martes, 19 de junio de 2012

Nocturna Terrore

Un compañera y Maestra mía me enseñó hace mucho tiempo que el hombre es más activo de por sí durante la noche por una cuestión primordialmente biológica; durante la noche no existe la luz, y nuestro cuerpo tiene que empezar a trabajar exacerbando sus sentidos y su capacidad íntegra, casi, para superar cualquier obstáculo que durante el día puede solucionar de muy sencilla manera. Es por eso que durante la noche terminamos siendo máquinas sobre-exigidas, o despojos ampliamente reaccionables.

El hombre común tiene preguntas y respuestas comunes a sus planteos; pero el hombre como género tiene preguntas y respuestas genéricas a sus problemas, haciendo evidente la generalización de la individualidad y el amplio e hipócrita respeto al prójimo, sobre el que ya me explayé en otros textos. Los planteos que se hacen de esta manera varían ampliamente, ya que la subjetividad se ve exponencilmente aumentada por la capacidad de cada uno de moverse dentro de los muchos supuestos mundos que habitamos; el mundo subjetivo, el mundo individual y colectivo, el mundo único que es la conjunción de todos los mundos que convergen en nuestra existencia. Y el planteo, salvando las excepciones (que siempre aparecen), generalmente termina siendo aceptado. Pero aceptar una pregunta no significa poder contemplar todas las respuestas que ésta ofrece.

Fuera del problema generado por la subjetividad, ese parásito simbiótico tan molesto y necesario, planteábame en estas semanas una cuestión que devino tras mucha reflexión en un planteo de naturaleza genérica, por decirle de alguna manera. La gran mayoría de los pueblos originarios tenían una manera muy bella de explicar el orígen de las cosas; de la moral, de las emociones, de las sensaciones, de los fenómenos climáticos; era el mito. El mito arreglaba, de una manera didáctica y entretenida, el problema planteado respecto al génesis de diferentes cosas. Ahora debería enarbolar un mito para una cuestión de la que no he leído demasiado y me ha costado mucho encontrar material que no sea reduccionistamente cientificista al respecto. Caballeros y buenas damas, hablo del Miedo, una de las sensaciones más primitivas que sobreviven y sobrevivirá, por un buen tiempo más por lo menos, al hombre moderno.

El miedo tiene un carácter animal muy marcado. Viene desde nuestra propia naturaleza biológica incluso, desde esa nebulosa fantástica y licenciosa que los doctos en zoología han dado a llamar Instinto de Conservación, y que los muchachitos de batas blancas de la ciencia médica han dado a llamar reflejo en algún punto de la historia. Pero ninguna de estos conceptos, dados por sentado, se vale de demasiado para explicar; quizá por el impedimento lingüístico de expresar algo tan corporal en palabras, quizá por la odisea que representaría hacerlo. Explicar el miedo es como querer explicar otras emociones (amor, odio, felicidad, tristeza) o cosas demasiado simples (o complejas), como las percepciones básicas sensoriales (los colores, la temperatura, etc.).

Lo que es el miedo en sí, todos lo sabemos; o mejor dicho, lo conocemos. No existe hombre sobre la tierra que no haya sentido miedo en algún punto de su vida, y no me voy a explayar dando explicaciones al respecto. Una persona puede cobrarle miedo a otros, o estos otros cobrárselo con impuestos a él; todo depende de esa querida y compleja serie de factores que determinan nuestra personalidad, entre los que se encuentra el contexto.

En mi investigación me he encontrado conque, si bien no se intentaba definir el miedo en la gran mayoría de los lugares desde donde se ha detenido el hombre a pensar o a escribir, sí se ha intentado provocarlo, y con mucho éxito en ocasiones. El paroxismo del miedo, ese primo lejano y de risa nerviosa que es el pánico, ha corrido como reguero de pólvora en muchísimas ocasiones a lo largo de la historia; lo cual me recuerda que debo demarcar el hecho de que no se necesita una fuente física de miedo, pues la génesis del miedo, como todas las emociones, es el propio hombre. Prueba de esto son, por ejemplo, el chasco de Orwell respecto al texto de H.G. Wells, la guerra fría, los monstruos de las historias fantásticas, los noticieros, el evento del 11 de Septiembre a nivel mundial y tantas otras fuentes y casos puntuales.

Muchos hombres se han esforzado por representar el miedo de diferentes maneras y para diferentes motivos, ya fuera por entretenimiento de muchos o de pocos o para maneje antojado de la masa sin mente que son los pueblos a lo largo de la historia. En ese sentido, el miedo es, a mi manera de ver, lo que demarca más que nada la condición de oveja de un integrante de una comunidad asustada.

Pero no nos vayamos del tema. Yendo a lo que es la dominación mediante el miedo, o el miedo mediante el relato fantástico, existen grandes cucos que habitan entre todos nosotros en el día a día. El asesino, el ladrón, los mitos, leyendas y los seres imaginarios folklóricos (que tanto sabor le dan a la existencia), los plásticos monstruos de hollywood o de las revistas pulpeadas. Todos ellos no son más que máscaras que utiliza el miedo para dispararse de vuelta dentro nuestro; y si bien todos los estereotipos terminan aburriendo, hay algunos miedos que persisten y persistieron a lo largo de la historia, o mejor dicho, máscaras que usa el miedo para atizar un tema particular.

