueño transitorio en una casa polvorienta el precio y la historia de un objeto antes de adquirirlo. Cuando Germán supo que había pertenecido a un suicida, no pudo más que adquirirlo. A todos nos gustan los suicidas, después de todo.

Como contador que era, Germán tenía a su disposición unos cuantos contactos (sin contar con los contactos de su típica agenda de investigador amateur, entre los que estaba el reverendísimo Ministro de Cultura de la Nación) y un arsenal de preguntas que solía disparar. El pimentero era antiguo y era de factura fina; una adquisicón más que valiosa por unos mugrosos veinte pesos. El escultor suicida, Alejandro Benek, había vivido en su ciudad hacía algunos años. No había sido un tipo famoso ni tampoco un pobre hombre que vivía devorando sus sueños; había subsistido a base de encargos y talleres, como la gran mayoría de los escultores. Sin embargo, su orígen eslavo le daba una pista a Germán de donde mirar. Habló con amigos y conocidos del escultor, gente de edad en su mayoría, y todos lo recordaban como un hombre tranquilo, bueno, que les había asaltado amargamente enterarse de su muerte. No pudo obtener demasiadas cosas en claro respecto a él mismo, pues vivía solo y solamente tenía familiares en la vieja Europa.

Tras comunicarse con la familia Benek, se enteró que Alejandro tenía sus anotaciones personales hasta la fecha de su muerte, pues tenía el férreo hábito de escribir. Tras explicarse y solicitar el papeleo, Germán comenzó a investigar el orígen de su propio objeto, sin evitar echarle una mirada a las últimas anotaciones del difunto. Como esperó, no pudo encontrar nada que pudiera decirle porqué se había pegado un tiro. Pero encontró, tras largas noches en vela, el lugar donde el pimentero había sido comprado. Dejó agendado un viaje a cierto local de antigüedades para sus vacaciones y se olvidó del asunto.

Hubiese pasado desapercibido en su viaje, no obstante, de no ser la tiendita tan pintoresca. Entró, casi sin acordarse, y cuando leyó el nombre supo que tenía que estar ahí. El anticuario, un hombre de su edad, le dijo que el que debía saber el orígen de aquel objeto era su abuelo, el dueño original de la tienda. A duras penas pudo conseguir la audiencia con semejante anciano, que rozaba los cien años de edad con dedos arrugados y manchados de nicotina.

El viejo, que no hablaba español, pudo, a través de su nieto, contarle que ese Pimentero había pertenecido a franceses, de hecho a la nobleza francesa, y también a rusos. Había leyendas que lo vinculaban también a la reina Juana de España, conocida como La Loca. Pero, según su ajada memoria, el que había tenido la gracia de solicitar ese pimentero como objeto de una larga adquisción de vajilla había sido Iván IV de Rusia, conocido mejor como Iván El Terrible. Germán no preguntó más y se volvió a su sur, sus tangos y sus cuentas. Por un lado, estaba decepcionado porque no sabría nunca en un objeto tan antiguo quién había sido su artesano, gracias a sus modestos recursos; por el otro lado, porque la billetera le tiraba de las ropas reclamándole que volviera.

Sin embargo, Germán tuvo una relación extraña con el pimentero. Realizó una investigación sobre los nobles franceses que había citado el anciano, y resultó que, para colmo de males, habían resultado todos pederastras. Ambas figuras monárquicas también citadas habían sido mordidos por la locura, en uno u otro sentido. Sin embargo, Germán no entendía qué podía ser cierto; si el viejo era un aficionado a la historia de los locos y le había hecho una mala pasada, o había de hecho un siniestro hilo conductor entre el pimentero y sus dueños.

Germán era un hombre común, y como tal, su estanque de dudas y certezas siempre había sido y era playo. Sin embargo, este pimentero que ahora tengo en mano y que me ha hecho escribir esta breve reseña le sirvió en los últimos años de su vida, cuando todo se puso gris. Por gracia o desgracia, cometió equivocaciones y fraudes. Y cuando estaba a punto de ser atrapado, fundó con todo lo que había robado una fundación dedicada a las palomas, si, a las palomas, una sociedad protectora de palomas a las que llamó inevitablemente Fundación Delenzi, alentada por polleras y desganos municipales.

