sábado, 28 de julio de 2012

El Paraguas del Señor Ternel

En los últimos días del Señor Ternel era yo quien lo acompañaba, por eso creo ser la única persona lo suficientemente instruída como para contar un poco respecto de él. Durante los últimos momentos de vida, uno suele inclinarse a las cosas que realmente le importan; lo sé, he cuidado enfermos terminales prácticamente toda mi vida, desde que acompañaba a mi madre en esa misma tarea que ningún otro parece saber afrontar. Sin embargo, a diferencia de mi madre yo he resultado mucho más insensible, pues donde ella ponía sus lágrimas en un pañuelo yo pido el dinero por mi trabajo a los familiares y me retiro. Respetuosa pero insistentemente, suelo ser tildado como 'un hombre silencioso de confianza'.

Cuidar enfermos es una tarea agobiadora. El tiempo pasa más lento cuando uno está enfermo, eso es sabido; las enfermedades dilatan los momentos del día con agónicos espasmos, y el amanecer, el atardecer, las estaciones, los meses y las facturas de la luz vencidas dejan de tener sentido para la persona que solo está esperando que la tormenta biológica dentro de su cuerpo pase para volver a salir al sol. Obviamente, los enfermos son como barcos que se hunden; atraen todo a su alrededor a un mismo nivel de acotaciones, de sensaciones, de censuras. Solamente ellos saben realmente qué sucede, pero el resto está expectante a su cadáver incipiente. Inútil es intentar pasar el tiempo mirando televisión o escuchando radio, ni siquiera los programas más entretenidos apuran el paso del reloj que, monotemático y curvilíneo, solamente espera marcar el último segundo definitivo. Durante esos momentos he sabido cultivar la escritura como una manera productiva de ver pasar las horas, y tengo mis papelotes y carpetas llenos de poemas y cuentos que algún día lograré publicar, si los tiempos me favorecen.

Diferentes a los enfermos comunes son los terminales. La palabra terminal debe ser una de las peores de todo nuestro vocabulario, aclaro, o por lo menos dentro de la jerga médica; varias veces he visto internos y enfermeros vacilar, como si la palabra fuese un gato grande que se ha escapado, como si el solo mencionarla corporizara una parca instantánea. Pero actúa de manera terrible sobre el ser humano; cuando una persona se sabe en ese estado, cuando la te, la eme y la ele de terminal terminan de pronunciarse, opera en ellos un cambio infinitamente diferente al del resto de las reacciones de la vida. Es como si realmente se sacaran un peso de encima, como si toda una vida de vestir la misma piel los hubiese cansado y pueden dedicarse, por fin, a pasar unos momentos al reverendo pedo de manera libertaria. Obviamente, la libertad es mental; el enfermo terminal generalmente queda recluído cada vez más, hasta confinarse hasta lo que su cuerpo le termina permitiendo. Es por eso que son un poco densos, y a la vez un poco hermosos; tienen la belleza de los ceibos, que dan buena sombra y hermosas flores pero no se mueven de su lugar.

El Señor Ternel, por el otro lado, era de esos enfermos terminales que son difíciles de tratar pues son atosigados por la demencia senil que acompaña gran número de veces a la ancianidad. Desde hacía años había perdido la noción de su realidad como un todo, y parecía tocar temas como quien toca las piezas de un móvil o un collage, una a una, saltando de una a otra sin aparente relación. Además, veía cosas que aparentemente lo asustaban o lo excitaban terriblemente. Ternel había sido relojero y, como corresponde, su hogar estaba lleno de relojes. Pero como esa profesión acarrea el vicio del coleccionista, Ternel había coleccionado a lo largo de su vida innumerables objetos de larga data y vasto registro, de todos los géneros coleccionables que se imaginasen. Tenía colecciones de cuchillos, de cadenas, de yo-yos y hasta de computadoras. Su hogar era un palacete que más se asemejaba a un museo que a otra cosa; ahora, venido a menos y con la muerte chistándole por sobre el hombro, su hogr se me antojaba muy similar a una tumba del antiguo valle de los reyes, y casi esperaba que el día que muriese tapiaran todas las ventanas y las grandes puertas para dejarme encerrado dentro, siendo yo el último esclavo que proseguía al lado del moribundo faraón.

Ternel tenía un cáncer inoperable en algún órgano interno, pero sus familiares, dos hijos de aspecto servil, me habían descrito la dolencia como 'un parásito que lo consumía de a poco', y que solo había que esperar a que el viejo palmara para poder proseguir con la vida. Una de las lecciones más valiosas que les había enseñado su padre, cuando chicos, era que el tiempo jamás se detiene; y así me contrataron para seguir corriendo al lado de los segunderos y los minuteros, dejándome a cargo del palacete y del viejo de aspecto faraónico para el que, irónicamente, el tiempo había dejado de ser importante.

