viernes, 20 de septiembre de 2013

Nos tomamos el palo a wordpress



Muchachos, después de casi cinco años rompiendo los huevos por la blogósfera oficial, nos trasladamos al lado más customizable de la cuestión. Nos pueden hallar en http://tinterodenicotina.wordpress.com/ . Este blog y el resto va a quedar en pie durante un buen tiempo,cuando se haya terminado la migración como corresponde.

Sepan disculpar las molestias ocasionadas,

Negro

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Libre consumo / Yo lo hago porque todos lo hacen

Paseando por vitrinas de varias librerías me topé con lo que esperaba; la esfera consumista había reducido grandes rasgos y ejercía su ventriloquía a través de títulos que resonaban efímeros; libros producidos a nivel industrial, en una masa crítica abismal, aparecían sin realmente decir mucho. Gran parte del escaparate estaba ocupado por titulares con un contenido politizado no alarmante, pero sí preocupante; producto de la polaridad adversa en la que vivimos, pude observar varios títulos con palabras como Cámpora, década, kirchnerismo, historia, oculta, dictadura, represión, que se vayan todos. También convivían parodias; la Argentina Zombie de Saracino, por ejemplo, producto ambivalente del oportunismo industrial. Condimentaban como siempre los paralelos del foco principal de atención los fascículos de cocina, jardinería o feng shui, una novela anunciada con demasiada pompa para lo que realmente es (como la última de J.K. Rowling, por ejemplo) y un breve devaneo por lo que se conoce como "literatura para adolescentes" (y realmente me dio asco leer los títulos o ver las portadas); dramas adolescentes enmascarados en vampiros de botox, brujas con almidón y un poquito de histeriqueo con un título que lamento no haber anotado, pero que rezaba algo como "Ella te mirará si te transformas", o algo así (y obviamente en la tapa había un licántropo afeitado y acicalado mirando una chica sumamente atractiva, nada de hiperrealismo ni mucho menos de romper el estereotipo). Como frutilla del postre, el fenómeno fanfiquero en que se transformó 50 Sombras de Grey (libro que no he leído pero que parece estar sobrevalorado) y unos seis o siete títulos orbitándole alrededor surgidos, una vez más, de haberles endulzado el pico al nicho consumidor; "Atame y verás", "Violencia sutil", "Menesteres de un adicto al pelo" y cosas así.

Estos títulos que les traigo aquí, satirizados en su mayoría, me sumieron en un inevitable orgullo de hacer, escribir y producir autónomamente lo que estoy haciendo ahora, además de volver a quedar estupefacto con el concepto de estereotipo, el lector pre-armado y la masa como langosta que consume. "Cuando los diarios del pueblo no dicen la verdad, las paredes hablan", reza el proverbio, que encuentro muy cierto en tanto y en cuanto no me resulta idiota ver, leer y decodificar las pintadas que adornan la ciudad. Hay mucha más honestidad, mucho más arte y, lo más importante, mucha más autenticidad en la pintada que grita "CHAU ROJO, TRAE ALFAJORES" que en cualquiera de estos libros inmundos que ejercen el poder masificante y hacen a la pérdida de la integridad o a un juicio interno relativamente parejo.

No voy a hablar del arte urbano de mi ciudad; ya tiene sus biógrafos y sus actores y lo hace muy bien. Tampoco voy a hablar en contra de la industrialización de la literatura; mis libros ya lo hacen por el simple hecho de existir. Sí voy a hablar del tema de fondo, una cosa que me viene picando y rompiendo un poco (bastante) las bolas. Y es este entredicho, el entrevero del devenir de la masa: "Yo lo hago porque todos lo hacen".

Los fenómenos de la cultura de masas son fascinantes. En este mismo momento, si estás leyendo esto es porque pertenecés o sos un pequeño actor social de la colosal máquina cultural masiva que es internet; no me gusta mear contra el viento, por lo que reconozco que es excelente que exista el concepto de colectivo, de masa, de identidad, de comunidad. Es buenísimo porque tampoco creo que los hombres sean islas; lo que si creo es que el problema (si es tal) se da cuando se echa nafta y gasoil con plomo al estereotipo, que debería servir como guía y no como firma. El estereotipo, sea cual sea y en cualquier orden de la vida, es eso nomás; una maqueta, un modelo, una referencia. De no tener estereotipos preestablecidos gran parte del laburo que conlleva forjar una personalidad y un yo nos demandaría muchísimo tiempo y esfuerzo. Pero el canon es defenestrable cuando se transforma en eso: en un dogma, en un dispositivo hermético donde el objetivo no es diferenciarse, sino disolverse dentro de la masa.

Gracias a la Máquina, todo bicho que camina va a parar al asador, y de ahí viene el despotrique a cualquier persona que, como yo, aborrezca las instituciones: te dicen que leer, que comer, cómo cagar, cómo garchar, qué es lo bonito y qué es lo feo. Lo que generalmente no se cuestiona termina transformándose en un enemigo muy próximo, porque vos mismo le diste de morfar. Cuando es cuestión de forjarse, de volver a convertirse en uno mismo y definir (o por lo menos orientar) hacia dónde vamos a encarar, la cosa se pone brava por dos motivos:

-Estás haciendo algo que nadie, jamás, hizo nunca. Estás haciendo historia subjetiva y objetivamente, porque ningún ser humano antes estuvo en tus zapatos de la manera en que vos estás; sí, puede que existan casos similares de gente que hizo cosas así antes, pero no así, no eran vos, no les gustaba el helado de limón ni oler el olor a pasto. Ergo, no tenés una guía per sé, ni existe manual que te pueda decir qué decir o qué hacer. Lo quieras o no, estás improvisando a cada paso, y eso es buenísimo.
-Tenés encima el peso de, justamente, la cultura de masas, en donde si no consumís ni sos consumido no podés subsistir, por lo menos dentro de la urbe y la metrópoli preestablecida. Ergo, tenés que bajarte los lienzos a hacer cosas que puedan entrar dentro de los círculos de consumo (los hay más y menos permeables), o crearte un círculo propio desde el cual te consuman, pactando y prepactando miles de factores que pueden jugarte a favor o en contra.

Estamos en la era de las etiquetas, de los cánones, de las definiciones; estamos en una era donde, increíblemente, las redes sociales potencian o clarifican el fenómeno, donde nada escapa del calificativo "eso/s", concebido para definir lo indefinido.

Por eso es que un "PUTO" escrito con aerosol me parece mucho más honesto que un libro de vidriera. Por eso es que un músico callejero me resulta mucho más auténtico que una banda que hace covers de los Ramones. Por esto es que la historieta, los libros, los cuadros o cualquier producto del labor de un artista que no pertenece a los círculos de consumo precisamente porque no cabe dentro de los mismos son reales. Es mucho más corporeo un fanzine que la mejor edición de Drácula que puedas comprar.

No defenestro los cánones, ni el laburo del pasado; sí defenestro y denuncio la idolatría, el pensamiento extremista, el dogma ciego y tosco que insulta, guerra o desprecia simplemente por pertenecer a la masa y no por ímpetu propio.

Lean graffittis, vean historietas, contemplen cuadros y escuchen música. No coman todo lo que se les pone delante.