Hoy día, Germán es recordado como un hombre fiel, bueno; una especie de Robin Hood de los delincuentes que arruinan autos sin asco. Sin embargo, ante su pronta muerte al arrojarse a las ruedas de un tren, cuando iba a ser arrestado, solo puedo dejar plasmadas en sus propias palabras la mejor de las conclusiones, refiriéndose nuevamente al siniestro pimentero.

"El Pimentero me ha hablado anoche y me ha dicho que él cargaría mis culpas, como siempre lo ha hecho; que su verdadera maldición, su karma, era ser la excusa de la locura de los hombres. Y que no había problema con ninguna de las licencias que me tomara; él se encargaría de alimentarse con su leyenda, hacerla crecer y pasar a otro dueño. Si la memoria sobrevivía, entonces podría existir otro como yo. Es gracioso..."

Hoy día, ese pimentero está en mi casa (me lo he robado de la central para la que estuve haciendo esta investigación), encerrado en una despensa, y sinceramente no sé si tengo en mis manos un objeto maldito o una licencia para comportarme como quiera en los últimos días de mi vida.

sábado, 14 de abril de 2012

La Mediocridad como Subsistencia

mediocre.

(Del lat. mediocris).

1. adj. De calidad media.

2. adj. De poco mérito, tirando a malo.










A la hora de encenderse un cigarrillo uno no piensa; actúa. A la hora de vestirse, bañarse, tirarse a dormir, subir a un colectivo, uno no piensa; reacciona. De la verdadera manera en que podemos estar barrileteando otras cosas en la cabeza, no pensamos en el acto que realizamos, tan integrado al propio circuito de nuestro cuerpo que no vale la pena gastar energía y sinapsis en ello. Sin embargo, hacemos esos actos, y no podemos evitar ponernos a planchar la ropa mientras organizamos mentalmente la agenda para mañana, o tampoco podemos ir al baño sin dejar de pensar en un lugar estático donde mudarnos.

Lamentablemente, el pensamiento también se automatiza en esos momentos. Ojo, con esto no quiero decir que esto sea netamente negativo; el pensamiento automático y creado mediante hábitos nos sirve para sobrevivir, y así como en todo el día enarbolamos uno o dos actos de creación independiente mediante el ejercicio del pensamiento crítico sin teñir todo con los actos mentales automáticos, tampoco se podría sobrevivir a la génesis del pensamiento puro en cada instante; nos veríamos reducidos a autómatas, e inclusive éste acto se vería adoctrinado o subordinado a la rutina, al pensar en qué hacemos, cómo lo hacemos, para qué.

Es inevitable, entonces, pensar en la cuestión de contraposición; la originalidad y la génesis pura como némesis de la rutina y la automatización. Pero existe una manera un poco más arisca de verlo; y es la de anteponer el propio llamado personal al de la necesidad de los gustos. Para esto tenemos que dimensionar el poder de la novedad, brillante y centelleante, al de lo ya conocido.

Analicemos un poco más este concepto. Desde su nacimiento, el hombre no hace más que engullir conocimientos, con todo lo que ello integra; degustar, comer, digerir, desechar lo que no sirva. El bebé devora con los sentidos el mundo próximo, aprendiendo y aprehendiéndolo, que no son la misma cosa. El niño, ya establecido en el mundo que ya devoró y del cual se siente parte (con un sentido más o menos asumido de pertenencia al entorno deglutido), devora relaciones sociales, gestos, actos que más o menos "está calificado" para hacer. Luego de esto, la vida de un hombre podría resumirse en devorar y deglutir una y otra vez la misma cosa; relaciones sociales, con sus infinitas variantes, y actos que está "más o menos calificado" para hacer, o dejar de hacer.

