lunes, 30 de julio de 2012

Los Autómatas de Schrümann

Entre todos los científicos y pseudo-hombres de ciencia (si, pseudo-hombres) que recorrían la frenética ciudad de Viena en aquellos años grises de la iluminación, es imposible no destacar la figura de Otto Schrümann, austríaco de pura cepa que fracasó tan rotundamente que nunca nadie lo notó siquiera. También era un habitué de las reuniones con otras cabezas rotas como la suya, siendo Ludovico Puentelenco uno de sus más íntimos amigos (y un ejemplo viviente de que tan errada era su capacidad para apostar al éxito).

Otto Schrümann, como tantos otros en aquella época, se encontraba fascinado por el estresante mundo de la ciencia. La máquina de vapor le había despertado, de muy chico, un canario que no se callaría jamás y que cantaría toda su vida en su cabeza. Estudió, como era debido para alguien de su altura social y su apoltronada familia, las grandes ramas de la ciencia; biología, zoología, hidráulica, mecánica aplicada, física, química. Nada se escapaba a los abultados mofletes del pobre Otto, pero había algo que le atraía más que ningún otro campo, y era el de los autómatas.

Otto se fascinaba al ver a aquellos seres que se asemejaban tanto al hombre pero que, sin embargo, eran inequívocamente máquinas. Sus funciones eran limitadas, y jamás podrían compararse a la maestría que podían alcanzar los hombres, era cierto; pero la funcionalidad y la posibilidad de trascender la falencia básica del hombre le ensimismaba en un concepto sobre el que solamente giraba él; la incapacidad del hombre de sobrevivir el paso del tiempo. Donde el hombre perecería, el autómata permanecería. Otto pasaba grandes espacios de su vida (madrugadas, más que nada) imaginando una tierra sin hombres, con los autómatas como únicos supervivientes, y le irritaba terriblemente que el legado del hombre fuese algo tan simple como un siervo que traería bebidas para nadie, o un ave que cantaría para nadie. El sentido de la estética y la necesidad de frivolidad de su contexto social le molestaba.

No por eso Otto era estúpido. Sabía que sus proyectos costarían muchísimo, y si bien su adinerada familia podía respaldarlo, necesitaría a la larga el respaldo de los gordinflones banqueros y de ese estrato social ya asentado, la burguesía. Así que Otto se puso a trabajar en un proyecto estúpido, pero carente de lo que él consideraba alma; un mono que podía bailar trece bailes diferentes.

Conseguir que el cobre se aligerara lo suficiente como para permitir al pobre mono moverse con soltura sin perder la integridad fue difícil, pero tras muchos meses de trabajo, Otto lo consiguió. Por ese entonces fue cuando descubrió una verdadera pepa de oro, al darse cuenta que todos los autómatas eran construídos en base a pura mecánica, durísima y llena de lógica más no de ingenio. Otto creía que el error trascendental, para cambiar el concepto que de los autómatas tenía la gente, era crear uno en base a una simple función, no dándole al pobre ente nada de entendimiento. El mito judío del Golem le persiguió en pesadillas durante muchos años hasta que inventó el alambre de plata, un simple artefacto en el que se podía grabar una sola palaba a fuego para que el autómata la siguiera a la perfección, con una inteligencia casi humana (saltándose el vacío del Golem).

Así, Otto grabó sobre el alambre de plata de su mono de cobre (al que había bautizado Jerome) la palabra "diversión", pues era su firme creencia que los mejores artistas son los que se divierten. La noche de la presentación de Jerome, sin embargo, logró defraudarse a sí mismo, mientras se creaba una reputación bastante mala. Jerome solamente rió con risa muda (pues no tenía la capacidad de hablar, más sí de ver) ante la gente que tenía delante, pues le causó muchísima gracia la cantidad de peluquines, vestidos y trajes ridículos, monóculos y demáses artilugios que esos hombres llevaban consigo.

El bochorno fue tremendo, y Otto desarmó a Jerome con una gran tristeza en el alma justo antes de que saltara sobre una regordeta dama de caridad, que llevaba una peluca horrible de altura descomunal.

Pero como todo enajenado en lo que realmente ama, Otto no se rindió. Creyó que la mejor manera de demostrar su punto de vista y sus autómatas era crear un limosnero, que pidiera plata para causas caritativas o para el gobierno, cualquiera fuera la causa. Este autómata era un hombre delgado, también de cobre, sin voz y de unos dos metros que recorría toda la ciudad con un traje donde tenía grabada la leyenda respecto a la donación. Otto había alargado el alambre de plata hasta poder grabarle las palabras "la caridad es la prioridad" a su limosnero de cobre (al que había bautizado Herbert). Un ingenioso sistema guardaba todo el dinero recaudado en su tórax, y pronto se hizo muy popular y casi usual ver al autómata de Herr Schrümann pasear por las calles, pidiendo donaciones.

Otto pensó que había triunfado, pero se defraudó cuando le informaron que en las lejanas Españas ya existía uno muy parecido que, para colmo de males, era menos costoso al ser de madera. La inteligencia de sus autómatas quedaba vedada al ser comparados a máquinas, y más aún, algunos se quejaban de que insistía demasiado con las donaciones, y que pedía donaciones incluso a aquellos para los cuales recaudaba dinero (después de todo, la caridad era su prioridad). Herbert terminó sus días de la manera mas apabullante; fue destruído por bandidos, una de las noches en que recorría el barrio de los prostíbulos, que lo venían vigilando desde hacía tiempo y sabían que el autómata llevaba bastante dinero en su torso. La chatarra que quedó fue despachada a Her Schrümann casi con alivio.

Otto en cambio volvió a la forja y bastante enojado forjó un segundo Herbert, al que llamó Erste, de hierro. Como caminaba con un bastón del mismo material (para poder soportar todo su peso, además) la gente lo bautizó como "el desvergonzado bastonero", algo a lo que Otto hizo caso omiso. Creyó que la breve extensión del alambre de plata era todavía el problema, y logró transformarlo en una pequeña placa de plata, que todavía funcionaba como directora de todas las funciones del autómata, donde grabó "se bueno, sé respetuoso, acepta los "no"; La caridad es la prioridad, pero no has de dejarte robar".

Erste rompió tantas costillas de bandidos a bastonazos que pronto se hizo mejor policía que limosnero. Lo peor fue cuando le quebró una pierna a un policía que intentaba reponer una moneda que se le había caído; el episodio fue grabado en varios titulares, cuando todo un pelotón de policías no bastó para poder detener al autómata. La vergüenza que cayó sobre el apellido Schrümann fue tal, que Otto creyó no poder reponerse jamás de todo aquello y estuvo a punto de quemar todo su laboratorio. Pero, para su sorpresa, altos funcionarios del ejército querían sus servicios. Pensaban que si todo un pelotón de policías bien entrenados había sido necesario para detener un solo autómata, ¿que sucedería con un pelotón de autómatas? Con las guerras tronando por toda europa, la nación que tuviera a Otto Schrümann a su favor no tendría nada que temer.

A Otto le desagradaban en grado sumo las guerras, y le parecía un asco verse involucrado en todo aquello. Así que se auto-saboteó diseñando un autómata prototípico, de un metro y medio de alto y hecho con varias aleaciones diferentes, para presentarlo a sus nuevos patrones.

El prototipo llevaba el nombre de Zeppelin (en honor a una buena familia eslava) y funcionaba como una bomba con piernas; todo su torso era una bomba a base de glicerina, que se activaba con un simple detonador que el autómata apretaba en el momento correcto. Sobre la placa de plata, Otto había grabado las palabras "edificios, soldados, máquinas de matar; todo eso es tu destino. No detenerse jamás, la vida por la patria". Durante la demostración el prototipo hizo un excelente trabajo destruyendo el objetivo demarcado, pero era defectuoso en una sola parte; el costo. De por sí, las bombas a base de glicerina no solo eran inestables, sino también muy costosas; además, las aleaciones necesarias para ensamblar aquel prototipo (que, después de la demostración, no existía más), dándole la capacidad de carga al mismo tiempo que la velocidad en la carrera era costosa y dificultosa. Ante una guerra inminente, sería imposible fabricar más que una veintena antes del primer ataque, y no sería suficiente.