La casa era amplia y cómoda en funcionalidades, y Ternel pasaba casi todo el día leyendo en un amplio sillón, o con la mirada fija, como los gatos, en puntos vacíos del hogar, a la luz del sol. El resto de su existencia iba entre el baño y la cama, un amplio lecho de mórbida iluminación que me pareció, en un principio, el mejor lugar para que aquel simpático señor de calva prominente y barba dejada a menos pasara sus últimos momentos.

Tras unas cuantas semanas Ternel, que al principio parecía insondable, comenzó a dejarse acceder en breves simposios verbales. Me llamaba con nombres que se me antojaban de esclavo egipcio (vivía con él y me movía tratando de no incomodarlo) que jamás se parecían ni remotamente al mío, hasta que comenzó a llamarme Salamanquero, un nombre-apodo que jamás pude sonsacar qué relación tenía conmigo. La mente demente hace asociaciones simpáticas que jamás comprenderemos.

Comenzó narrandome grandes espacios de su vida, lo cual es totalmente normal y algo a lo que en ese entonces estaba acostumbrado. Como un General retirado, el moribundo rememora sus grandes victorias, sus épicas batallas, sus enemigos de siempre y las amargas derrotas, siendo siempre la inevitable aquella contra la muerte. Sin embargo Ternel era críptico (algo a lo que no le prestaba mucha atención), y alternaba anécdotas de la más sutil cotidianeidad con espacios de amplias descripciones de sus colecciones. Toda colección tenía un fundamento y estaba completa a su modo; todas las sábanas turcas que habían entrado por el puerto de Rosario en el año 1957, todos los cucús que había fabricado en enero de 1965 y, obviamente, su hermosísima colección de perfumes orientales, todos de un conocido mercader que vivía en Palermo.

Ternel veía cosas y hablaba con cosas que no estaban ahí, he dicho, lo cual no me alteraba en lo más mínimo y de hecho me fascinaba; la mente fracturada de un loco es algo que siempre me ha atraído. Por eso, cuando le hablaba a personajes que no estaban ahí, jugaba conmigo mismo a tratar de describir a ese amigo invisible, siempre distinto o siempre el mismo. Y cuando me narraba de las cosas que veía le prestaba atención, trazando posibles patrones de reconocimiento entre ellos. Había una aparición que lo sumía en la más lúgubre de las seriedades; la de una mosca gigantesca, del tamaño de un microondas, que hacía, según él, un ruido molestísimo cuando volaba, y volaba sutil y delicadamente, a los tumbos, por las paredes, el techo y los pisos de la casa, casi como un escuerzo más que como una mosca. Ternel hablaba de ella como 'La Mosca', como quien habla de algo evidente y de amplia aceptación en el mundo. Siempre aludía a que el día de la Mosca estaba próximo, y que no le tenía miedo, pero sí le molestaba que rondara tanto su casa con tanta antelación.

De todas las colecciones que Ternel tenía, de las que siempre hablaba con una melancolía dulce, había una que le molestaba e inclusive le irritaba; la de paraguas. Ternel había adquirido en una casa de Caballeros Ingleses, en pleno Londres durante un viaje, toda una colección de paraguas.

'Bueno, no toda' confesaba, molestísimo 'Hubo un paraguas que no me dijeron que tenían. Siempre intuí que los ingleses se burlaban de nosotros, pero ellos se rieron en mi cara; asegurandome con su prestigio de que era toda una colección de lo más fina, me vendieron todo el embarque sin titubear, sin decirme que había uno que jamás pude encontrar. Lo noté aquí, cuando los revisaba; el número de serie de la fábrica no mentía, y los cincuenta paraguas tenían que tener un hermano perdido en algún lado. Telefonee a la compañía y me dijeron que no era un error, que ellos me habían vendido todo el embarque y que posiblemente se tratara de un error de fábrica o un paraguas defectuoso que habrían reemplazado. Los demandé e inclusive ofrecí durante mucho tiempo bastante dinero para recuperarlo; pero jamás lo pude encontrar, y ese bendito paraguas se transformó en el punto suelto de mi colección, un falla que jamás pude reparar. Obviamente, los ingleses me estafaron; no todos los días cae un sudamericano loco pidiendo todo un embarque de paraguas para él solo. Era mucha plata junta', me narraba en las tardes.

Yo había visto la colección, en uno de los salones que tenía la casa; sobre una sobria estructura de cedro pulido, cincuenta paraguas negros, al mejor estilo inglés, que jamás habían sido usados. Y yo limpiaba la colosal casa siempre respetando las colecciones, pero imaginaba a aquel paraguas volando de manera siniestra sobre el lecho del moribundo, burlonamente. De hecho, varias veces le veía arrojar manotazos sobre sí mismo, mientras dormía.

La semana antes de morir, Ternel se despertó con un grito. Yo estaba terminando de lavar los platos cuando el grito del viejo sacudió toda la pirámide; era un grito de enojo, de frustración. Me apresuré a ayudarle, a preguntarle si necesitaba algo. Con los ojos totalmente lúcidos me dijo que había tenido un sueño en el cual la muerte le había revelado cómo derrotar a la mosca, y era con ese paraguas que había perdido.