martes, 27 de agosto de 2013

La Losa

imagen de Savu-kun


Conocí a Michael Forbes en el año 1977. Contaba entonces con siete años. Siete años es una edad muy especial: es el año de los primeros chicles de crema y las excursiones por el barrio con los que terminarán siendo aquellos entrañables amigos de la infancia que terminan de un modo que jamás hubieses pensado que podrían terminar.
Precisamente de aquellos días viene la historia de Michael. La familia Forbes venía de una larga data, de hace muchísimo tiempo atrás; habían sido los primeros almaceneros, ingleses que se habían venido con la construcción del ferrocarril y se habían enamorado de las Pampas.  Habían construido el almacén al estilo inglés: ladrillo visto, grandes puertas y grandes ventanales alargados hacia arriba, que te miraban sin verte y aullaban eternamente con sílabas que no eran de nuestra lengua. La pareja iniciática (los abuelos de Forbes) eran gente retraída, quizás un poco molestos por la aversión y la cautela con la que criollos e inmigrantes europeos como ellos los miraban con ojos que revolvían sin delicadeza la repulsión y la admiración. Que pensaban que los ingleses eran bestias en todos los aspectos menos en la inteligencia, que eran condenadamente sabios en cualquier arte o disciplina que pudiera escaldar a cualquier desprevenido de cualquier cosa que necesitaran. Esa sensación de aversión natural que se siente ante el enemigo poderoso que representaba esa humilde pareja de ferroviarios, el imperio del norte del que hablaban los diarios mientras compraban telas a precios increíbles.
Cuando la compañía para la que trabajaba el abuelo había sido adquirida por Ferrocarriles Nacionales, el viejo ya no quería saber nada con los trenes. La gran casa de ladrillo visto se amplió, sobre el gran patio delantero que tenían, y poco a poco se fue transformando en un almacén de ramos generales “a la inglesa”, donde lo que nunca faltaba era alfalfa para la caballada , ni tampoco la gaseosa mal tirada de las destilerías cercanas. El viejo Forbes fue quedándose cada vez más inactivo mientras sus tres hijos y sus dos hijas se hacían cargo del local, en la gigantesca casa familiar.
Michael Forbes había nacido un 9 de julio de 1965, y era mucho mayor que yo, pero al ser el último hijo de una larga hilera de hermanos que habían desaparecido por varias razones (uno era marinero, el otro se habían dedicado a ser corredor de bolsa, el otro a retomar el trabajo del ferrocarril durante la era Peronista), y era el único en ayudar a su anciano padre en el viejo almacén de Ramos Generales. Toda la familia Forbes ahora se reducía al viejo (el padre de Michael), que todavía hablaba en inglés, Michael que era más argentino que la revista Caras y Caretas, su avejentada madre, su hermana mayor (Catherine, de 17 años por ese entonces) y un perro viejísimo que se sentaba a tomar el fresco con el viejo, Willem Forbes, cada tarde. El único Forbes en tomar mate y jugar al fútbol era Michael, pero lo discriminaban siempre por ser parte de esa pareja “vieja y tremebunda”. Raramente tenía amigos de su edad, y como yo era el mandadero de mi madre por lo general terminaba siendo el único con el que cruzaba más de cuatro palabras seguidas.
Nuestra amistad floreció rápidamente, ya que yo era un chico enfermizo que constantemente estaba tejiendo fiebres y gripes como si fuera un pasatiempo. Pasaba largos períodos en la cama (todavía recuerdo cómo mi madre lograba a duras penas que no me expulsaran del colegio gracias a mi condición asmática), y de ahí a charlar, caminar o simplemente compartir ratos con Michael. Poco sabía de mis antepasados hasta que Michael me contó la historia de su familia, narrada de generación en generación como parte de una gran tradición. Claro que yo solo recordaba apenas a mi padre, y mi abuelo, un viejo antiquísimo de noventa y pico de años, había sido más padre que mi padre.
Michael siempre se había entretenido con los libros que lograba conseguir a cambio de cualquier cosa del almacén, por lo que generalmente ganaba duras reprimendas por parte de sus padres. Su abuelo había dejado atrás grandes fascículos de ingeniería y ferromecánica que se humedecían en la trastienda, detrás de las grandes gavetas de aluminio que ya no se usaban. Era precisamente en ese cuarto, donde la humedad lamía los cimientos y el frío en invierno se hacía sentir con aliento de algodón, que, bajo la luz macilenta y amarilla de un simple foco, nos pasábamos el tiempo hablando y leyendo. Yo amaba a Julio Verne y a Mark Twain; Michael, que sabía leer en inglés, me hablaba de Kafka y de Poe como si fueran uno sola (cosa que nunca supe entender muy bien). Allí mismo hojeábamos esos tomos sobre hidráulica, física aplicada y forjas de rieles que ya eran antiguos cuando fueron reimpresos. Michael juraba y perjuraba que su abuelo, que había construido la casa ladrillo por ladrillo cuando todavía era ferroviario, debería haber tenido un taller mecánico o por lo menos algún lugar donde guardar las pesadas herramientas de su trabajo (después de todo, montar el riel era un trabajo pesado, fuera tramo simétrico o no). Había una sección de la casona que pocas veces se usaba más que para almacenar grano, harina y otras cosas; eran dos habitaciones seguidas de una tercera, al parecer clausuradas y donde no había siquiera instalación eléctrica.
Nunca pude imaginar que la humedad que invadía esa casa era parte de mi enfermedad respiratoria crónica. Además, había cosas peores de las que ocuparse; con el gobierno militar en el poder y la situación de mi familia empeorando a pasos agigantados, con mis escasos siete años apenas podía imaginarme que esa casa, esas habitaciones y esos secretos y juegos susurrados eran parte de una enfermedad que hubiera terminado por matarme.
Durante la guerra de Malvinas tuve que dejar de ver a Michael; obviamente, mi madre nos alimentaba gracias a una viejísima pensión de la milicia, y todo lo inglés había dejado de ser familiar y amigo para transformarse en algo feo, rotundo, asqueroso. Por ese entonces yo ya tenía 12 años y leía ávidamente a Quiroga, y Michael trabajaba cansadamente sobre sus 17 años, sosteniendo a duras penas el lecho familiar.
La vuelta de la democracia fue un golpe peor para mi familia que para la de Michael. No solo recuperaron la clientela, sino que el viejo Willem falleció y Michael pudo encargarse plenamente del almacén como mejor le parecía. Mi madre y yo, por otro lado, tuvimos que afrontar el crudo caso de no tener con qué sostenernos, gracias a la declinación de esas pensiones militares que habían pagado el alquiler y los vicios hasta entonces. Comencé a trabajar con Michael por un sueldo nimio al principio con 14 años; él ya tenía 19 y se mostraba mucho más taciturno que de costumbre.
Mi mejoría de salud solo fue temporal. Trabajar en esa casa enmohecida me hacía restallar la tos en el pecho, como grandes cañonazos de algún barco pirata en la Malasia de los que tanto había leído. Sentir flema moviéndose en mi pecho se transformó en una sensación habitual; además, había comenzado, gracias a Michael, a fumar y beber a escondidas de mi madre algo de tabaco para armar y un Ginebra al final del día de trabajo. La hermana de Michael por ese entonces contaba con 24 años y era, para mi pubertad y hormonas, el objeto de deseo que tenía más a mano todos los días. En contadas ocasiones me habré dormido una que otra siesta tras la masturbación en el fresco de la trastienda del almacén. Michael nunca fue celoso de su hermana, pero le notaba taciturno cuando le tocaba el tema; hoy día creo que era más por el espectro de su madre, celosa hasta el tuétano, que esperaba algún pretendiente adinerado para la nena, que rescatara la situación económica de la familia.
Porque que quede claro; excepto Michael y yo, nadie trabajaba en el almacén, que era la única entrada de dinero de la familia. Y si bien Michael se las arreglaba bastante bien, siempre había algo a la vuelta de la esquina que no esperaba. Finalmente, el propio Michael decidió tomar el toro por las astas y empezar un nuevo emprendimiento; la venta de carne. Para eso debía acondicionar una habitación como frigorífico y contratar, por lo menos, una persona más.
Las habitaciones anexadas se habían mantenido completamente cerradas durante unos cuantos años, por lo menos cinco. Cuando obtuvo el permiso materno, Michael me pidió ayuda para habilitar esas habitaciones. De más está decir que el tufo a encierro que olí en aquella jornada fue el peor que olí en mi vida, y que me provocó un acceso de asma que me dejó imposibilitado y en cama durante una semana tras aquella tarde de acarrear cosas. En síntesis, las habitaciones eran sólidas en construcción (como todo lo que había hecho el abuelo) y contenían toneladas de basura; herramientas oxidadas, montañas de papeles, baúles vacíos, algunos mapas y toneladas de instrumentos para calcular peso, longitud, y dimensiones de metales. Definitivamente ese era el taller del abuelo que Michael había estado buscando; lo sacamos todo al aire libre y lo acomodamos prolijamente en la gigantesca trastienda, por ese entonces vacía. La tercera habitación, un pequeño galpón de apenas siete cochambrosas líneas de tejas, estaba completamente vacío, y reinaba dentro una curiosa atmósfera estática, como si alguien hubiese cargado la estancia de polvo durante una tormenta de tierra y hubiese encerrado todo dentro, tras trancar la puerta de madera. Lo único que tenía de peculiar era una losa cuadrada, de dos metros de diámetro, ubicada en el centro. Perfectamente pulida, era lo único que desencajaba en el lugar.
Supusimos que había sido un antiguo pozo con una napa inutilizable hoy día y nos despedimos hasta el día siguiente. Me fui a dormir con terribles accesos de tos y tuve que ausentarme por mis pulmones durante una semana.
Con quince años, volví a la semana para encontrar que la instalación del frigorífico necesitaría dos semanas más de trabajo, a una Catherine preocupada por el estado de salud de su madre (había comenzado con una extraña afección mental, confundiendo espacios, nombres y personas) y por la repentina y brutal obsesión de su hermano menor sobre “una montaña de papeles inútiles que encontró en las habitaciones hace una semana”. Cuando localicé a Michael se encontraba en un estado mucho más flaco del que recordaba, encerrado en la trastienda, examinando con fervor libros completamente desguazados por la humedad y escritos en inglés. Cuando le pedí que me dijera en qué necesitaba ayuda, no me contestó. Y tras varios intentos infructuosos de comunicación, decidí ponerme en acción y dirigir las obras. Los albañiles, felices de tener por fin alguien con quien razonar (ya que Catherine no quería tomar ninguna decisión), dijeron que las obras estarían terminadas en unas semanas; no obstante, dijo uno de los más viejos, había que hacer revisar los cimientos por algún experto, ya que todo aquello podía venirse abajo cuando menos lo pensaran. Le pedí que fuera más claro; me dijo que había trabajado en edificios así de viejos antes, y que era muy probable que eso estuviera construido sobre terreno inapropiado.