Las autoridades lo desecharon como "un pobre estúpido sin visión de futuro" y lo dejaron en respetuoso silencio. Por ese entonces, Otto, que se había hundido en la vergüenza a propósito para no transformarse en otro Nóbel, estaba más frustrado e irritado que nunca. Así que planificó y se dedicó íntegramente a un único autómata, para el cual también agrandó la placa de plata a una plancha, para poder escribir instrucciones más precisas, dando mucho menos márgen de error.

Tras veinte años de labor, llegaba la hora de ver si realmente había fracasado en su vida o no. El autómata (al que llamaba Wendy de cariño) había sido diseñado como el perfecto mayordomo, siervo o esclavo; apto para todas las tareas imaginables, un ente gentil que obedecería con el menor chistido. Las palabras en la plancha de plata que dotaba de inteligencia y razón al autómata eran: "Servir al hombre, respetar absolutamente todas sus obras, proteger la vida en todas sus formas y respetarse a uno mismo. No realizar jamás ninguna acción que pueda causar desagrado o molestia a ningún otro ser viviente".

Otto activó a Wendy, su fruto laborioso más arduo, y esperó. Wendy no se levantó, no le miró, no hizo nada.
Absolutamente nada.

Otto, ya retirado por ese entonces, hablaba con Ludovico Puentelenco, años más tarde, y se refería a Wendy como a "ese pedazo de chatarra que jamás me animé a desarmar, por miedo a que me sorprenda antes de morir".

-Eres cruel, Otto- decía Ludovico -Cruel contigo mismo.-
-Es que trabajé tanto en él, Ludovico- dijo el viejo Otto por ese entonces -Tantísimo. pensé durante noches enteras en todas las funciones, todos los silogismos lógicos, toda la mecánica aplicada. Tendría que ser el hombre perfecto, un hombre de hierro a disposición de sus hermanos hombres. Y sin embargo, es una pila de metal inerte-
-¿No ha fallado nada?-
-No, no- dijo Otto, agitando su brandy -Lo he revisado centenares de veces. Funcionar, funciona, pero no hace absolutamente nada-
-Quizás le tendrías que haber dado una voz a tus autómatas- arrojó entonces Ludovico -Quizás de esa manera podrías cuestionarlos, o ellos podrían expresarte de una buena manera qué es lo que sucede-
-Es imposible. De todas las herramientas del hombre, de todas las funcionalidades y todos los órganos del cuerpo humano, aquel que jamás pude reproducir bien del todo es el aparato fonador. Cuando pude hacerlos hablar, no hablaron. No lo sé- dijo, bebiéndose su brandy de un solo trago -Supongo que es cierto, entonces. Los autómatas son de pésima calidad porque duran; los hombres son excelentes porque mueren. Y nada ha de poder quebrar este principio universal-
-Yo sigo pensando que eres un genio, Otto- dijo Ludovico, alentándolo -Los genios pocas veces son entendidos por la gente que los rodea-

Y en cierta medida, tenía razón. Cuando Otto murió, todos sus planos sin patentar fueron utilizados como abono para granjas, y la genialidad del alambre/placa/plancha de plata (una superficie que infundaba raciocinio a objetos inanimados con simples palabras grabadas), su verdadera obra maestra, se perdió en el olvido.

Pues Wendy funcionaba, y funcionaba tan, pero tan bien, que se dio cuenta cuando despertó por primera vez que la única manera que tenía de respetar a su plancha de plata
("No realizar jamás ninguna acción que pueda causar desagrado o molestia a ningún otro ser viviente") era, precisamente, no haciendo absolutamente nada

sábado, 28 de julio de 2012

El Paraguas del Señor Ternel

En los últimos días del Señor Ternel era yo quien lo acompañaba, por eso creo ser la única persona lo suficientemente instruída como para contar un poco respecto de él. Durante los últimos momentos de vida, uno suele inclinarse a las cosas que realmente le importan; lo sé, he cuidado enfermos terminales prácticamente toda mi vida, desde que acompañaba a mi madre en esa misma tarea que ningún otro parece saber afrontar. Sin embargo, a diferencia de mi madre yo he resultado mucho más insensible, pues donde ella ponía sus lágrimas en un pañuelo yo pido el dinero por mi trabajo a los familiares y me retiro. Respetuosa pero insistentemente, suelo ser tildado como 'un hombre silencioso de confianza'.

Cuidar enfermos es una tarea agobiadora. El tiempo pasa más lento cuando uno está enfermo, eso es sabido; las enfermedades dilatan los momentos del día con agónicos espasmos, y el amanecer, el atardecer, las estaciones, los meses y las facturas de la luz vencidas dejan de tener sentido para la persona que solo está esperando que la tormenta biológica dentro de su cuerpo pase para volver a salir al sol. Obviamente, los enfermos son como barcos que se hunden; atraen todo a su alrededor a un mismo nivel de acotaciones, de sensaciones, de censuras. Solamente ellos saben realmente qué sucede, pero el resto está expectante a su cadáver incipiente. Inútil es intentar pasar el tiempo mirando televisión o escuchando radio, ni siquiera los programas más entretenidos apuran el paso del reloj que, monotemático y curvilíneo, solamente espera marcar el último segundo definitivo. Durante esos momentos he sabido cultivar la escritura como una manera productiva de ver pasar las horas, y tengo mis papelotes y carpetas llenos de poemas y cuentos que algún día lograré publicar, si los tiempos me favorecen.

Diferentes a los enfermos comunes son los terminales. La palabra terminal debe ser una de las peores de todo nuestro vocabulario, aclaro, o por lo menos dentro de la jerga médica; varias veces he visto internos y enfermeros vacilar, como si la palabra fuese un gato grande que se ha escapado, como si el solo mencionarla corporizara una parca instantánea. Pero actúa de manera terrible sobre el ser humano; cuando una persona se sabe en ese estado, cuando la te, la eme y la ele de terminal terminan de pronunciarse, opera en ellos un cambio infinitamente diferente al del resto de las reacciones de la vida. Es como si realmente se sacaran un peso de encima, como si toda una vida de vestir la misma piel los hubiese cansado y pueden dedicarse, por fin, a pasar unos momentos al reverendo pedo de manera libertaria. Obviamente, la libertad es mental; el enfermo terminal generalmente queda recluído cada vez más, hasta confinarse hasta lo que su cuerpo le termina permitiendo. Es por eso que son un poco densos, y a la vez un poco hermosos; tienen la belleza de los ceibos, que dan buena sombra y hermosas flores pero no se mueven de su lugar.

El Señor Ternel, por el otro lado, era de esos enfermos terminales que son difíciles de tratar pues son atosigados por la demencia senil que acompaña gran número de veces a la ancianidad. Desde hacía años había perdido la noción de su realidad como un todo, y parecía tocar temas como quien toca las piezas de un móvil o un collage, una a una, saltando de una a otra sin aparente relación. Además, veía cosas que aparentemente lo asustaban o lo excitaban terriblemente. Ternel había sido relojero y, como corresponde, su hogar estaba lleno de relojes. Pero como esa profesión acarrea el vicio del coleccionista, Ternel había coleccionado a lo largo de su vida innumerables objetos de larga data y vasto registro, de todos los géneros coleccionables que se imaginasen. Tenía colecciones de cuchillos, de cadenas, de yo-yos y hasta de computadoras. Su hogar era un palacete que más se asemejaba a un museo que a otra cosa; ahora, venido a menos y con la muerte chistándole por sobre el hombro, su hogr se me antojaba muy similar a una tumba del antiguo valle de los reyes, y casi esperaba que el día que muriese tapiaran todas las ventanas y las grandes puertas para dejarme encerrado dentro, siendo yo el último esclavo que proseguía al lado del moribundo faraón.

Ternel tenía un cáncer inoperable en algún órgano interno, pero sus familiares, dos hijos de aspecto servil, me habían descrito la dolencia como 'un parásito que lo consumía de a poco', y que solo había que esperar a que el viejo palmara para poder proseguir con la vida. Una de las lecciones más valiosas que les había enseñado su padre, cuando chicos, era que el tiempo jamás se detiene; y así me contrataron para seguir corriendo al lado de los segunderos y los minuteros, dejándome a cargo del palacete y del viejo de aspecto faraónico para el que, irónicamente, el tiempo había dejado de ser importante.