Quizá el más presente y elemental sea el miedo a la pérdida de la conciencia, la vida o todo el conjunto de condiciones que nos hacen quienes somos. Una transformación en contra de nuestra voluntad por un tercero ajeno a nuestro sistema de creencias, convicciones y moral siempre asusta, especialmente cuando este tercero hipotético tiene los medios para hacerlo. Es por eso que tanto los asesinos con cuchillo de cortar cebollas como el ejecutivo que nos manda a la calle con un telegrama de despido dan tanto miedo; ambos nos mandan lejos de donde estamos ahora con un simple movimiento; el cuchillo a la tumba y el despido a la calle.

Hay otro miedo que persiste, de manera casi ritual; es el miedo a todo lo que representa la muerte, tanto los cadáveres como las necrópolis y las maneras que existen y existieron para matar asustan. En un segundo plano tenemos las cosas que nos causan dolor, pues el dolor, en nuestros estrato más básico de pensamiento infantil del cual ningún hombre se despoja jamás, es el primer paso hacia la tumba. Esto va cobrando sentido cuando devenimos nuevamente en lo que es el viejo Instinto de Conservación Animal, esa ancla herrumbrada que todos tenemos dentro. Sin embargo, el punto del génesis del miedo se nos escapa. Estos, por más que sean pilares elementales del miedo generalizado, no son el miedo en sí; el miedo en sí se nos escapa como concepto y como efector, pues es algo que actúa desde la penumbra misma de la psique de cada hombre.

Howard Phillips Lovecraft, escritor maldito sobre el cual se han tejido las mil y un historias, debía a su modus vivendi y a su propia naturaleza asustadiza el haberse tropezado casi con la pepa de oro de su obra. Él es el padre de todo un género literario de horror, el horror cósmico, que, a grandísimos rasgos, describe ontológicamente hablando cómo el hombre es apenas un átomo del universo y que tal futil y frágil es su vida, su trayectoria, su civilización y su ciencia. En todos sus escritos se lee la desesperanza y lo inútil de intentar comprender algo para lo cual no tenemos capacidades. Una de sus citas más famosas al respecto reza "The oldest and strongest emotion of mankind is fear, and the oldest and strongest kind of fear is fear of the unknown." Y ahí es donde está la verdadera pepa de oro de Lovecraft; el haber descubierto (o verbalizado) que la raíz de todo miedo tiene ancla en el miedo a lo desconocido, no a una cuestión particular.


El miedo a lo desconocido encarna todos los miedos. El miedo al cambio encarna gran parte de los miedos del hombre, pero solamente el desconocimiento es lo que nos aterroriza más. De no ser partícipes o no poder comprender este concepto, piensen en que el miedo basa gran parte de su espectro en lo que no es, en lo que escapa a nuestro sentido, conocimiento, o percepción. La única certeza que se tiene es de que el miedo es real; miedo a ser robado, mutilado, violado; miedo a sucumbir al stress general cotidiano y dejarse llevar por las pasiones inherentes al hombre; miedo a desbarrancarse del precipicio de la razón hacia los arrecifes de la locura. El miedo es real, la posibilidad está ahí; pero el miedo solo se basa en posibilidades, y en hechos supuestos que pueden llegar a darse.

El miedo es de extremada utilidad para cualquier persona común y corriente; es la primera advertencia, el primer atisbo a frenar algo, el primer paso a la rebelión, el odio o la rabia. La represalia sobre cualquier evento está fundada sobre los cimientos del miedo, así como cualquier contraataque drástico, metafórico o no. El miedo es el puntapié inicial para cualquier acción del hombre que trate de defenderse a sí mismo, a su entorno o a otro; el miedo es, pues, la defensa de un hombre asumido en un contexto ibídem para evitar el cambio. Es por esto que el miedo también se lleva muy bien de la mano con el cambio, la mutación o la metamorfosis; el cambio genera miedo, porque conocemos lo que vivimos y cómo nos movemos; todo el resto nos es ajeno, irreferenciable, desconocido. Es por eso que tememos; tememos la pérdida porque tenemos. Si jamás tuviéramos, no habría mucho que temer, pero tampoco seríamos; de no tener nada, tampoco tendríamos ni vida ni conciencia perceptible, y podríamos asemejarnos a organismos unicelulares, a los elementos o a los fenómenos climatológicos.

El miedo es una herramienta excelente. Y, sinceramente, lo único que realmente me aterroriza es dejar de sentir miedo; mientras lo sienta, me sé consciente, conocedor y atento a lo que sea que pueda llegar a amenazarme. Anonadarse con el vómito mediático, esterilizar los sentidos y flexibilizar la moral hacen que el miedo se pierda; y solamente se va a poder dejar de sentir miedo correctamente, como género humano, cuando se comprenda en su totalidad las licencias que cada hombre puede tomarse para con sus congéneres y lo que cada acción desprende.

No teman, a menos que este texto les haya cambiado algo (cosa que dudo), y aléjense de la Nicotina, a la cual no hay que temer pero tampoco agradar-

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