Las obras continuaron y concluyeron, Catherine quedó prendada de mi acción (era una niña en el cuerpo de una mujer) y yo, mi primer desahogo sexual. Michael pasó todo ese mes encerrado, examinando los libros de su abuelo, con expresión casi ausente y actuando como un autómata.
Solo reaccionó cuando su madre, un día, se levantó sin poder ver. Se había quedado completamente ciega sin saber bien cómo. Le dije a Michael todo, en una descarga de información; que la carne estaba levantando clientela y dinero, pero que el edificio necesitaba ser examinado; que su hermana de 25 años ahora era mi novia; que necesitábamos internar a su madre con urgencia en un geriátrico. Michael se pasó toda una tarde fumando y pensándolo, y luego decidió vender gran parte de lo que había en la casa y separar los terrenos. “Todo, menos el frente del almacén, el frigorífico y las dos habitaciones”. Le hice notar que no tendría más casa si hacía eso. “Lleva a mi madre a un geriátrico y a la puta de mi hermana a vivir a tu casa. ¿Qué no es tu mujer acaso? Hazte cargo”.
Me hice cargo y seguí sus órdenes. En parte por el viejo instinto de hacerle caso; en parte, porque gran parte de mi amistad hacia él seguía intacta. Su madre falleció al año siguiente; Catherine se vino a vivir a casa con mi madre y, tras tres años, me dio un hijo. Con 19 años y ella con 29, éramos una joven pareja feliz. Fue durante la concepción de mi primer hijo que me di cuenta que mi trabajo en el almacén no iba a ninguna parte. Entonces le dije a Michael (un fantasma del muchacho vivaraz y proactivo que había conocido) que le dejaba. Apenas hizo un gesto con la mano, como si no estuviera atento a nada o fuese ciego. Lo sacudí, ya colmada mi impaciencia, y le exigí explicaciones respecto a su comportamiento errático. Me miró a los ojos por primera vez en años, me sonrió con sonrisa cansada y me dijo “Ven, sentémonos y hablemos”.
Me contó, entonces, una rara historia; según los registros de su abuelo, el viejo inglés era un gran amigo de los azucareros del norte, especialmente los tucumanos, con los que había trabado amistad de casualidad cuando estaba tendiendo el tramo del ferrocarril por aquella zona. Cuando quiso empezar su almacén, recurrió a ellos para que le dieran consejo; en cambio, consiguió algo peor.
“Verás” me dijo Michael “Según esto, a mi abuelo le regalaron algo. No habla muy bien de qué era, específicamente: dice it, así que podía ser un objeto inanimado. Pero después habla de que era muy difícil mantenerlo alimentado; así que de seguro era un animal. Habla siempre vagamente de esa cosa y siempre con gran disgusto. Esa cosa, fuera lo que fuera, vivía en la habitación de la losa, donde efectivamente mi abuelo antes tenía un pozo”
Michael entonces se estremeció, pitó fuerte a su cigarro y lo tiró a un lado, haciéndolo un nudo de papel.
“La cuestión es que mi abuelo, en algún momento, se cansó de tenerlo encerrado. Parece que nadie de la familia lo sabía, y si lo sabían, nunca dijeron una palabra. Pero también dice que los tucumanos le habían dicho que esa… cosa, o lo que fuera, le traería mala suerte o desgracia al que lo dejara desatendido. Mi abuelo lo tiró al pozo y lo tapó con la losa, cerró las habitaciones y zanjó el asunto, en paz consigo mismo. Pero… ¿puede ser que la mala suerte de mi familia coincida con eso? Desde ese entonces, todo salió mal. Mis tíos se alejaron y desaparecieron, mis abuelos fallecieron, mis hermanos también se alejaron y ahora mi madre muere en un asilo”
Pensé cuidadosamente en lo que Michael me exhibía, pero me seguía pareciendo una locura. Le propuse destapar el pozo y ver qué diablos había dentro, pero me detuvo con el agarre más fuerte del universo. No, dijo, lo que había en debajo de la Losa le concernía a los Forbes y a los Forbes únicamente. Ya había hecho demasiado por él, dijo, y me despidió no con demasiada amabilidad.
Durante un tiempo le perdí el rastro a Michael; tuve otro hijo y empecé a trabajar en una imprenta. Con veinticinco años un día pasé por enfrente del almacén y me picó la curiosidad. No había nadie detrás del viejo mostrador de madera, así que pasé sin golpear. Toda la casa se encontraba en un augusto silencio, como el de la madrugada, cuando las pupilas se dilatan para captar toda la luz que pueden. Oí un ruido, como algo que se agita en la tierra, en la parte de atrás. Vi algunas manchas de sangre en el patio interno de tierra y llegué hasta la habitación pequeña; Michael tenía un perro de tamaño mediano, degollado, debajo del brazo. Estaba a punto de descorrer la losa.
Mi presencia lo alertó y lo asustó mucho. Dejó el cadáver a un lado con furia y me tomó de las ropas; estaba completamente flaco, escuálido, y las venas marcaban horriblemente su pulso en sus puños. Nunca pensé que una persona con ese físico pudiera tener tanta fuerza.
Tardó un buen rato en reconocerme, pero lo hizo y me ordenó salir de allí lo más rápido posible. Le pregunté qué carajo estaba haciendo.
“Vos sabés, no te hagás el que no sabés. Es el familiar… ¡La cosa de debajo de la Losa! Estuve pensando muchas noches en qué hacer con ella. Quise echarle cal viva al pozo y terminar con todo, pero no pude; creo que pasaría algo horrible si lo hago. He intentado con gatos y conejos, pero al parecer son animales demasiado pequeños: necesita algo más grande. Por eso empecé con los perros. Me habla de noche, Jorge… ¡por Dios! Cuando es de noche, trato de dormirme en mi cuarto y no puedo. La maldita cantinela de la Losa vuelve a levantarme en el medio de la noche. Un rítmico ‘No es suficiente’. Por lo que más quieras, no me dejes solo”
Lo tranquilicé, le dije que volvería y me marché a casa, tosiendo de una manera como hacía años no lo hacía. Catherine debió haber notado mi mal estado general porque se acercó preocupada a preguntarme qué me pasaba. Cuando le conté todo aquello, miró en dirección a su casa y arrugó el ceño en cara triste. Era esa maldita casa, dijo. Su hermano se había vuelto tarado de la cabeza, como su madre. Había algo en su sangre que no estaba bien. Ojalá no se lo pasara a los chicos.
Volví al almacén esa misma noche para pasar la noche con Michael e intentar convencerlo de que lo abandonara todo, cosa que resultó decepcionantemente imposible. Estaba absolutamente convencido de que lo que estaba debajo de la Losa tenía absoluto control sobre su vida y que abandonar la casa equivalía a la muerte. Iba a degollar otro perro cuando le interrumpí, y le mostré la carne del frigorífico que tenía en perfecto estado. Le acompañé a echar media res directamente en el pozo.
No se podía ver absolutamente nada dentro de aquel cuartucho mal construido y pobremente iluminado con nuestras linternas. Apenas los dedos blancos y huesudos de mi amigo descorriendo la losa y el ruido de la res cayendo a una profundidad ciega, con un mudo golpe sordo. Echar la losa rápidamente sobre la abertura en la tierra yerma me convenció de lo que tenía que hacer; mi amigo tenía que ser internado en algún psiquiátrico, y aprisa. Pasé la noche con él para tranquilizarlo y dormí un sueño negro sin sonidos.
Cuando me desperté, el sol entraba en un ángulo extraño sobre la ventana de la habitación. Tardé un poco en poder sentarme y descorrerme algo que tenía sobre la cara; un pañuelo mugriento con olor a sedante. Y claro que el sol entraba de manera rara; no era la tarde, sino la noche. ¿Tanto había dormido?
Bajé frotándome la cabeza, sin saber muy bien porqué estaba tan atontado, para ver los pies de una mujer, mi mujer, mi Catherine, ser arrastrados dentro de la piecita de la Losa. Entonces la sangre se agolpó alrededor de mi cuello y por fin reaccioné: entré a tiempo para ver como Michael se horrorizaba al verme entrar. Luché brevemente contra él, la luz del atardecer entrando por la puerta y la Losa descorrida, dejando ver la ávida boca del pozo, al lado del que se encontraba.
Trastabilló apenas, la gravedad hizo el resto. La verdad es que mucho no pude pensar; actué en defensa propia e intentando salvaguardar a Catherine, mi mujer y la madre de mis hijos. El esquelético Michael se golpeó de costado, resbaló hacia adentro y quedó unos instantes de cabeza y hombros fuera del pozo, arañando la tierra y el polvo. Sin embargo, extrañamente, antes de caer del todo solo atinó a gritarme “Rápido, ¡tapa el pozo!”
Eso fue todo. El mismo golpe mudo en el fondo sordo del pozo negrísimo, sin queja alguna, sin sonido alguno. Como si fuese una media res.
No sé porqué hice lo que hice. Probablemente hubiese sido el shock emocional; quizás mi cerebro todavía estaría atontado por el narcótico que usó Michael para dormirme a mí de más y sedar a su hermana, en mi casa, para poder traerla directamente al pozo. Saqué a Catherine de esa habitación infernal y tosí durante largo rato. Luego, siempre tosiendo, busqué los sacos de cal, preparé la cal viva y eché todo su contenido dentro del negrísimo pozo.
Ni un solo sonido salió de allí dentro.
Tapé el pozo con la Losa y me alejé con Catherine en brazos hacia un hospital de emergencias. Aduje que había llegado a casa de trabajar (aunque fuera sábado) y la había encontrado así. La repusieron enseguida y por fin pude pensar.
El resto es historia conocida por todos. La propiedad de la casa pasó a manos de Catherine, al haber desaparecido el hermano, Michael, aquel extravagante flacuchento que trabajaba el almacén desde que todo el barrio tenía memoria. Nunca le dije a nadie una palabra de nada de todo aquello, pero rogaría poder contárselo a alguien, especialmente a Catherine.
Lo más peculiar del asunto fue durante la venta de la propiedad, que fue adquirida por la misma empresa constructora que originalmente había robado la mitad que Michael vendió en su desesperación. Cuando sus ingenieros, técnicos, arquitectos y demáses examinaron el terreno, nos comunicaron más tarde que sería mejor hacer una revisación en los miembros de la familia que hubiesen vivido más de cinco años en aquella propiedad.
Al parecer, toda la capa freática debajo de la casa contenía una colonia monstruosa de una variedad de hongos potencialmente peligrosos, mortales si sus esporas eran aspiradas a largo plazo. Podían provocar demencia, ceguera, enfermedades respiratorias y circulatorias. Además, la gran mayoría de las cañerías de la casa tenían tan alto contenido de plomo que era probable que más de uno miembro de la antigua familia Forbes hubiese perecido de alguna consecuencia del saturnismo.