La casa era amplia y cómoda en funcionalidades, y Ternel pasaba casi todo el día leyendo en un amplio sillón, o con la mirada fija, como los gatos, en puntos vacíos del hogar, a la luz del sol. El resto de su existencia iba entre el baño y la cama, un amplio lecho de mórbida iluminación que me pareció, en un principio, el mejor lugar para que aquel simpático señor de calva prominente y barba dejada a menos pasara sus últimos momentos.

Tras unas cuantas semanas Ternel, que al principio parecía insondable, comenzó a dejarse acceder en breves simposios verbales. Me llamaba con nombres que se me antojaban de esclavo egipcio (vivía con él y me movía tratando de no incomodarlo) que jamás se parecían ni remotamente al mío, hasta que comenzó a llamarme Salamanquero, un nombre-apodo que jamás pude sonsacar qué relación tenía conmigo. La mente demente hace asociaciones simpáticas que jamás comprenderemos.

Comenzó narrandome grandes espacios de su vida, lo cual es totalmente normal y algo a lo que en ese entonces estaba acostumbrado. Como un General retirado, el moribundo rememora sus grandes victorias, sus épicas batallas, sus enemigos de siempre y las amargas derrotas, siendo siempre la inevitable aquella contra la muerte. Sin embargo Ternel era críptico (algo a lo que no le prestaba mucha atención), y alternaba anécdotas de la más sutil cotidianeidad con espacios de amplias descripciones de sus colecciones. Toda colección tenía un fundamento y estaba completa a su modo; todas las sábanas turcas que habían entrado por el puerto de Rosario en el año 1957, todos los cucús que había fabricado en enero de 1965 y, obviamente, su hermosísima colección de perfumes orientales, todos de un conocido mercader que vivía en Palermo.

Ternel veía cosas y hablaba con cosas que no estaban ahí, he dicho, lo cual no me alteraba en lo más mínimo y de hecho me fascinaba; la mente fracturada de un loco es algo que siempre me ha atraído. Por eso, cuando le hablaba a personajes que no estaban ahí, jugaba conmigo mismo a tratar de describir a ese amigo invisible, siempre distinto o siempre el mismo. Y cuando me narraba de las cosas que veía le prestaba atención, trazando posibles patrones de reconocimiento entre ellos. Había una aparición que lo sumía en la más lúgubre de las seriedades; la de una mosca gigantesca, del tamaño de un microondas, que hacía, según él, un ruido molestísimo cuando volaba, y volaba sutil y delicadamente, a los tumbos, por las paredes, el techo y los pisos de la casa, casi como un escuerzo más que como una mosca. Ternel hablaba de ella como 'La Mosca', como quien habla de algo evidente y de amplia aceptación en el mundo. Siempre aludía a que el día de la Mosca estaba próximo, y que no le tenía miedo, pero sí le molestaba que rondara tanto su casa con tanta antelación.

De todas las colecciones que Ternel tenía, de las que siempre hablaba con una melancolía dulce, había una que le molestaba e inclusive le irritaba; la de paraguas. Ternel había adquirido en una casa de Caballeros Ingleses, en pleno Londres durante un viaje, toda una colección de paraguas.

'Bueno, no toda' confesaba, molestísimo 'Hubo un paraguas que no me dijeron que tenían. Siempre intuí que los ingleses se burlaban de nosotros, pero ellos se rieron en mi cara; asegurandome con su prestigio de que era toda una colección de lo más fina, me vendieron todo el embarque sin titubear, sin decirme que había uno que jamás pude encontrar. Lo noté aquí, cuando los revisaba; el número de serie de la fábrica no mentía, y los cincuenta paraguas tenían que tener un hermano perdido en algún lado. Telefonee a la compañía y me dijeron que no era un error, que ellos me habían vendido todo el embarque y que posiblemente se tratara de un error de fábrica o un paraguas defectuoso que habrían reemplazado. Los demandé e inclusive ofrecí durante mucho tiempo bastante dinero para recuperarlo; pero jamás lo pude encontrar, y ese bendito paraguas se transformó en el punto suelto de mi colección, un falla que jamás pude reparar. Obviamente, los ingleses me estafaron; no todos los días cae un sudamericano loco pidiendo todo un embarque de paraguas para él solo. Era mucha plata junta', me narraba en las tardes.

Yo había visto la colección, en uno de los salones que tenía la casa; sobre una sobria estructura de cedro pulido, cincuenta paraguas negros, al mejor estilo inglés, que jamás habían sido usados. Y yo limpiaba la colosal casa siempre respetando las colecciones, pero imaginaba a aquel paraguas volando de manera siniestra sobre el lecho del moribundo, burlonamente. De hecho, varias veces le veía arrojar manotazos sobre sí mismo, mientras dormía.

La semana antes de morir, Ternel se despertó con un grito. Yo estaba terminando de lavar los platos cuando el grito del viejo sacudió toda la pirámide; era un grito de enojo, de frustración. Me apresuré a ayudarle, a preguntarle si necesitaba algo. Con los ojos totalmente lúcidos me dijo que había tenido un sueño en el cual la muerte le había revelado cómo derrotar a la mosca, y era con ese paraguas que había perdido.

'Es totalmente lógico' me decía, preso de un súbito frenesí 'No sé cómo no lo he visto antes. Siempre coleccioné cosas frívolamente, con algo de contento dentro mío por poseer tantas cosas. Pero en realidad soy un hombre sencillo; todas estas cosas no me sirven para nada, siempre lo supe. En realidad estaba buscando desesperadamente un arma contra la mosca. Era ese paraguas, y ahora lo he perdido'

Acto seguido, se sumió en un llanto profundo, como de chico, sumido en la más profunda desesperación. No hice nada para contenerlo; el desahogo viene mejor temprano que tarde.

Esa semana pasó sin demasiadas novedades, igual a cualquier otra dentro del gran mausoleo asquerosamente pulcro y lujoso del Señor Ternel. Solo noté en algunos momentos que se movía más que de costumbre, inquieto, como los perros antes de una gran tormenta eléctrica. La noche en que murió llovió largamente, y pasó sus últimos momentos con una disciplina casi marcial, cerca de sus sueños y su gigantesco lecho.

Hasta el día de hoy no puedo explicarme bien esa noche. Juzgo menester explicarme influenciado por el aspecto de mausoleo, mis escritos y la mente delirante del Señor Ternel el carácter que le dí a los hechos durante aquella funesta tormenta. Sentí que me llamaba como siempre, con el apodo de Salamanquero, a las tres de la mañana. Me aproximé a su habitación, donde ya reinaba un aire cargado de excitación; la casa entera estaba sumida en penumbras y cuando me asomé, en el vilo de la puerta para preguntarle que deseaba, se me antojó que una gran sombra flotaba sobre él, con los ojos como candelas, mirándome mientras él dormía inquieto. Un relámpago deshizo la ilusión óptica enseguida y, sacudiéndome por la luz y el susto propio, me acerqué. Ternel sudaba un poco, como hacen las personas en gran tensión. Tenía los ojos cerrados con esfuerzo.

Le pregunté si necesitaba algo y abrió los ojos, entrecerrándolos como un gran gato. Ahora más que nunca parecía un gato.

-La Mosca, Salamanquero- me dijo con un furor contenido en la tensión de la voz, dejándose amainar por la lluvia en los cristales del ventanal y la reverberancia del trueno en todo el mausoleo -La Mosca. La Mosca está cerca, casi tan cerca que la puedo saborear. Hace dos días que me mira fijamente, y sé que en cualquier momento entrará por esa puerta y yo estaré indefenso, desarmado. Será una derrota, Salamanquero. No puedo terminar mi vida con una derrota.-

Lo tranquilicé, le dí un sedante y me volví a dormir tras asegurarme que se había serenado un poco. Allí quedo Ternel mientras aguardaba, tenso, como un viejo gato que todavía puede dar pelea.

A la mañana siguiente, casi como si lo esperara, el faraón estaba muerto. Había fallecido en algún momento de la noche, y solo me restaba cumplir con mi trabajo notificando a los familiares y procurando que no me sepultaran con él. Pero los hijos de Ternel pagaron sus buenos pesos y me despidieron con una palmada en la espalda; casi me molestó el gesto despreocupado, y eso que no tuve la menor nostalgia de abandonar esa casa que había transitado durante dos meses.