El principio viene sencillo. El hombre devora y engorda hasta su muerte, repletándose de todo lo que está a su alrededor o, mejor dicho, lo que se esfuerza por buscar. Pero aquí viene justamente el punto breve del quid; no existe placer en la repetición, así como todos nosotros tenemos un momento del día en el que comemos por mera aglutinación, por costumbre o simplemente para callar el hambre; no degustamos, tragamos, y así se continúan los días. El no ser participante conciente del acto, por sencillo que sea, hace que traguemos sin degustar, y eso nos juega en contra muchas veces.

Las hordas infalibles que creen combatir a La Máquina pero que en realidad aran su camino trabajan desde hace un tiempo bastante largo en ciertos conceptos que se esfuerzan por meter en las cabezas de la masa, o de ellos mismos a veces. El concepto más maravilloso y único de todos es el de la indivisibilidad, la cualidad de ser único, la personalidad y lo hermoso y milagroso que es ser un hombre razonante. En síntesis, festejar con petardos y lombrices el acto de estar vivo, de ser uno mismo, de asumir una identidad.

No voy a entrar en detalles, porque cómo verán este texto viene hablando a grandes rasgos, rozando apenas con las puntas de los dedos la cara de unos conceptos grandes como barrancas. Tampoco me voy a poner en la piel de todos; de hecho, todos somos únicos por un hecho muy simple, validado también por las hordas infalibles; no existe libro de cocina para hornear a un hombre, y la multiplicidad de elementos que nos conforman es irrepetible. De hecho, somos el resultado de una excepción única en un momento determinado, y eso es innegable.

Pero enaltecer la cualidad de únicos solamente fomenta una felicidad basada en la mediocridad de saberse único, igual que todos. Al sabernos nosotros mismos, al asumir nuestra identidad o al estar felices con el pequeño trabajo, situación social o momento que nos tocó existir a lo largo de la vasta y más que colorida historia del hombre solamente asumimos nuestra antorcha de hombre, lo cual es un acto hermoso y que, en realidad, todo hombre tendria que tener.

Pero no alcanza. La hoz de la mediocridad nos sega a todos por igual, a la misma altura. Y podemos ser un hombre tranquilo, una mujer modesta, un cura de barrio o un cantante de radio y no encontraremos nunca la manera de salir de la mediocridad de sabernos nosotros.

Lo que en realidad se quiere expresar con esto es que el hombre debe asumirse como tal y saberse, más que nada, sentirse y conocerse. Conocerse a sí mismo no es una tarea sencilla, tampoco imposible. Saberse es relativamente simple, y sentirse ya conlleva un esfuerzo y un tiempo que pocos pueden asumir. La verdad detrás del guiso es que todos estos actos son el primer paso de una larga escalera que, en este punto histórico, nunca subimos. Considerarnos a nosotros mismos es barrer para casa, y esto juega a favor y en contra. Es hora, creo, de que la humanidad suba al próximo paso; saberse a uno mismo y poder coaccionar con el poder de la multiplicidad, de la masa de verdad y no la masa homogeneizada que han hecho de nosotros. Entiéndanlo; el poder de las hormigas no está simplemente en el número. Es mucho más útil y práctico un ejército variado que uno de simples soldados rasos, que es lo que hacen de nosotros; especialmente cuando creemos que cualquier soldado puede ser nuestro enemigo, al menor asomo.

Bueno, eso es prácticamente todo; el hecho de que, en este momento histórico que estamos viviendo, quizás seamos testigos de una humanidad que logre salir del enfrasque en sí mismo y logre accionar como integridad, como humanidad propiamente dicha. Recuerden, solamente, que La Máquina no duerme y que es un enemigo duro de pelar, pero no imposible. Después de todo, fue hecho por hombres, y como todo lo que los hombres hacen, no es perenne.

Aléjense de la Nicotina lo más rápido que puedan y tomen un alfajor al salir, de ser posible