Sin embargo, nunca pude sacarme la duda, ya que arrasaron todo el terreno y hoy día descansa sobre aquellos cimientos malditos un edificio de doce pisos, si realmente los tucumanos le habían regalado un hongo, una criatura o cualquier otra cosa al viejo abuelo Forbes. O si, realmente, la Losa solo tapaba un viejo pozo que conducía a una napa infestada de hongos.

jueves, 22 de agosto de 2013

Reseña por Partida Doble: Anuraidh

Como hace un par de semanas atrás decía durante la reseña de Bunny Love, el reseñódromo va a seguir funcionando siempre y cuando los tiempos y la nafta funcionen sin problema. He aquí, señoras y señores, la reseña del otro producto que largaron al mercado este año las muchachas de Gutter Glitter: Anuraidh.



Presentado en formato de novela ligera de apenas 136 páginas, Anuraidh no solo nos invita a dar una zancada a un mundo particular que controla Lucila Quintana, sino también que da el pie perfecto para una larga, larguísima colección que se adivina detrás de estos detalles.

Hay unas cuantas cosas que notar, antes que nada; que se repite la mecánica de la adopción y casi expropiación de una mitología que nos es externa (o quizás no tanto, ahora que tenemos al alcance de un click cualquier cosa) para provecho propio. Los estereotipos en los personajes (algunos al pie de la letra, otros distorsionados de manera tal que se salen del molde), que dicen y se comportan como uno esperaría. El recuerdo de adolescer ante situaciones que ahora miramos diciéndonos a nosotros mismos "que boludos que éramos", pero que en ese momento tempestuoso de la vida de todo hombre que es, justamente, la adolescencia, era más que un drama; era un dilema existencial. Los primeros rubores, esa cuestión de niño-de-día / hombre-de-noche, la eventual ayuda y el sentido de justicia como algo supremo e irrevocable; los antagonismos, como la candidez de la inocencia contrastando con la cruda realidad de alguien que no tiene tiempo para pensar en pelotudeces. Las grandes responsabilidades, los mandatos paternos (que resultan simples sacos que nos podemos quitar de encima cuando haga calor), las ganas de pertenecer a una comunidad. Gran cantidad de guiños respecto a series de Animé de los últimos quince años, diría (otra vez con los estereotipos y los patrones de comportamiento de los personajes). La acción, que se desenrolla como un largo ovillo (iba a poner desarrolla, pero por algo salió así).

Para quienes estén ya mareados con el cúmulo de elementos con los que cuenta Anuraidh, vamos a hacer una breve, brevísima sinopsis sin spoilers, como hacemos siempre. Anuraidh (que en gaélico antiguo significa "año pasado" o "año anterior" o "último año") narra la historia de Moira Donovan, una muchacha como cualquier otra chica de 16 años que, de un día para el otro, es aceptada en Ardscoil, un instituto de educación que se dedica a formar a los que serán, en un futuro, potenciales representates de su Casa en el Parlamento de las Hadas, ese universo que existe secretamente al mundo de los hombres. Moira es, además, el único miembro de su familia aceptado en Ardscoil tras el exilio que habían sufrido hace más de doscientos años. Tampoco sabe cómo utilizar su magia, ni cómo sentirla; de hecho, ni siquiera sabe por dónde va a aparecer o qué forma tiene. Sinceramente, Moira jamás ha hecho magia en su vida, por lo menos a sabiendas, y no tiene la más remota idea de qué esperan de ella, porqué la han convocado ahora, y precisamente a ella. Tampoco tiene muchas ganas de ir a un internado (que es básicamente la escuela), lejos de su familia y amigos, para tener que forzar una relación con un medio que le resulta bastante desconocido.

Moira llegará, se enterará de los colores de las dos Cortes en las que se divide el Parlamento (Seelie y UnSeelie), conocerá pluralidad de personajes de todos los colores y hábitos, manteniendo siempre su identidad de chica simple, tranquila, brillante en los estudios e intentando siempre pasar desapercibida, no pedir demasiada ayuda e intentar desenvolverse como cree que el contexto que esa escuela espera; sola e independientemente.

Sin extendernos más para no echar a perder la novelilla, he de hacer una comparación (que como toda comparación puede resultar odiosa), necesaria para darle un contexto y una explicación al sentido que tiene esta obra como primera perla de un largo collar. Al leer esta novela no pude evitar retrotraerme a diez o más años para atrás, cuando tuve por primera vez en mi vida un ejemplar de Harry Potter y la piedra filosofal en las manos. Es inevitable el vínculo porque, primero que nada, el mago de la cicatriz es, lo querramos o no, un símbolo de la literatura fantástica contemporánea; y estando Anuraidh situada en un marco muy similar (mundo mágico, chica que no pertenece a él y de la que se esperan grandes cosas, desenvolverse solo y hacer nuevos amigos, dilemas adolescentes, etc.) es casi imposible que no la relacione.

De todas maneras esto no es una crítica; es, más que una comparación, una analogía. No me cabe la menor duda de que además del mago boludo de la cicatriz deben haber existido y deben existir miles de estos dramas estudiantiles escritos a lo largo del mundo, del cual los japoneses han de ser la perla del mercado. Francamente desconozco esto para poder hacer una analogía justa. De todas maneras, el drama adolescente siempre va a existir, de la misma manera que existe literatura que tratan dilemas o temas tan esenciales para un ser humano como es el nacimiento, la muerte, el romance, la violencia, el odio o cualquier otra cosa que se repita a lo largo de la historia de la humanidad. Después de todo, éste es el punto de partida de nosotros, autores; ver de qué vamos a hablar. Nuestra firma y nuestro talento está en cómo hacerlo.

Existe un guiño en toda esta obra. Uno se percata de ciertos detalles que solamente puede haber obtenido, en cuanto a narrativa respecta, un escritor que haya convivido el suficiente tiempo con su obra; esto es, cuando uno compone su propio universo, tiene que estar seguro de cada uno de sus detalles y las leyes que lo rigen (después de todo, el autor es el creador de todo esto). Cuando Lu nos habla de las casas de las hadas no nos da detalle sobre esto, cosa que daría lugar a una explicación en el caso de un Tolkien o un C.S. Lewis (inclusive una Le Guin basaría una mínima explicación, más o menos escueta dependiendo el caso). Lu nos habla como quien conoce el tema y se refiere a nosotros, lectores, como si también conociéramos el tema; no nos explica quienes son ni qué hacen, ni tampoco porqué se comportan como lo hacen. Si bien algunos detalles no escapan a la cultura general (que un Licántropo duerma abajo de la cama, por ejemplo), si hay otros que condimentan muy bien la historia y da un lugar excelente a la explicación. Estos detalles, que pueden resultar pequeños y de poca importancia a simple vista, son de envergadura cabal en una obra de este calibre; más que nada porque el lector desprevenido la puede despojar de su carácter fantástico. Un ejemplo sencillo y quizás tonto son las especificaciones del tamaño de uno de los personajes, que resulta ser una Pixie. Cuando Lu nos dice que esta Pixie "se sentó sobre la cabeza de Moira, como era usual" uno tiene que deducir automáticamente que se trata de alguien de un tamaño pequeño, un detalle con el cual juega todo el tiempo. Hay cosas en cuanto a descripción física concierne que no están mal; los focos de atención se dirigen hacia los personajes de más a menos protagonismo, en ese orden, y uno puede intuír o adivinar quién va a decir qué o cómo va a reaccionar tal personaje a tal acción. Este juego es espectacular y se da en la novelilla con un ritmo cada vez más acelerado, marcando el tempo que tiene Lu en la narrativa; si no entendés que carajo son los Phoukas, no me voy a detener a explicarte; deducilo o investigalo. Vivimos en la época de google, después de todo. Darle trabajo al lector es, además, una cosa que -a mi manera de verlo- todo autor debería hacer.

Francamente no tengo mucho más que agregar. Se adivinan referencias a otras obras (el cuento incluido en Bunny Love, por ejemplo, y quizás una precuela a esta obra de novelas ligeras), permite una empatía general en un mundo dividido en dos polos (lo cual debe ser manejado con cuidado para no caer en una escena de Grease, por ejemplo) y nos muestra que esta gente, además de Hadas, son ante todo seres humanos en plena adolescencia que se manejan a veces de manera supernatural y, otras, de las maneras que todo adolescente lo haría en esta clase de situaciones.

También está el detalle de los argentinismos en ciertas expresiones que una persona criada en un contexto tal no tendría (ya desde el narrador de omnisciencia selectiva que se nos presenta, hasta diálogos de los personajes). Esto conlleva a la teoría del Spaghetti Western: hacer una película de cowboys no necesariamente va a ser estadounidense, depende de cómo hablen, se muevan y se resfríen los personajes, así de cómo está narrada. También se repite este mismo modelo en obras de historieta, por ejemplo con el Sargento Kirk que era más argentino que el porteño más avezado. No está para nada mal y reconforta un poco saber que una autora local no tiene su cabeza, cuerpo y corazón en la irlanda medieval, sino que se ha apropiado, ha arrastrado al folkore gaélico a un nivel argentino, donde podemos hablar de un mapa que resembla algo real, pero no lo es. Justamente es la maravilla de la ficción, como de la magia de los ilusionistas; parece real que alguien corte en dos a alguien con un serrucho, pero no deja de ser una ilusión. El tema es que Lu Quintana, como los buenos magos, no nos devela su secreto. Sino se acabaría toda la magia.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Reseña por Partida Doble: Bunny Love

Toca el turno en el reseñero (ocasional, nomás) a dos muchachas productoras de contenido particular en el mercado independiente; me habían llamado la atención en el pasado año durante la Crack Bang Boom en Rosario (donde presentaron su -creo- primer libro por imprenta, de la colección Riot of the Lambs, Fantastic Baby -junto a un gran número de anotadores, señaladores y cuadernos-) y este mismo año volví a topármelas, previo pispeo gracias al tendido de redes sociales (que, por suerte, ayudan a la difusión en más de un sentido) pero con la diferencia de que esta vez se redoblaba la apuesta y comienza un ciclo que, a juzgar por presentación y prerrogativa de las queridas creadoras, tiene bases cada vez más firmes y raíces más nutridas. Esta vez reseñamos dos monstruos de las chicas de Gutter Glitter ; Anuraidh y el volúmen dos de Psychopomp: Bunny Love .