Dos elementos me molestaron esa noche, pues no lo pude dilucidar ni puedo creer que haya sucedido más que en sueños o en impresiones sugestionadas por la presencia de la tormenta y la proyección de la demencia de Ternel. Cuando uno convive en onanista presencia de un enfermo mental, los límites de la mente tienden, si bien no a romperse, doblarse ligeramente.

Ya he dicho que la casa toda estaba bajo asedio de una tempestad eléctrica, y no podía distinguirse más que el ruido del viento en los tejados, la lluvia apedreando con gotas gordas y sin cicatrices los ventanales y los ratos que surcaban la noche, centellas peligrosas que no paraban jamás. Era imposible oír prácticamente nada en la inmensidad de la casa, y por eso tiendo a desmentir el hecho de que oí, a los tumbos, como si un cuerpo pesado marchara por el comedor, el cuarto de baño y el cuarto de Ternel (que estaba pegado al mío), ni tampoco el zumbido de algún insecto de gran tamaño cerca de mis oídos. Es absurdo, e incluso insulso, pero casi quedé convencido de que había un gato esa noche en la casa que, tímido y temeroso, buscó el refugio de la inmensa cama de Ternel como parapente de la tormenta que rugía fuera.

El otro hecho fue algo con que descubrí al faraón fallecido a la mañana. Como dije también, todo en él y en la casa recordaba a una tumba megalítica, con gran pompa y lista para ser sellada en cuanto Ternel falleciera. También he de mencionar, ahora, que murió con una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro plácido, barbudo y desordenado; y que, por inverosímil que parezca, fue encontrado en su mano, apretado por un rigor mortis de granito, un paraguas negro, de estilo inglés, que no coincidía con ninguno de los cincuenta de la colección que el viejo tenía.

lunes, 23 de julio de 2012

Los Matasoles

Otra hubiese sido la historia si Ludovico Puentelenco hubiese nacido en otra región de la tierra; por ejemplo, nadie dudaba de que hubiese sido muy feliz entre los Jíbaros, reduciendo cabezas, ni tampoco como monje de alguna lejana nación mongola, contando las estrellas y casando parejas post-mortem. Pero Ludovico había nacido en una familia de alta alcurnia, los Puentelenco, durante la que sus contemporáneos dieron en llamar la era de las luces o la iluminación, y no tuvo mejor idea que dedicarse a sus estrambóticas ideas en medio de sus propios hombres, su propìa sociedad.

Bien han dicho los estudiosos que el hombre debe mucho a la sociedad en la que nace; Ludovico lo entendía así y quería hacer un bien a la humanidad, que por aquel entonces y con el reciente descubrimiento de la luz eléctrica se veía al márgen de la era oscura y tenebrosa que había pasado. El hombre se redescubría todos los días, y ser parte del Círculo Intinerante de Científicos de Viena era un honor que Ludovico esgrimía sin ton ni son.

Ya de pequeño se había sentido inclinado hacia los fenómenos naturales; que porqué las estrellas cambias, que porqué la tierra es redonda, que porqué las cosas caen en línea mas o menos recta hacia abajo, y no hacia arriba. Y es que Ludovico examinaba y comprendía (o creía comprender) los más elevados manifiestos de su época. La máquina a vapor no le guardaba misterios; la había entendido a la perfección y le ayudaba como fuerza hidráulica en cualquier empresa que pretendía realizar, además de la abultada billetera familiar. Su familia, por el otro lado, le dejaban hacer. Siendo un grupo de secos y esmirriados banqueros con una buena reputación, sabían que Ludovico era la vergüenza encarnada, pero todo el mundo era consciente de ello, inclusive sus colegas científicos. El hecho de que quisiera mirar hacia los soles y decir "soy inventor" difería mucho de llegar a contemplar algo como "soy un inventor útil".

Ludovico tenía el don de inventar, eso era innegable; tenía el don de poner el ojo donde nadie pensaba siquiera en crear artilugios para algo. Pero también tenía la bondad de la inutilidad, y sus invenciones, un poco payasescas, hacían que el Círculo Intinerante se burlase de él en demasía.

Un buen día de primavera, por ejemplo, pidió audiencia con los respetados caballeros del Círculo, y comenzó su declaración diciendo que nadie estaba a salvo de la muerte.

"En efecto, mis amigos" continuó Ludovico "Todos debemos morir o fallecer en alguna ocasión. Creo que es hora de empezar a comprender, en otros términos de nuestro mundo moderno, como deberíamos afrontar la muerte. Hoy por hoy, la muerte no es comprendida del todo bien, cuando debería ser entendida como la fecha de vencimiento que cada uno de nosotros tiene. Hoy día, nuestros bancos son gentiles con nosotros, y los prestamistas no nos corren con un hacha. Es más gentil cambiar la clasificación, dar prórrogas y llamar a los deudores 'incobrables' más que 'recién fallecidos'. Caballeros, es por esto que les presento La Prórroga de la Muerte!"

Obviamente las autoridades médicas se rieron, y a viva voz, de lo que decía Ludovico. Presentó una extraña máquina, similar a un ataúd donde, explicó, el que se acercaba a la fecha de vencimiento (todavía utilizando aquella terminología) se sentaba a narrar o a mirar adecuadamente, a hacer el balance de su vida y ver si su prórroga se podía extender. La máquina, fuera de funcionar, demostró ser un fracaso; Ludovico experimentó con ella delante de sus colegas, utilizando un perro moribundo como sujeto. Había un pequeño despacho de combustible que, Ludovico decía, debía ser la moneda de cambio para que la muerte entendiese con quién estaba tratando; el producto de la vida del individuo. Para ello, introdujo en el caso del perro flores arrancadas, unos cuantos soretes y comida para perro. Ello, explicó, era el verdadero producto del perro. Sin embargo, una vez iniciada la máquina, el perro murió como debía ser y todos se retiraron abochornados. En vano intentó Ludovico explicarles que era muy probable que el perro no pudiera hablar con la muerte, al ser un animal no sapiente, y muchísimo menos pudo dejarles caer la idea que esos elementos simbolizaban la felicidad, cosa que el perro producía sin cesar, y que quizás se hubiese equivocado en la simbología.

Lo rechazaron, le sellaron sus papeles y se marcharon como una tropa hacia el frente enemigo, y Ludovico quedó solo, con su máquina y su perro muerto.

Pero Ludovico no cesaba. No era un obseso ni un obstinado, y sin embargo no se dejaba defraudar tan fácilmente. Se llevó sus cosas y se encerró en su estudio, con la cabeza llena de nuevas ideas, a trabajar en diseños y planes. Se carteaba con grandes pensadores de su época, lo cual le demandaba más tiempo de lo que él creía, pero no por eso dejaba retroceder su trabajo. Al cabo de unos meses, se presentó de vuelta en el Círculo.

Esta vez, Ludovico llevaba consigo nada más que un bastón y una caja de madera vacía. Empezó pidiendo disculpas por su anterior presentación, pues su invento aún era un prototipo (jamás admitía estar equivocado) y era procaz mostrárselos aún. Sin embargo, decía, había estado trabajando en una teoría que no necesitaba de ningún medio físico para ser demostrada.

"Ninguno físico, pero si mental" declaró Ludovico, y las barbas se encresparon de molestia ante otro disparate por venir "He estado ahondando un poco en las teorías de nuestros antepasados, los geómetras, y me he dado cuenta de un hecho básico; el hombre no está hecho para vivir en las estructuras edilicias que tenemos hoy día. El hombre, como cualquier homínido, está hecho para vivir en el verde, entre sus hermanos animales; lo demuestra cualquier simioide captivo que no tarda en entablar amistad con lo que tiene más cerca, pues lo animal le es amigable..." (...) "Esto, mis queridos colegas, demuestra que debemos plantear, como comunidad científica moderna, un cambio de base en la arquitectura. Debemos plantear playas de recreamiento donde un hombre tenga unos pocos aposentos donde proteger su pudor y su integridad física, pero el resto ha de ser lo más magro posible, pues donde el hombre vive no debe haber nada artificial. Lo demostraré de la manera más simple que pueda"

Acto seguido, Ludovico caminó derecho hasta una pared y se fue de morros contra ella, ante la sorpresa general. Despeinado y un poco menos fastuoso, se levantó, ayudado por su bastón , y volvió hasta su caja de madera.