'Es totalmente lógico' me decía, preso de un súbito frenesí 'No sé cómo no lo he visto antes. Siempre coleccioné cosas frívolamente, con algo de contento dentro mío por poseer tantas cosas. Pero en realidad soy un hombre sencillo; todas estas cosas no me sirven para nada, siempre lo supe. En realidad estaba buscando desesperadamente un arma contra la mosca. Era ese paraguas, y ahora lo he perdido'

Acto seguido, se sumió en un llanto profundo, como de chico, sumido en la más profunda desesperación. No hice nada para contenerlo; el desahogo viene mejor temprano que tarde.

Esa semana pasó sin demasiadas novedades, igual a cualquier otra dentro del gran mausoleo asquerosamente pulcro y lujoso del Señor Ternel. Solo noté en algunos momentos que se movía más que de costumbre, inquieto, como los perros antes de una gran tormenta eléctrica. La noche en que murió llovió largamente, y pasó sus últimos momentos con una disciplina casi marcial, cerca de sus sueños y su gigantesco lecho.

Hasta el día de hoy no puedo explicarme bien esa noche. Juzgo menester explicarme influenciado por el aspecto de mausoleo, mis escritos y la mente delirante del Señor Ternel el carácter que le dí a los hechos durante aquella funesta tormenta. Sentí que me llamaba como siempre, con el apodo de Salamanquero, a las tres de la mañana. Me aproximé a su habitación, donde ya reinaba un aire cargado de excitación; la casa entera estaba sumida en penumbras y cuando me asomé, en el vilo de la puerta para preguntarle que deseaba, se me antojó que una gran sombra flotaba sobre él, con los ojos como candelas, mirándome mientras él dormía inquieto. Un relámpago deshizo la ilusión óptica enseguida y, sacudiéndome por la luz y el susto propio, me acerqué. Ternel sudaba un poco, como hacen las personas en gran tensión. Tenía los ojos cerrados con esfuerzo.

Le pregunté si necesitaba algo y abrió los ojos, entrecerrándolos como un gran gato. Ahora más que nunca parecía un gato.

-La Mosca, Salamanquero- me dijo con un furor contenido en la tensión de la voz, dejándose amainar por la lluvia en los cristales del ventanal y la reverberancia del trueno en todo el mausoleo -La Mosca. La Mosca está cerca, casi tan cerca que la puedo saborear. Hace dos días que me mira fijamente, y sé que en cualquier momento entrará por esa puerta y yo estaré indefenso, desarmado. Será una derrota, Salamanquero. No puedo terminar mi vida con una derrota.-

Lo tranquilicé, le dí un sedante y me volví a dormir tras asegurarme que se había serenado un poco. Allí quedo Ternel mientras aguardaba, tenso, como un viejo gato que todavía puede dar pelea.

A la mañana siguiente, casi como si lo esperara, el faraón estaba muerto. Había fallecido en algún momento de la noche, y solo me restaba cumplir con mi trabajo notificando a los familiares y procurando que no me sepultaran con él. Pero los hijos de Ternel pagaron sus buenos pesos y me despidieron con una palmada en la espalda; casi me molestó el gesto despreocupado, y eso que no tuve la menor nostalgia de abandonar esa casa que había transitado durante dos meses.

Dos elementos me molestaron esa noche, pues no lo pude dilucidar ni puedo creer que haya sucedido más que en sueños o en impresiones sugestionadas por la presencia de la tormenta y la proyección de la demencia de Ternel. Cuando uno convive en onanista presencia de un enfermo mental, los límites de la mente tienden, si bien no a romperse, doblarse ligeramente.

Ya he dicho que la casa toda estaba bajo asedio de una tempestad eléctrica, y no podía distinguirse más que el ruido del viento en los tejados, la lluvia apedreando con gotas gordas y sin cicatrices los ventanales y los ratos que surcaban la noche, centellas peligrosas que no paraban jamás. Era imposible oír prácticamente nada en la inmensidad de la casa, y por eso tiendo a desmentir el hecho de que oí, a los tumbos, como si un cuerpo pesado marchara por el comedor, el cuarto de baño y el cuarto de Ternel (que estaba pegado al mío), ni tampoco el zumbido de algún insecto de gran tamaño cerca de mis oídos. Es absurdo, e incluso insulso, pero casi quedé convencido de que había un gato esa noche en la casa que, tímido y temeroso, buscó el refugio de la inmensa cama de Ternel como parapente de la tormenta que rugía fuera.

El otro hecho fue algo con que descubrí al faraón fallecido a la mañana. Como dije también, todo en él y en la casa recordaba a una tumba megalítica, con gran pompa y lista para ser sellada en cuanto Ternel falleciera. También he de mencionar, ahora, que murió con una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro plácido, barbudo y desordenado; y que, por inverosímil que parezca, fue encontrado en su mano, apretado por un rigor mortis de granito, un paraguas negro, de estilo inglés, que no coincidía con ninguno de los cincuenta de la colección que el viejo tenía.

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