Bunny Love

No vamos a utilizar tiempo explicando quienes son los autores; para eso están los links a lo largo de la nota (y la curiosidad de cada uno de ustedes, chichipíos, para poder hurgar el vasto saco de internet). Especialmente porque Bunny Love sigue una máxima que seguirán (asumimos) el resto de los volúmenes de Psychopomp: están armados entre colaboradores de los más remotos países, planetas y a veces universos. Solamente mencionaremos a las dos responsables de que estos bichos anden sueltos, las cuales son Lucila Quintana (de quien al momento de escribir esta reseña no tenemos ni el perfil de caralibro) y Paula Andrade (aka Derrewyn).

Pychopomp parece funcionar con una mecánica simple pero efectiva; todos los años, a lo largo de un determinado número de meses, estas muchachas pegan un grito de guerra por todos los medios habidos y por haber para convocar creadores en cualquier arte que sea imprimible. Luego de la selección el volúmen sale humeando de entre los plomos y las tintas y proceden a hacer su presentación. Lo único que las chicas imponen es el eje temático de cada volúmen.

Así como Fantastic Baby versaba sobre fantasía en diversos colores (la cual tendrá su reseña a su debido tiempo), Bunny Love es una antología erótica. Ilustraciones, historietas y narrativa de diversos autores, locales y foráneos, versa en una estética bastante definida sobre lo que nos agita adentro cual conejo asustado. Es un poco difícil e injusto hacer un juicio por sobre toda la obra, pues al ser un volúmen antológico solo es homogéneo en su eje temático. Así como existen miles de formas de excitar el cerebro o el erotismo humano, existen otras miles espejadas en interpretar lo erótico. Es por eso que, a riesgo de ser demasiado conciso, haré un repaso rápido (y sin spoilers, aclaro) por su contenido, yendo de contenido en contenido. Como último detalle antes de zambullirnos he de hacer notar que este volúmen cuenta con autores de latitudes bastante lejanas, que cuenta con un trabajo de edición y diseño muy bueno y que, en cuanto a material, solo cabe una palabra: sobrio.

Dicho esto, hold on your butts:

Melissai (o la fertilización de la reina abeja): Paula Andrade nos pasea acá por una historia breve pero concisa y puntual cual aguijón de abeja. El texto no abunda pero tampoco falta y se puede ver a las claras que la narrativa de historieta, en cuanto a secuencia cabe, no guarda demasiados secretos para ella. Dejando de lado la estética del dibujo (que me caga de gusto, pero es eso: gusto) y la excelente técnica de ilustradora, cabe destacar el armado de ciertas imágenes puntuales que le dan ese olor a miel a esta historia. Como bien lo señala el nombre, las abejas son un detalle al que darle bola acá.

Una vez en un sueño: Lucila Quintana es culpable. Culpable de hablarnos al oído como si supiéramos de lo que está hablando. Pero con semejante introducción (un párrafo simple, al parecer inocente) es imposible no seguirle la corriente. Hay que seguírsela porque sino, si no tendemos los andamios para hacer posibles sus palabras, la historia queda con demasiadas preguntas; preguntas por un lado vacías, un poco tontas y por el otro, verdaderos huecos de contexto. Sin embargo Lucila nos sabe meter en todo aquello y nos pasea por una narrativa para nada amateur, haciendo que nos choquemos de cara con una realidad sencilla y dura, como una piedra; el erotismo no se trata del contexto. Si, podemos adornarlo todo lo que querramos, pero la esencia misma de ello va más allá, no es sólo eso. Un buen extracto de una escritora que, se nota, tiene un cosmos propio armado desde hace tiempo.

The wind beneath my wings: Gala Seijo es la encargada de contarnos una historia muy, muy corta; esas mismas que se contaban mientras se viajaba de un lugar a otro hace cientos de años, cuando la noche era La Noche y los bosques todavía metían julepe. El dibujo hace su baile mientras las figuras desarman y rearman el rompecabezas narrativo cada vez que le da ganas. No es una historia sinceramente erótica (el erotismo es un actor más de tantos), pero tiene una trampa lógica del mejor estilo árabe que le da ese carácter de cuento de hadas tan particular. Acompañado por la estética hacen a una buena historia que, con gusto, daría a leer a mis hijos (si tuviera).

La posada de la última mujer: Flavia Rizental es la autora de esta historia en donde el tiempo es una variable que realmente no importa, como tampoco importa qué es lo que sucede alrededor. Flavia crea una atmósfera bastante buena donde, por primera vez en todo el libro, vemos la palabra seducción, además de la palabra peligro. La única crítica que podría hacerle a este relato es que, sinceramente, me pareció un poco extenso y que sus personajes a veces rayaban en lo genérico; pero es una ilusión, en parte generada por el mismo tono brumoso del relato. No puedo decir mucho más sin arruinarles el relato, así que lo dejo aquí.

Erna y la loba: Cerine es de las artistas que me gustaría ver pintar un mural o un buen cuadro. Quizás la portada de un libro. En esta corta historieta, no obstante, no sale de un radio bastante limitado de opciones. En un tono minimalista y jugando con la dualidad (oh, querida y vieja dualidad) hace desfilar nuevamente la palabra peligro sumada a un exquisito dibujo. Esta historieta carece de historia (valga la redundancia): es un mural hecho viñetas. Y ésa es su espada de doble filo.

Chubby love: Fernando Córdoba no nos narra nada acá; nos mete derecho a la cabeza de un personaje en donde, como en todas las cabezas, las cosas giran en un aparente y violento remolino caótico sin orden ni sentido. Ésto es, al igual que en Erna y la Loba, un recurso que puede jugar en contra. Como escritor de narrativa me frustra no haberme encontrado una historia, o haberme encontrado una historia a gajos, mezclada con cáscara y tierra. Hay acá palabras y oraciones bellas; pero rasga más la prosa que la narrativa. Este híbrido quizás mejore con el tiempo, pero no deja de ser un quizás.

La bruja y el lobo: Irene Adela Flores Vazquez nos cuenta na historia casi musical que respeta una estructura narrativa de antiquísimo orígen; la repetición de la fórmula da un carácter casi ritual a esta clase de cuentos que todos sabemos cómo han de terminar, pero queremos oír de todos modos. Los personajes cumplen su papel con fuerza de autómata, pero los versos casi míticos podrían haber sido recitados por Homero o Quevedo ante un público nutrido, y hubiesen sido aplaudidos sin duda. Muy bello.

Tómame: una historieta que, al igual que Erna y la Loba, es un mural hecho viñetas. Con una estética un poco gastada (pero bien adquirida, eso se nota), Chandra Free nos muestra una lección bien aprendida en cualquier historia pop de los últimos treinta años. Nada nuevo, con un dibujo que no propone nada nuevo y que, sabrá disculpar la/el autor/a, no me provoca absolutamente nada. No está de más, pero tampoco tiene un aporte cabal a la antología.

La tenue lluvia sobre los acres: Simplemente el mejor cuento de toda la antología por lejos. Teresa Pilar Mira de Echeverría demuestra nuevamente que es una de las mejores plumas contemporáneas que nos han tocado leer. Narra con una maestría pictórica de un detallismo casi barroco (sin hacer denso el flujo narrativo) una historia increíble donde se conjugan todos los períodos históricos y a la vez ninguno, veteado de cyberpunk y el ruido de un cascabel. Magistral es la palabra.

Sueño número 12: Una historieta sencilla y lúgubre en donde Patricio Delpeche utiliza un recurso que rara vez es abundante en este formato; el final semiabierto, la suposición, la insinuación entre trazo, texto y simbolismo. Una muy buena manera de cerrar una antología, casi como un vagón de cola de tren o los minutos de más (que no son de más) después de los títulos en una película de cine. Redondo.


Fuera de eso, las ilustraciones presentadas son un bello agregado para finalizar un volumen antológico al que le damos pulgar arriba por varios motivos enumerados arriba; además de todos ellos, por el hecho de que las coordinadoras/editoras/autoras/directoras de este manicomio hagan, justamente, esta clase de call to arms a nuevos colaboradores. En un contexto que a veces es hostil a los autores nóveles o con poco trabajo todavía encima (o poca moneda para publicar) como para presentarse ante los "Grandes Círculos Editoriales" (o los Grandes Culeados Epilépticos, si disculpan mi francés), me resulta más que placentero ver que no solo estas dos chicas se plantan desde la independencia editorial, sino que abren el juego a autores que quizás no habían publicado o publican rara vez por estos medios.

Eso es todo por ahora. La próxima nos veremos con la reseña de Anuraidh, de Lucila Quintana. Manténganse alejados de la nicotina y tengan una buena noche, conejos.

Tragafuegos #0 - Julio



Muchachos, hoy mismo comienza la subida a la internes del fanzine que estamos produciendo desde la caverna. Para el que esté desactualizado, reitero la explicación:

¿Qué es Tragafuegos?