"En efecto, caballeros, acabamos de ver demostrada mi teoría. Mi cuerpo no sirve a espacios cerrados: la trayectoria que tenía planteada no necesitaba esa pared en el medio. Y antes de ponernos a pensar en que tan radical es mi pensamiento, pues sé que lo es, propongo la manera más sencilla de comenzar el cambio, que debería ser gradual; dónde nos sentamos. La gran mayoría de nosotros tiene un mobiliario fantástico e irreverente, cuando nuestro cuerpo está perfectamente planeado para yacer en cualquier lugar, por incómodo que sea. Caballeros, lo que propongo es introducir el cambio de a poco, empezando por sustituír nuestras sillas por simples cajas de madera como ésta" dijo, sentándose "donde podamos comenzar a planear, a la larga y en nuestra desendencia, la creación de las playas de las que hablaba antes"

Inútiles fueron las imprecaciones de Ludovico respecto a ello, y mucho menos sirvió como gesto de gentileza (que resultó más bien de incordio) donar tantas cajas de madera pulida al Círculo Intinerante como sillas había en la institución. Lo sacaron a empujones y le molestaron con imprecaciones absurdas, respecto a que estaba loco y que pretendía demoler lo que el concepto de civilización demostraba. Él y todas sus cajas fueron a dar a la calle, y terminó vendiéndolas como leña en un negocio local.

Los científicos se reían nerviosamente cuando Ludovico se fue. Ese hombre, con el que se podía sostener una charla totalmente coherente y elevada sobre teorías científicas contemporáneas y que comprendía a la perfección términos complejísimos que a muchos de ellos todavía les costaba aceptar, definitivamente era un excéntrico. Lo salvaba del encierro su abultada billetera y el hecho de que fuera totalmente inofensivo.

Pero, una vez más, Ludovico no se rindió. Presentó durante muchos años una serie de invenciones y de conceptos tan absurdos como él mismo. Poco a poco fue comprendiendo un hecho que, por ser tan básico, no había notado antes; que el hombre (y en especial el Círculo Intinerante de caballeros de Ciencia) no está preparado para cambios de fondo, ni mucho menos para la libertad que, él creía, retomaría algún día. Todo lo contrario; había nacido en una época en la cual el género humano estaba más definido por lo que censuraba que por lo que creaba. Y, viendose actor de la libertad en medio de un escenario de censura, estaba un poco perdido. Sabía esto y lo comprendía; se ha dicho que era absurdo, pero no que era estúpido.

Por eso mismo fue con un renovado orgullo, aquel invierno, a presentarles su último invento a sus colegas. Por aquel entonces, Ludovico ya usaba bastón y su pelo era cano, y era un personaje más de Viena, un ciudadano pintoresco y payasesco que a todos divertía sin cesar. Por eso mismo sus presentaciones se habían trocado más en espectáculos teatrales que en otra cosa.

Ludovico carraspeó antes de empezar a hablar, pues el smog de la ciudad lo había molestado en su camino hacia el Círculo.

"Caballeros" dijo, con toda pompa "Creo que no soy el único a quien el sol molesta en los momentos menos indicados. En efecto, el sol es nuestro más grande aliado y nuestro mayor enemigo; molesta las horas de insomnio, cuando debemos recuperar horas de sueño invertidas durante la noche; consume y corroe todo lo que construímos con lentitud inexorable y, sobre todo, nos consume a nosotros. Por ahora, es la base de toda la vida; sin él, no podríamos estr aquí de pie y respirando. Pero nuestro sistema es defectuoso; el proceso de oxidación mediante el cual obtenemos la energía para realizar cualquier acto es lo que nos hace envejecer y, como consecuencia, morir. En efecto es el sol el que nos da la vida y nos condena a muerte, las dos cosas al mismo tiempo. Con la fe puesta en saber que mentes más lúcidas que la mía y más brillantes que todas nuestras teorías juntas lograrán, algún día, cambiar al hombre para poder descubrir otro sistema de alimentación energética, es que he regresado a mostrarles mi último invento: El Matasoles!"

Entonces mostró un pequeño rociador cargado de un líquido en apariencia oscura.

"Esta sustancia, mis colegas, es un cóctel de metales pesados de mi propia invención, colocado simplemente dentro de un rociador como cualquiera hallarán en una casa de jardinería. Rociando la dirección en la que llega la luz del sol se ganan dos cosas: primero, los rayos del sol expanden las moléculas del gas, que bien podría servir como nube temporal para bloquearla en momentos en que nos moleste. Pero no se engañen; los metales pesados son inertes por naturaleza, y tienen una gran afinidad por nuestra atmósfera. Dando con esta clave y sabiendo que gran parte de nuestros gases naturales escapan de la atmósfera hacia el espacio, y que nuestro sol tiene una atracción tan grande como la de cualquier estrella promedio, he comprendido y diseñado este gas para que repela en gran parte la carga electromagnética del sol manteniéndose en una órbita estacionaria durante muchísimo tiempo. Lo que estoy diciendo, caballeros, es que de usar esta invención, fuera de sus fines prácticos inmediatos, estaríamos de a poco cegando el sol, hasta que una nube tan grande como la estrella misma de este cóctel de metales pesados le rodee por completo. Ahí pueden suceder dos cosas; la nube colapsa contra el sol y el sol, si mis cálculos no son errados, quedaría convertido en otro gigante de polvo y tormentas como es nuestro Júpiter, o permanece encerrado en perfecto equilibrio electromagnético-geocéntrico por la perpetuidad, hasta que alguien decida deshacerlo"

Los caballeros estaban mudos. Era la primera vez que veían algo posible en las manos de aquel viejo excéntrico.

"Estás diciendo que con esa cosa iríamos haciendo una nube alrededor del sol, poco a poco, hasta que no quede nada más que una gran esfera de gas hecha de metal?" preguntó uno de los más viejos y renombrados científicos.

"Exactamente, mi querido colega" dijo Ludovico, y adivinó el susto en esos ojos exageradamente enormes de sus colegas "Pero confío en que, para ese entonces, podamos contar con mentes inmensamente superiores a las nuestras, que puedan deshacer esto si así lo quieren"

"¡Insensato!" le gritó entonces un botánico "¡El sol es la base de toda la vida! Si tu defectuoso invento funcionara, aniquilarías el género humano"

"No necesariamente" dijo Ludovico, queriendo explicarse "¿Acaso podía arquímedes pensar en electricidad? ¿Podía Aristóteles pensar en geocentrismo? No, son conceptos que se les escapaban, como se nos escapan a nosotros ahora otros conceptos, pues no podían siquiera imaginarse el futuro. El futuro, mis amigos, es incierto, y el hombre ha demostrado a rajatable que la norma del progreso nos legisla a todos"

Esa noche Ludovico fue despojado a la fuerza y en contra de sus caballerosas protestas de todo aquel líquido nefasto que había preparado en sus laboratorios. La mitad del auditorio que le prestó atención (pues la otra mitad creía que eran desvaríos de un viejo loco) aprestó a las autoridades para que intervinieran y se llevaran aquella arma malévola que bien podría borrar de la faz de la tierra al hombre.

Obviamente, para Ludovico el desenlace fue un poco triste, pues la falta de esperanza que sus congéneres tenían en el futuro de la raza humana quedaba irónicamente plasmada a través de actuar en el presente. En cambio, él había propuesto un cambio negativo gradual, lo suficientemente lento como para que cualquier mente científica de algún siglo XXV o XXVII pudiera preverlo y hacerlo reversible.

"Es inútil" pensó Ludovico, resignado "No existe para estos hombres medida que los haga felices. Cuando se les propone la libertad, renuncian horrorizados, y cuando se les celebra la castración, se levantan en violencia. Definitivamente, al hombre como género le queda mucho por recorrer"

También, para colmo de obviedades, Ludovico Puentelenco siguió inventando hasta el día de su muerte. Pero esos otros inventos son otras historias.


El Clavo

Todo empieza por los pies. Los pies son las raíces, lo que nos ata al mundo, se lo habían enseñado de chica. Luego las raíces se hacen nudosas y fuertes, para sostener el ramaje; esas éran sus piernas, velludas al mínimo, fuertes como la mejor madera. Después, el tronco principal y las dos ramas gemelas, hermanas enamoradas que se movían como los arroyos y los ríos; los brazos, el pecho, sus pechos apenas abiertos en flor. Finalmente, coronándolo todo, la flor que era su cabeza, con sus cabellos cayendo en negrura interminable, en resplandor de grasa natural.

Del cuello partía una cadena. Y al final de la cadena, estaba el clavo.

Le costó mucho entender qué era un clavo. 

Le costó mucho entender porqué se iba, porqué la llevaban. Porqué habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo. Ella venía de un mundo lento, de una vida lenta, donde las cosas pasaban en gran sintonía con el mundo. El mundo (su mundo, el de todos) era, en realidad, una cosa vastísima y hermosa que todos los días redescubría. Ninguna primavera era igual a la otra. Ningún invierno mataba a la misma gente. Ni siquiera los jaguares mataban siempre de la misma manera, ni tampoco el sol se ponía siempre igual.

El tiempo era cíclico. Redondo. Hermoso.

El mundo era precioso, abierto, enormemente abierto.

No había en su mente más que las gentes que conocía. Quizás unos que otros de otros poblados, quizás unas cuantas miradas huidizas. Quizás el miedo a romper el tabú e ir a bañarse durante sus días de florecimiento carmesí. No lo sabía; no podía saberlo. No medía las cosas en palabras, sino con caricias. No mataba con la órden, con la mirada, con la sabiduría; mataba por necesidad. Mataba moliendo trigo en el mortero, mataba pescando, mataba cuando necesitaba hacerlo. Toda su gente lo hacía así; y por cada cosa que se arrancaba de la madre, dos eran devueltas. Se plantaba, se criaba, se abonaba. Era curioso; las Machis nunca le habían dicho que las personas también eran cosechables. Solamente se mataba a otra gente cuando la gente rompía el equilibrio; por eso su gente había peleado contra los otros, esos otros que habían venido de tan lejos, con tanta imponencia y con tanto calibre en sus gestos.

Esos hombres mataban con la mirada. Asesinaban con la sabiduría. Aniquilaban con la orden. Y ella pensó, tersa y suave como era, que en realidad era el balance natural de la vida; ellos serían cosechados para que dos más fueran plantadas. En su mente, no existía cabida para otra cosa.

Claro, los clavos tampoco tenían cabida en su mente.

Las herramientas eran eso; herramientas, instrumentos hechos por y para la gente, para ayudar, nunca para destruír. Por cada árbol que se talaba, se impartía lo que se necesitaba; y si las herramientas destruían, era para algo productivo.

Algo raro había en los otros. Ellos usaban el metal en abundancia. Parecía que venían de algún sitio sin demasiado árbol como para talar, o que habían tenido que trabajar con lo que tenían. En realidad, ella los miraba y los sentía, y sentía algo de piedad por ellos. Se veían cansados y molestos. Todo el tiempo imprecaban en voces cuyo significado se le escapaba; pero el tono de voz era lo mismo en todos los idiomas. Y esos hombres estaban molestos, cansados, enojados. Sentía lástima de que esos hombres tuviesen que moverse por esos círculos tan horribles que eran los del invierno, los del cansancio constante, los del trabajo sin frutos.

Porque si algo respiraban esos hombres era necesidad. Necesidad de tener, de poseer, de encontrar. Y su mundo y su gente parecía ser lo más próximo que tenían a eso.

Pasaba de vez en cuando entre su gente, también. Cuando se trabajaba demasiado en algo, o cuando se pasaba mucho tiempo cazando, o cuando una pelea sencilla se dilataba en el tiempo, pasaba eso. Se encontraban frente a la sed de la madre, al hambre del padre. Todo eso se les venía encima y había que saber manejarlo para no generar insidioso conflicto. El conficto generado porque sí plantaba caos; y del caos nacían las peores de las hierbas. Por eso siempre se trataba de apaciguar las fieras, de respetar a los mayores, de vivir en un mundo tan armonioso como fuera posible.

Obviamente, la existencia de los clavos decía otra cosa. Esos hombres hacía mucho tiempo, probablemente desde antes que nacieran, vivían inmersos en una enajenación total. Por eso ella no tuvo miedo ni tampoco rencor. Los supo hombres en cuanto los tuvo cerca. No existía Dios ni Padre del Monte que hubiese podido fabricar clavos; esa tenía que ser invención de alguien más, de un hombre enajenado, frustrado, hambriento.

Porque le costó entender para qué servían los clavos, pero lo entendió durante el viaje.

El largo viaje a través del anchuroso lago que parecía no terminarse nunca.

Un clavo era una herramienta sencilla, que servía para sujetar algo; pero a diferencia de una soga o una cadenilla, el clavo hería, probablemente permanentemente, a la superficie donde se fijaba lo que fuera que se fijaba.

Cuando la subieron sobre aquella otra cosa, que al principio ella creía un animal y la terminó entendiendo como una choza flotante (asombrosa, en realidad), la sentaron con el resto. Muchos de los que se llevaban eran viejos; otros tantos, belicosos y resistentes durante la captura. Ella era pequeña y se dejaba llevar sin problemas. Tenía un aire de solemnidad tal que los otros, los hombres frustrados, eran silenciosos con ellas. Como un roble sacado de alguno de sus pagos.

Le pusieron los grilletes y la cadena al cuello. Clavaron la cadena a la madera del barco, y le dolió mucho. Pensó que los clavos eran armas, en un principio. Cuando varios se aflojaron a unos cuantos días, comprendió que eran amarres; pero amarres muy crueles y dañinos, porque lastimaban a la madera (que no por dejar de ser árbol dejaba de ser digna de respeto) y dejaban huellas de su labor de fijar, de retener, de castrar la libertad.

Ella lo veía todo muy claro, y no enfermó como la gran mayoría de ellos. Solo aceptaba el alimento que les daban, respiraba el amplio aire salado.
Y esperaba.

Porque sabía que esos hombres frustrados se los llevaban porque su mundo, el mundo del otro lado del lago, los necesitaba. Porque sabía que, por estar encerrada dentro de un habitáculo pequeño de madera hinchada, el mundo no había dejado de ser cíclico.

Durante mucho tiempo había querido ir con las Machis al monte. Y aprender de ellas y hacer la comunión con el monte, unirse con la madre y poder estar sola y en paz. Ahí estaba sola, dentro de sí misma. Claro que extrañaba el mundo claro y amplio, lleno de colores, de sensaciones, de sentimientos. Pero tenía la paciencia de los jóvenes, solamente. 

El clavo la retenía, los retenía. Los otros, los hombres ofuscados, habían encontrado después de mucho tiempo algo para calmar su sed de paz. Por eso se los llevaban; y el ciclo se volvía a completar, porque ella estaba segura que, donde los habían sacado, nacerían o serían plantados dos por cada uno de ellos. Ella sabía que era trigo llevado al mortero, pero era feliz con aquella sensación.

Aquellos hombres parecían tristes, mortales, trágicos. Parecían no entender que el trigo en el mortero no muere, sino que se transforma en pan y después, en hombre, cuando éste lo come. Ellos creían que podían encadernarlos a ellos, los árboles, la gente de los árboles, y por eso le costaba entender al clavo. 

Le costaba entender porqué había que ponerle una cadena a un árbol
Como si hubiera cadena que pudiera sujetar el crecimiento de un árbol. 
Ante el obstáculo, el árbol buscaba siempre el sol y seguía creciendo.
Torcido, pero seguía creciendo.

Por eso recordaba lo que las Machis le habían dicho. Empezar por los pies y sentirse árbol. Saberse trigo llevado al mortero.

El viaje duraba mucho, pero era mejor para ella. Los idiomas eran ajenos, y a veces se dirigían a ella; pero ella era un árbol. Los árboles miran fijamente y no hablan.

Solamente hacia el final del viaje, cuando llegaron al otro lado del gran lago, confirmó sus sospechas. Ese mundo, tan falto en árboles, los necesitaba. Ellos iban a sanar un mundo que se había olvidado de los árboles. Y cuando ellos hubiesen sanado ese mundo no harían más falta los clavos, ni la violencia, ni la sed innecesaria.