-Es una publicación independiente y autogestiva de aparición mensual que verá por primera vez la luz en el mes de Julio.

¿De qué se trata?

-Intenta recuperar y revisitar focos culturales contemporáneos y pasados, no dejar que la memoria sea corroída por el óxido y utilizar la ficción como lanza y escudo para afrontar el día a día. Y, sobre todo, usar el absurdo y la risa como molotov primordial

¿Qué puedo hacer yo?

-Es muy sencillo! Si hacés o conocés a alguien que haga cualquier cosa que pueda ser impresa (cualquier tipo de escritura o arte gráfico, o querés contarnos una experiencia que crees sea digna de ser relatada, sea de índole cultural o artística o de acervo histórico o memorable), acercate a nosotros mandando PM a ésta cuenta de facebook o al mail (cataqclismo@hotmail.com) para colaborar con lo que salga en la revista.


Adiciono, además, que Tragafuegos se maneja por una estética por número y que cada número es mensual. En este número en concreto contamos con una crónica de Lucio Negrello de las tabacaleras jujeñas ilustrada por Mariela Viglietti; un texto increíble de Ignacio Javier Olguín, una ficción farenheitzada de Lu Gregorczuk , una historieta de Renzo Podestá, una entrevista a Federico Fernández y un último texto de un servidor respecto a barrios y habitáculos. La estética de este número han sido las escafandras.

A partir de hoy, en un ritmo que intentaremos sea regular, Tragafuegos va a comenzar a ser subida al blog como corresponde. A continuación, el PDF listo-pa-imprimir, abrochar y salir a fanzinear. Disfrute!

http://rapidshare.com/files/1984375953/Tragafuegos%20%230.rar

domingo, 11 de agosto de 2013

Diario de un Hombre Ajeno: Reseña de Diario, un año de historietas, de Loris Z.

Cada tanto el Tintero vuelve a reseñar. Quizás porque me haya quedado el fantasma de un fanzine que nunca terminó de formarse, octomesino en la cabeza de sus creadores; o capaz por el simple gusto de dedicar un breve y humilde análisis de un servidor a obras que merecen unos minutos para dedicarles un par de palabras. En este caso, y retomando casi un año de inactividad en el blog en lo que respecta a reseñas, le toca a "Diario: un año en historietas", por Loris Z.


Arranquemos haciendo un alto importante para el que desconozca al autor. No diré lo que siempre se dice, se lee o se escucha de él; diré, sí, que es historietista, que trabaja y vive en Buenos Aires, que es pelado y tiene un acento genial. Diré además que tiene un bonito blog que mantiene actualizado y usted puede visitar aquí y que es uno de esos personajes que, a la manera de Popeye, se topa siempre con uno u otro pozo que logra superar a fuerza de historietas, que vendrían a ser sus espinacas.

No en vano comienzo la reseña con una presentación del autor. Cuando el título del libro dice "Diario, un año de historietas" no es joda; es literalmente ésto. En la introducción (y para pactar una complicidad entre lector y autor), Loris nos explica que, al comenzar este proyecto, se autoimpuso tres reglas: 1- Que cada historieta tenía que tener cuatro viñetas 2- Que cada día había que hacer una historieta 3- Que cada historieta tenía que ser realizada en una hora. Por lo tanto lo que se puede ver en esta obra (literalmente) es eso: un año achacando con las premisas cual herrero golpeando un hierro caliente. De la forja de Loris salió este libro que, además de olor a forja, huele a premisa respetada y, sobre todo, a deuda saldada.

No voy a hacerles perder el tiempo para que se enteren de detalles que están en el propio libro; cuenta con un muy buen prólogo de Leonardo Oyola y, además, el monstruo se desenvuelve muy bien solo. Ahora bien; vamos a lo que nos compete y, sabiendo de qué va la cosa, adentrémonos en las fauces del bodoque.

Diario tiene varias claves que suenan en consonancia. La primera clave es comprender o beber del dibujo de Loris, un dibujo que puede resultar, a simple vista, sencillo o engañoso; sin embargo como el artista que es nos adentra en un universo muy suyo sin tener que marearnos en entreveros estúpidos. Muchos dibujantes (sobre todo principiantes) fallan en ésto: la complejidad o el virtuosismo del dibujo por sobre lo que se está narrando. El dibujo de Loris, en cambio, es un verdadero músico de Jazz; muta, cumpliendo el papel que tiene que cumplir en el momento en que tiene que cumplirlo. Cuando debe ser sencillo o estar de manera puntual, lo está; otras veces nos engaña y nos hace ver figuras que no son, y que terminan causándonos la misma gracia que si hubiesen estado ahí desde un principio. Por eso recalco que, además de un buen dibujo, esta historieta cuenta con un dibujo acorde a lo que se narra; acompaña e ilustra en todo el sentido de la palabra lo que Loris nos muestra.

La otra clave que suena en consonancia es, precisamente, lo que nos narra. Contar la vida de uno mismo desde el medio que conoce generalmente causa muchas impresiones fugaces en los primeros segundos; que se linda en la autobiografía, que no se puede versar en demasiadas cosas, que los temas a tratar eventualmente se agotan y un plural de boludeces que se me pueden venir a la cabeza (o a usted, lector) como excusas. Loris nos pega el cachetazo y nos hace contemplar, sin ninguna soberbia ni tampoco en humildad, su vida, una vida como la que tenemos todos y a la vez, una vida particular. Porque la despoja de la rutina (que sin embargo está ahí), le planta el mundo interno fantástico que todos llevamos dentro (que nos esforzamos en asfixiar) y nos cuenta, como quien charla con amigos entre café y cigarrillos, cosas que le han pasado, le pasaron y probablemente le pasen.

Hay varios pivotes más que giran en este rompecabezas bien armado que es Diario. Uno de ellos, el no dejar al fruto de la mente de lado en caso de tener que contar tu propia vida; otro, que los astronautas tranquilamente pueden ser dinosaurios; uno más, que existen guionistas, dibujantes, directores (artistas al fin y al cabo) que pasan de largo en los ojos de los demás, y él rescata para que puedas volver a verlo o verlo por primera vez. Tiene algo de documental, porque tampoco es autobiografía ni siquiera, asimismo, un diario; este libro es algo más, porque nos mezcla el devenir normal del cansancio del trabajo, más los entreveros sociales (familiares, amorosos, amistosos) en que todos nos vemos inmersos, más la escena desaparecida o la frase que resuena en tu cabeza después de leída, más los videojuegos, más los dinosaurios, más Shame on you, boy, más uno que otro garrón, más la tinta, más las anécdotas, más, más, más...

Cuando llegás a la mitad de Diario no querés que termine. No porque lo que se cuente sea realmente excepcional, sino porque Loris ha logrado extraer el secreto del buen narrador; te mete en la historia, te hace pasar, te ofrece café o cerveza y te invita a que te quedes. Es, justamente, el aire que tiene este libro; el aire a living de un amigo, a bar de noche, a remolonear en la cama los domingos a la mañana (y tener que salir cagando cuando es necesario hacerlo).

Por último, agregaré que este libro tiene una perla más, que quizás pueda resultar idiota pero en lo personal vale, y mucho. Loris hizo un muy buen trabajo con este libro porque nos exhibe una dualidad; descarna el mito del artista y el historietista (que para el lector llano y raso siempre existirá, además de ser fomentado por la cultura de masas) sin que eso arranque el hombre de sí mismo. Básicamente, Loris nos muestra que hacer historietas es una elección consciente, o que los historietistas también se enferman, se cansan, juegan videojuegos o se alegran cuando reciben "ese" correo. Y rescata, justamente, el gesto de seguir tronando y cargando contra lo que sea que se le ponga adelante con tal de continuar creando y re-creando este arte, el de la historieta, que es su medio de vida y su verdadero trabajo. Nos demuestra, entre otras tantas cosas, que crear y re-crear es posible aunque un orzuelo extra-dimensional se posesione de tu ojo; y que vas a hacer cualquier cosa con tal de sobrepasar ese bodoque -ese lomo de burro que te jode el camino- con tal de poder seguir haciendo eso que te hace a vos.

Muchachos, me despido dando como siempre la advertencia de alejarse de la Nicotina y otorgándole a este libro un 6.9 en la escala de Richter. Recomiendo este monstruo, sobre todo, a jóvenes creadores que necesiten (o crean necesitar) un cachetazo o un buen empujón. Y a los que no, también; después de todo este libro es amigable y cálido, un lugar que cualquiera de nosotros necesita.

Envidio enteramente el gorro de fantasma de Pacman,

Black V

lunes, 29 de julio de 2013

¿Cómo se usan los Libros?




Comenzaré este retazo reclamando un manifiesto consumista:

"Un espectro se ha posesionado del mundo: el espectro del consumismo. Ciento sesenta y cinco años después, en el mismo Londres donde Marx y Engels escribieron El manifiesto comunista, un hombre cuarentón sentado sobre una silla plegable gritaba, con una sonrisa espléndida, su versión del manifiesto consumista ante las cámaras de televisión: “Apple rocks, Apple rocks” (“Apple es el mejor, Apple es el mejor”)." - por Álvaro Santana Acuña, Fuente: link

Dicho sea eso, y abierta la convocatoria a que, justamente, tengamos al alcance de nuestra mano gracias a la invisibilidad con que se manejan las dinastías, los imperios y las plagas todo-terreno, cualquier objeto "de uso común". Estamos totalmente acostumbrados al consumismo y eso es algo innegable; de ahí deviene la reflexión inherente a que todo objeto próximo a nosotros (o que orbita nuestra rutina) está plagada de un uso implícito. Algo así como la formalidad aristotélica, solo que con un set un poco más simplón de premisas.