No, ella sabía, con todo su cuerpo, que podía sanar ese mundo. Ser una sola semilla de trigo en el mortero valía la pena.
Valía la pena ser pan, valía la pena volver a ser hombre.
Todo con tal de que cosas como los clavos y las cadenas no fueran utilizados de vuelta.

Antes que se la llevaran pudo mirar a uno de esos hombres tristes, como árboles quemados. Le habló en su lengua, pero supo que el hombre le entendía. Le habló con los ojos, en su lengua, pero sin sonidos. Quería preguntarle porqué su gente había olvidado los árboles. Porqué no dejaban que sus pies sintieran la tierra. Porqué no bebían directamente del arroyo. Porqué habían inventado los clavos.

El hombre no contestó. Y cada clavo que ella vio durante el viaje, sintiendo como penetraba la madera (la penetraba a ella) y se clavaba, dejando la profunda huella imborrable de su paso (marcándola a ella), cada cabeza de cada clavo se reflejó en los ojos de ese hombre.

Pero ella estaba feliz. Después de todo, había que alimentar a esos hombres. Y no había manera de hacer pan sin moler harina primero.

viernes, 13 de julio de 2012

El Hombre Invisible

El Lugar era bastante particular, especialmente porque se trataba de arquitectura rescatada de la demolición por un programa del gobierno respecto a sanatorios mentales; algunos hacían conjeturas de que si podían rescatar un edificio histórico de la sed de departamentos de las inmobiliarias, no les costaría mucho rescatar las mentes de sus queridos contribuyentes venidos a menos. Sea como sea, el viejo Sanatorio Neuropsiquiátrico Santa Helena se elevaba como una prisión, como un geriátrico, como un nicho que palidecía a la hora de la siesta, y acogía a la gente que no tenía dónde caer. Rescatábanse personas de toda índole y edades, sin discriminaciones, y su higiene descuidada y su olor a limpiador de pisos barato era un recordatorio total de que estaba pisando un edificio público.

El doctor Lensher, de quien hablaré más tarde quizás, me contó la curiosa historia de Mariano Fernández, uno de los internos con un conjunto de patologías dominadas y orquestadas por la obsesión, cuando estaba trabajando haciendo un artículo respecto a esas instituciones, años antes de que saliera la ley en contra de los manicomios. Aquí la transcribiré lo mejor que la recuerde.

Mariano Fernández había leído mucho de chico, hijo de un ferretero y una docente de nivel inicial durante la era dorada del Peronismo. Fue uno de los tantos chicos mimados de esa época, y terminó aplicándose durante la dictadura más a sus estudios que a otra cosa para evitar ser pasado por los hierros. De todas maneras, el mundo exterior o la Argentina histórica que le tocó vivir poco hicieron de él más que unos cuantos usos y otras tantas costumbres. Mariano era un verdadero fanático de los magazines, de las revistas de historias, de la ciencia ficción. Pasaba horas leyendo en la bilbioteca de barrio ediciones baratas y venidas a menos de los grandes; Verne y Wells eran sus dos tíos a los que jamás había visto pero con los que hablaba todo el tiempo.

Mariano creía que la Ciencia Ficción era un espejo en el que se reflejaba el futuro; quizá con alguna que otra distorsión, pero el futuro al fin y al cabo. Cuando vio el alunizaje del hombre por cadena nacional, tuvo la confirmación de que todo era real, que era un atisbo del futuro y que debía acatarlo lo mejor que pudiera. Así, el ya no tan pequeño Mariano Fernández se avocó al campo que más le fascinaba de todas las ideas que había leído y seguia leyendo; la invisibilidad. El relato del hombre invisible le carcomía las ideas y los días, y no podía ceder ante el pensamiento de que era una imposibilidad; en su mente, era totalmente real, y podría descubrirse el fundamento de ese principio que Wells solamente había esbozado en papel en cualquier momento, cuando la técnica y unas cuantas mentes sagaces la terminaran de descubrir.

Los psiquiatras fundamentaron su obsesión con el concepto de la invisibilidad gracias a su configuración corporal; Fernández era gordo y chueco, además de ser bastante feo de cara, y todo índice de relación social decantaba en el fracaso. Su obsesión por los libros lo hicieron todavía más aislacionista todavía, transformándose en un índice de burla y desazón de todos los congéneres y contemplativos que lo miraran. La invisibilidad era, según explicaban los doctos en medicina de la mente, la liberación de toda burla, la verdadera libertad en un mundo que lo condenaba al ridículo por como era y cómo pensaba.

Mariano, por su parte, se avocó al estudio de la óptica y la física, investigando paralelamente si habían existido algunos avances respecto a su obsesión; comenzó una larga cadena de cartas con círculos científicos que, a la larga, terminaron excluyéndolo por su insistencia y la molestia en su tezón de una investigación que tildaron de 'fantástica' y 'quimérica'. Contactó a un círculo de intelectuales, con sede en París, que creían en que la invisiblidad era un a posibilidad plausible; por ese entonces, Mariano Fernández tenía unos treinta años, trabajaba como Profesor y Optometrista y no cesaba de investigar y eculubrar teorías posibles que descartaba con la velocidad de un rayo. Durante el invierno de 1981 logró instalarse un pequeño laboratorio donde experimentar sin ser interrumpido ni ridiculizado por sus compañeros, o excluído, en todo caso; todos eran conscientes de su obsesión (al menos las personas con las que más tenía contacto) y no les gustaba su carácter intrínseco.

Durante el verano de 1983, tras un buen tiempo de ahorro, Fernández pudo viajar hasta París para encontrarse con aquellas personas a las que solo había conocido por carta, que se mostraban con teorías o principios un poco esquivos; tras un par de días de estadía decidió regresar, ya que el Círculo era apenas un conjunto de pomposos profesores, amantes de la ciencia ficción, que buscaban hipótesis pseudo-científicos para poder escribir un best-seller y dejar de trabajar durante unos cuantos años. Defraudado y nuevamente rechazado por su personalidad y su aspecto, Fernández entró en una depresión crónica que le llevaba, en forma de embudo, hacia un camino del que no podía volver.

Los psiquiatras se referían en este punto a que una obsesión estúpida como esa podría haber sido prevenida y anticipada, si no fuera porque Mariano se aislaba tanto y rehuía el rechazo, en vez de confrontar el conflicto; buscaba crearse una salida alternativa en vez de proseguir por el camino deseado.

Fernández tenía un diario, que llevaba día a día, al que pude echarle unas miradas. Lo comenzó en el otoño de 1979, cuando se recibió, y uno puede notar en las páginas como su estilo se pone más frenético, empezando cada vez más alentado y contento, pero debilitado con cada fracaso. La invisibilidad era un sueño que no podía alcanzar, y eso lo estaba volviendo loco.
Algunos de sus pasajes eran completamente crípticos, o quizás no tan crípticos, más si emocionales. Copiaré uno a ejemplo, del año 1984, tras su regreso de París:

"Mi cuerpo es la causa de todo aquello que siempre he recibido. Si hubiese nacido alto, rubio, de ojos claros y con una hermosa voz, todo sería diferente; de seguro me hubiese obsesionado con los viajes espaciales o temporales, o alguna otra realidad inacabada todavía. Pero no; debí nacer argentino, achaparrado, gordo y feo; una rata de biblioteca que no sirve para otra cosa más que para decirle a la gente que tan equivocados estaban en los exámenes y que tan ciegos están. No importa; sé que la invisibilidad es posible, sé que algún día seré invisible y la gente no podrá rechazarme, porque no habrá nada qué rechazar"

La obsesión de Fernández alcanzó un punto cúlmine en 1986, tras la muerte de su madre, único pariente que le quedaba vivo. En sus diarios se leen notas espaciadas y frenéticas donde reza "he descubierto el secreto de la invisibilidad, pero tiene un elevado costo" , o "Nunca pensé que el fruto de toda una vida de carrera científica devendría en semejante hallazgo". Sus ex-alumnos lo recuerdan más desordenado y desgradable por esos días , y ya no atendía en el consultorio oftalmológico.


Finalmente, su quimera personal terminó comiéndoselo vivo, psiquiátricamente hablando. Yo me había preguntado, o en realidad, había comenzado a preguntarle al doctor Lensher de su caso en particular pues era el único que parecía feliz en aquel lugar, aún a pesar de avanzar a tientas. El Doctor, con una sonrisa cansada, tras relatarme la historia que acabo de transcribir, ironizó "en cierta manera, alcanzó la invisibilidad. Fernández se fulminó la vista con algún cóctel químico que no hemos logrado descifrar del todo, dejándolo en un estado de ceguera irreversible."


Hoy día, con el Sanatorio Santa Helena desmantelado, no sé qué habrá sido de la vida de Mariano Fernández, ya un poco viejo cuando le conocí yo. Sus últimas notas en su diario rezan de decisión, de valentía; y se comprende, pues Mariano había descubierto que el alto precio de la invisiblidad era dejar de ver; y sin nadie que le mirara o le dijera nada feo, él también sería invisible.

jueves, 5 de julio de 2012

Elementos Demorados

""Soy tan feliz", dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. "No lo digas", murmura Roland, "uno siempre piensa que es una amabilidad". "¿No me crees?", ríe Sonia. "Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos". Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac."


Todos los Fuegos, el Fuego - Julio Cortázar




Hasta el día de hoy nos sobreviven con incontables piruetas elementos que no terminan de irse, o que pertenecen por su naturaleza endémica y palpable a un mundo que es y no es el nuestro; es cierto que gran parte de la cultura humana, en simbología, rituales y aspectos, está orientada hacia la reivindicación del pasado en sus diversas formas; la preeminancia y la preexistencia de un mundo, una tierra y unos seres humanos más o menos parecidos a nosotros es un concepto que devoramos sin entender muy bien, y nunca terminamos de abrazarlo porque no terminamos de entenderlo de todo. Sin embargo, existen fuerzas o relaciones de sentidos más viejas que el hombre mismo, solo porque el hombre así lo ha querido.

Cuidado, lectores, no voy a adentrarme entre los adoquines que representa el pretérito para los empíricos, pues es un debate del que pocas guindas pueden salir; sí voy a hablar, creería que con cierta belleza, de aquellos aspectos o elementos primigenios que nos han sobrevivido y nos sobrevivirán, muy probablemente.

Hace unos años investigaba y leía cosas respecto a la Danse Macabre, de la cual puedo sacar otra frase un poco más alegórica; Quod fuimus, estis; quod sumus, vos eritis , que en latín significa 'Lo que Fuimos, eres (o son); lo que somos, serás (o serán)', en un silogismo incompleto que encierra la brillantez de la inmortalidad; darle labia a un muerto siempre renueva el carácter vital del ser humano, pues adjudicarle una propiedad inequívocamente viva a un cráneo estático nos habla de el deseo encerrado hacia la eternidad y la posteridad, sí, pero también del deseo de conversar con ese pasado, ese misterioso y a veces críptico pasado que nos narran voces, padres, amigos, hermanos, libros y testigos. En síntesis, todos son sinónimos perfectamente intercambiables; el pasado es inexorable porque todas estas fuentes de información son fidedignas a medias, y en ese a medias que los enciclopedistas combaten sin ton ni son se encuentra la parte relativamente metafísica, mística, misteriosa o, en simpleza, bella del pasado.

Es muy sencillo, encerrado en este precepto; el desconocimiento de algo solo lo hace más bello, pues cada persona completa en su mente lo que no le fue dado, casi siempre tendiendo a una perfección y completitud inhumanas. Es por eso que cosas como los estudios científicos inacabados o las obras perdidas de un determinado autor nos embelesan; creemos en la perfección precisamente por el hecho de que es indemostrable. Y la falta de pruebas solo hace que la posibilidad de perfección sea cada vez más posible.

Volviendo al tema: elementos primordiales o primigenios que nos eluden y sin embargo siguen estando ahí. La cita de Cortázar no es casual, pues hay dos elementos que nos acompañan desde las primeras épocas del hombre; la chispa y el fuego. La chispa, por su capacidad efímera de cortar el aire y emitir una luz cortísima, apenas perceptible, que se hace flash en un entorno lo suficientemente oscuro, tiene encerrada dentro la esencia misma de la vida; todo es efímero, todo pasa, ilumina y, si puede, enciende algo. El fuego, por el otro lado, es el símbolo perfecto para varios esquemas lógicos basados en la mutación, pues, ¿qué otro elemento cambia y se modifica continuamente, y está dado por el mismo cambio, sin perder su identidad? El calor en días de frío que devuelve el compañerismo de las venas y las aúna, de a poco.

También el acto casi instintivo de aunarse con otros seres humanos, recogiéndonos y replegándonos, buscando el apoyo incondicional cuando surge alguna situación que nos asusta, o nos molesta, o nos mueve dentro o fuera de nuestro propio esquema rutinario normal. También el hecho de sentir alegría ante el olor a madera, el olor a polvo, entre muchos otros aromas. Las experiencias sensoriales pueden llegar a ser los elementos primigenios más antiguos de todos, sin que lo sepamos; reminiscencias del pasado se acercan y nos toman de la nuca en el momento menos indicado. 

Otros, que son momentos, son los momentos previos e inmediatamente posteriores al sueño, por no hablar del acto sexual. Nada trae más reminiscencias que esto; las sensaciones corporales, anonadadas en una y exacerbadas en otra; la carga hormonal y mental, además de toda esa pequeña conjunción que conlleva tener un lugar específicamente protegido del mundo y de nosotros mismos para llevar a cabo ambos actos.

Igualmente, de todos los elementos (inanimados, al fin y al cabo) de ese mundo anterior y a veces casi antediluviano que nos acompaña, creo que no existe ninguna otra referencia más física y visible que los gatos. Los gatos merecen un artículo aparte, esto es obvio, pues son de un carácter profundo que pocas veces interesa analizar; pero ellos son el súmmum de nuestra propia manera de contar caminos, experiencias y recodos. Cada gato parece tener grabado a fuego en cada cromosoma la manera en que eran sus antepasados, y parecen haberse quedado atascados en una época en la que cuestiones más sencillas y menos complejas ocurrían. Tienen una conexión directa al silencio, a los lugares lúgubres o tranquilos, al arte de la sutileza, a su direccionamiento crónico de cazadores natos. Un gato tiene un universo mudo encerrado en esa mirada; la mirada que te mira a vos para que vos te mires a vos mismo en esos ojos tan antiguos, tan viejos. Gatos, miles de gatos se ven en esos ojos. Momentos y espacios oníricos, sombras y posibilidades, además de darles atribuciones a fantasmas que a veces no saben cómo enfrentarse a la frialdad de las redes sociales.

Si, definitivamente los gatos son la manera más viva en que el pasado nos encuentra. Gatos que vemos en sueños, en pesadillas, en la calle o en planes proyectados a futuros; es como si el tiempo no tocara al gato, lo dejara igual y perenne, y es como si el gato ya hubiera alcanzado el punto máximo en esa ridícula escala que el hombre llama progreso. El gato vive una existencia plena y tranquila, en su propio cosmos, su microcosmos de silencio y noche. Y sin embargo, está en pasado, presente y futuro al mismo tiempo. Y si bien es posible que el perro, por ejemplo, o cualquier otro de los elementos anteriormente mencionados, se modifiquen con el correr del tiempo, el gato permanecerá de la manera que es y siempre ha sido. Un gato, dos gatos, un millón de gatos, todos iguales, existiendo y coexistiendo en un mismo tiempo, pero en infinidad de lugares.

Les son atrbuídas tantas propiedades, tantos mitos y tantas vigilias que yo solamente quiero darles un blasón más para blandir; los gatos son guardianes letales de la Nicotina. No de la Nicotina, sino de que el hombre no acceda a ella. Cuidan solamente a las cosas que les interesan (y pocos son los hombres que les interesan), así que no se engañen si un gato les deja atrapar a la Nicotina rápidamente; muy probablemente fuera porque no les dispensa ningún buen deseo.

Les dejo con sus gatos, mis gatos (reformularía; todos los gatos el gato), y lejos, bien lejos de la Nicotina. No debería existir, como tantos otros fracasos genealógicos.