Ahora bien, existen muchos objetos que se han resistido al paso del tiempo, el progreso o cualquier noción que se le quiera poner encima; objetos que antes de consumirse, son en el sentido básico del ser que podría rastrearse a cualquier formalista alemán. Objetos tales que no tienen un set de instrucciones, o si las tienen, se transforman en algo difuso, diferente de los hijos de la post-modernidad, donde la especificidad y la ruina de lo poco preciso quedan sepultadas ante depiladores de vello capilar nasal y helado para celíacos.

Puede pasar desapercibido a la primera mirada, pero todos estos objetos, no solo remarcables por su antigüedad sino también por un factor que los transforma en imprescindibles, están presentes en mayor o menor medida en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Ahora me gustaría hacer foco en el núcleo del texto, esto es, los libros. Cualquier lector avezado puede empezar a traducirlo desde el lado poético; que los libros encierran las almas de sus autores, que son una ventana a cualquier otro sitio en el que no se está, que conservan la mejor manera de entretenimiento o un largo etcétera. Pero esta disyuntiva entre el libro y su uso (si es que existe) surge ante mí tras un planteo simple e inclusive pelotudo (aunque suelen ser éstos los planteos que nos hacen cambiar un hábito o una vida): ¿Cuándo está realmente usado un libro?

Francamente, en mis casi veinte años de lector, puedo decir sin lugar a dudas que gran parte de mis lecturas han sido de textos usados, tanto libros como revistas, panfletos o cualquier otra cosa física que tuviera oraciones encima. Uno de los hábitos que cualquier bibliófilo sabrá cultivar es la búsqueda de las Librerías de usados, las montañas de saldos con ediciones ilegibles de autores intragables (probablemente como quien suscribe), siempre en búsqueda de ese clásico que reedito Sudamericana pero que está carísimo o, en el caso de los más aventurados, aquel incunable, esa edición única que leyó alguna vez y no pudo volver a conseguir o del que ha oído hablar.

Sin embargo, recorriendo esos locales (en donde el olor a libro viejo lo plaga todo, siempre hay música baja de fondo y probablemente se adivine un gato en algún lugar) es que cabe preguntarse, cabe inquirirse respecto al carácter utilicio de los libros.

¿Qué determina el uso de un objeto, sobre todo cuando éste no es descartable? La literatura descartable es otro tema que me gustaría abordar en otro momento, pero volvamos de una vez; ¿Qué define el uso, o qué le da el carácter de usado a algo?

Podemos enumerar múltiples cosas; ya sean marcas personales, desgaste por (jocosamente) el uso del objeto, la falta de una parte importante, el agregado de algo que no debería estar ahí.

Sin embargo, lo que en un martillo sí importa, en un libro puede llegar a ser considerado aparte. Dejando la poesía de lado y el aspecto estilístico de nuestras propias vidas como lectores, es en los libros donde la palabra "uso" se aja, se arruga y se plurifica a tantos estados como lectores son posibles. Poe decía que buscaba libros con amplios márgenes, para poder escribirles. El cazador de libros usados probablemente se haya topado con alguno de éstos, pero yo francamente, si cuento veinte en todos los años que llevo recorriendo librerías, creo que exagero.

Desterremos, asimismo, al bibliómano coleccionista; aquel que hace del libro un objeto de culto y pretende sobrevivir a pura fuerza del sentimiento de posesión sobre una obra inédita puede ir encargando el cajón. Así como los libros circulan y cada lector guarda cierto grado de recelo sobre su colección privada, así mismo es como la palabra está destinada a rodar, a transmitirse, a enamorarse de otro. La palabra impresa existe sólo para ser leída; en tanto y en cuanto permanezca guardada bajo siete llaves se ha transformado en un objeto de colección, como lo sería una estatua de un escultor muerto o un juego de ajedrez tallado por un hombre sin manos, y pierde su verdadero carácter de libro. Es por esto que (tristemente) no me cabe la menor duda de que existen en el mundo bibliotecas que son verdaderos cementerios, a los que solo le faltan flores para asemejarse a la cripta, cuando una verdadera biblioteca debería tener el movimiento de una metrópolis.

Pero me voy del punto. La síntesis, de vuelta, del uso del libro va por otro lado. ¿Cuándo se puede considerar a un libro "usado"? Mientras el soporte se desgasta gradualmente (todo libro está condenado inevitablemente a transformarse en polvo, tarde o temprano), la acción del ser humano es, a grandes rasgos, muy breve en tanto y en cuanto hay otros agentes abrasivos para ese delicado material, el papel. La luz fluorescente, por ejemplo, que se utiliza en demasía hoy día gracias a las políticas ambientales del bajo consumo (otra vez), desgarra y quiebra mucho más la estructura de la fibra de papel que la acción desolladora que pudiera tener la grasitud de la epidermis humana.

¿El arco está vencido, está descolado, se le están saliendo hojas? Nada que una encuadernada nueva y una buena prensa no arreglen. ¿Tiene hojas de más o de menos, algunas están un poco magulladas? Bueno, ésto es más complicado... pero nuevamente, acrecientan el ímpetu del verdadero lector, el sujeto al que me vengo refiriendo. Un verdadero lector solventará la falta de páginas usando el puente que su imaginación le permita, o se extasiará con páginas de más donde hallará alternativas para su deleite. Inclusive de materiales arruinados puede sonsacarse una respuesta.

Cuando era muy chico encontré las revistas Humor de mi viejo. La gran mayoría (desconozco por qué) estaban rayadas con birome, o les faltaban hojas, o tenían algunas secciones realmente destruídas. Con mis pocos años no podía entender muy bien qué estaba leyendo, pero lo que sí leía (porque los artículos largos me cagaban aburriendo), de encontrarse averiado, era sorteado. La avería era un obstáculo que mi imaginación debía superar, siempre. Ni que hablar cuando encontré una Fierro, una sola, aislada de cualquier continuidad de lectura, y me hallé ante la pena de no solo no comprender en toda su dimensión las historias, sino también de no saber cómo esas narraciones concluían. Mi cerebro de niño obró su magia, y dibujé junto a mi hermana, además de escribir, los posibles finales, los personajes que faltaban, lo que verdaderamente el "héroe" buscaba.

¿El uso de un libro puede dimensionarse, entonces, por su desgaste físico? Ciertamente no. ¿Pueden considerarse mis herejías de pendejo al alterar el contenido de los libros para mi propio deleite un uso, también, del libro? Tampoco, porque eso ya pasaba al terreno de la ficción de fans que, generalmente, es el punto de partida de la gran mayoría de los creativos. ¿Es acaso un libro que ha pasado por más manos más usado que otros? Tampoco, pues existen lectores que pasan como fantasmas o golondrinas por sobre las lecturas y los hay quienes, como yo de pendejo, se apropian del material y de todo lo que contiene de una manera por demás grosera.

Entonces, ¿Qué es lo que define el uso de un libro? Francamente no lo sé. Creo que los libreros de librerías usadas utilizan esa terminología por no contar en nuestro léxico (ni en ninguno de la tierra) un buen verbo para definir lo que se hace con un libro. Porque, precisamente, ésa es la pregunta: ¿Qué es lo que hacemos con un libro?

Es una de las tantas preguntas incontestables que surgirán a lo largo del devaneo del Tintero. Más que nada porque, además de existir diferentes lectores, también existen o concurren en la conformación de un libro múltiples universos (o multiversos, si me permiten el guiño francamente idiota) que no todos barajamos, o que se barajan de a poco. Con cada vida de cada libro, con cada recorrido; con cada actor que colaboró para que ese libro tuviera cuerpo físico. Con cada lector y con cada herencia, además de la multiplicidad de ovillos que se hilvanan alrededor de ellos.

Probablemente, el libro sea comparable a un lugar, donde todos estos elementos y más concurren en busca de cualquier cosa. Y, mi querido temeroso de la Nicotina, uno no usa los lugares. Los lugares nos usan a nosotros.

miércoles, 24 de julio de 2013

Átomos recomendados

No hace demasiado me topé con una lista de los 21 cuentos de ciencia ficción que deberían leerse, pero lejos de coincidir, encontré un buen puntapié para largar algo similar desde acá. De la lista antes dicha hay nueve cuentos en los que, coincido: todo escritor que quisiera inmiscuírse en el género debería leerlos. Éstos son:
  1. La última pregunta (The Last Question) - Isaac Asimov
  2. Los nueve mil millones de nombres de Dios (The Nine Billion Names Of God) - Arthur C. Clarke
  3. El continuo de Gernsback (The Gernsback Continuum) - William Gibson
  4. No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth, and I Must Scream) - Harlan Ellison
  5. Las verdes colinas de la tierra (The Green Hills Of Earth) - Robert A. Heinlein
  6. Robbie - Isaac Asimov
  7. Los que abandonan Omelas (The Ones Who Walk Away from Omelas) - Úrsula K. Le Guin
  8. Vendrán lluvias suaves (There Will Come Soft Rains) - Ray Bradbury
  9. Los hombres que asesinaron a Mahoma (The Men Who Murdered Mohammed) - Alfred Bester

Ahora van los suplementarios, algo así como decálogo desde éste escritorio, necesario para la contemplación de lo que algunos placen en llamar ficción especulativa:

- El caso Rautavaara, de Philip K. Dick (link)
- Azul pensar, hasta dos contar, de Cordwainer Smith (link)
- Flores para Algernon, de Daniel Keyes (link)
- El sabio, de Massimo Pandolfi (link)
- El hombre que volvió, de James Tiptree, Jr. (link)
- Lobras, de Marcial Souto (link)
- Energía profunda, de Inisero Cremaschi (link)
- Suspensión deficiente, de Philip K. Dick (link)
- El holandés errante, de Erick Jorge Mota Pérez (link)
- Tumithak de los corredores, de Charles R Tanner (link)
- Deserción, de Clifford D. Simak (link)
- Cómo servir al hombre, de Damon Knight  (link)

- El tío acuático, de Italo Calvino (link)
- Un gran patio delantero, de Clifford D. Simak (link)
- Mimic, de Donald A. Wollheim (link)
- Ven y enloquece, de Fredric Brown (link)
- Los ondulantes, de Fredric Brown (link)


Probablemente ésto sea ampliado con el tiempo, pero por ahora, eso es todo. Disfrute el que no conozca y el que sí, pifie, insulte o simplemente diviértase.

jueves, 18 de julio de 2013

El policía tenía flores

Este texto iba a ser incorporado originalmente a Anarkiskovich, primera novela de un servidor publicada con la editorial independiente Dead Pop. Cuando Ana dejó de ser un juego propio y tuve que plantearme la estructura del libro tuve que dejar este texto de lado, ya que no cuadraba con el resto de los textos, ni en estilo ni en enfoque. Podría ser considerado un bonus track que ahora ve la luz como texto suplementario (creo haberlo publicado en facebook alguna vez, también).


«Un policía con un ramo de flores en la mano, parece perdido. De repente, la piba que sale de la facultad lo mira. No es de por acá cerca, no vive en las pensiones. Ninguno de los dos es de esa ciudad. Sin embargo, la ciudad los marca como enemigos.
—¿Querés una flor? —pregunta el policía, quince años de servicio encima, cansado, todo chaleco antibalas y color azul gastado.
—Ni aunque fueras el último hombre del mundo, represor de mierda —le contesta la piba, veinte años, de un pueblito del interior, cuatro años de Comunicación Social.

La piba se va. El Policía se queda y piensa que es irónico y triste que, hace cincuenta años, eran los pibes los que les daban flores a ellos y ninguno aceptaba una tampoco.»




Imágen: http://www.flickr.com/photos/thebraindead/6391675655/

miércoles, 17 de julio de 2013

Hilda, o la Gárgola Moderna

A la Irma, con todo mi afecto
A Mary Shelley, quizás la primera mujer que soñó con truenos

Mis primeros recuerdos de Hilda, la abuela, se remontan a mi primera infancia, cuando jugaba sin bucles en los relojes a construír palacios de barro en su patio, labrado a polvo y cal por la erosión. Ella montaba en cólera entonces con una terrible ceja mal caída en su ojo izquierdo y movía sus alpargatas con veloz precaución, mientras volaba el chirlo severo a mis sienes al grito de esto no se hace, que qué van a pensar los vecinos, que una señorita debe saber cómo comportarse.
"A tu madre la crié mejor que para haber tenido una oligofrénica como tú" y cachetadas verbales por el estilo. Mi madre, por supuesto, estaba de viaje; razón por trabajo y por salud que se mantuviera lejos de su progenitora. Mi padre había muerto en un turbio incidente en tugurios mal iluminados del puerto de Buenos Aires; yo contaba entonces con unos cuatro años, y la abuela Hilda era para mi un totem de viles hazañas y años mal quemados.
Por supuesto que Hilda tampoco había tenido una buena vida; casada con un hombre al que ella recordaba con temible cariño, probablemente abusada por cualquiera de sus tres hermanos mayores, también huérfana de padre y con seis hijos a cuestas. Había sido de todo; vendedora, tejedora, nodriza, panadera, cocinera, lavandera. Inclusive había aprendido a leer para repetirle las noticias impresas en los pocos diarios de los pueblos donde había vivido a los iletrados. Pero Hilda era terrible en su lontananza del porvenir; para ella la vida nunca era justa, era un terrible teatro donde nos movíamos como marionetas, la muerte siempre acechaba al primer trago de té y las plegarias al Señor nunca eran suficientes.
Quizá por eso era que mi madre le rehuía mucho y me decía, a veces entre susurros de colectivo, que "Hilda imitó siempre a su madre, tu bisabuela, a quien nunca conociste, gracias a Dios. La abuela Temprana era mucho, pero mucho más seca y violenta que ella". Ahora, de grande, me la puedo imaginar; Temprana había sido bautizada así por haber sido prematura. Había crecido con una cojera que le obligara a caminar con bastón desde muy temprano, y con ese mismo palo raso de quebracho fajaba a todos sus hijos, sin distinguir asentaderas de narices. 
El tiempo pasaba lentísimo en la casa de Hilda. Siempre olía a jabón blanco, a mate lavado y a visitas de vecinos que venían a escuchar el partido en la legendaria radio del abuelo Eduardo, más por costumbre y por acompañar a la vieja que por querer levantársela. Cada tanto, uno que otro viejo caía un poco más acicalado que de costumbre; pero jamás podría haber notado algún roce de la nona con ellos, más por desinterés y dominio de los entornos infantiles que otra cosa.
Hilda siempre había tenido una extraña y algo siniestra devoción por cosas. Primero que nada, los Santos de la Iglesia desfilaban, uno a uno y mes a mes, el pequeño altarcito donde ella prendía velas, rezaba novenas y rosarios enteros para que, según ella, "nunca le falten la salud y el trabajo a tí y a tu madre". Cada tanto intervenía algún ídolo que la Hilda, de ser una acérrima devota cristiana, caracterizaría de pagano; mi más firme recuerdo se va con un Ekeko gordo de ojos exageradamente abiertos a quien la vieja hacía fumar largos cigarrillos en los que se gastaba uno que otro dinerito. "Él los fuma de verdad; sino, ¿Porqué se consumen?" nos callaba la Hilda con su tono que no admitía discusión, por más que los cigarrillos se consumieran por razones más físicas que sobrenaturales. Nunca comprendí bien a mi abuela, pero la dejaba ser y la respetaba, considerándola con esa lejanía que separa tanto a chicos de viejos cuando debería ser al revés.

Los años pasaron, mi abuela permaneció igual y un poco más achacosa. Yo me convertí en una adolescente que había sobrevivido la pubertad sin un solo resquicio de casettes de Bon Jovi en mi haber, leía a Verne y me preparaba para entrar en la facultad de medicina. Mi madre continuaba con su trabajo de siempre y casi no nos veíamos; ni siquiera tuve tiempo para preguntarle, a lo largo de años de pseudo convivencia, cómo ponerle un forro en la chota a alguien. Pero esas cosas, como a leer a Verne o creer que la medicina era mi vocación, las terminé aprendiendo solas. Hilda caminaba con el bastón de la vieja Temprana y cada vez se encogía y se encorvaba más. Mi madre me pedía que, cuando se ausentara durante más de un mes, yo fuera la que visitara a la nona y viera que no le faltara nada. Claro, con 87 años de vida y todavía regando las plantas a las cinco de la mañana podía tranquilamente espichar sin que nadie lo notara.
Ir a la casa de la abuela era regresar en el tiempo; pero me cargaba de apuntes, libros y unos pesos para salir a dar una vuelta al centro del pueblucho para distraer la cabeza e iba. Nunca pasaba más de quince días con la vieja; después de una semana esa enorme casa donde la vieja vivía sola se me antojaba extraña, siniestra, quizás demasiado fría.
"No entiendo, nena, en qué falló tu madre" decía la Hilda entonces "Esos pantalones, esas remeras escotadas, esos ojos delineados. Una mujercita de tu edad no debería vestirse así; atraería cosas feas". Yo la callaba con la irreverencia de la juventud que se atropella todo por delante y la vieja se sumía en su silencio lleno de quejas, lleno de aydióses, quevamosahacer y muchas otras cosas dichas en voz baja y arrastrar de alpargatas. Después de la siesta se plantaba en el altarcito, con la foto del abuelo Eduardo al lado, para rezar en voz baja pero audible "que la nena sea buena, que no le falte nada, que crezca jóven, fuerte y hermosa". Claro, al altar le decía cosas bellísimas, pero cara a cara jamás podía largar nada.
Fue en una vuelta al centro en la que me encontré por primera vez con Leandro. Un pibe de su edad atascado en un pueblo como ese no era el chamuyo habitual de levante que comúnmente una recibe. Pero las miradas pocos disimuladas del muchacho no tardaron mucho en levantarme la perdiz; despacharlo era cosa fácil siendo un encuentro ocasional. Volviendo a la casa de la Hilda lo empecé a pensar: pelo corto, sombra de barba, ojos negros y algo raros, como amielados. Bueno, una también tiene derecho a sentir hambre de vez en cuando, ¿No?
Los encuentros con Leandro se hicieron cada vez más largos. Todavía tenía una semana en ese pueblo de mierda y la verdad que estaba totalmente harta del cursillo para medicina. La Hilda debía notar algo porque empezó a preguntarme dónde pasaba tanto tiempo, a lo que yo le contestaba que qué le importara, que se metiera en sus rezos y nada más. "Pendeja irrespetuosa" me decía entonces "Este pueblo es más viejo que vos y que yo. Más te vale cuidarte ahí afuera".
Prontamente empecé a soñar con Leandro. No sé qué era, pero se me había antojado ese pendejo. Así que cuando me citó a la tarde para la placita de los cañaverales altos me fui con dos forros en el bolsillo, unos jeanes bien ajustados y una remera corta y el pelo bien recogido. Nunca fui fanática del maquillaje y a él no parecía importarle. Encontrarlo fue fácil; el tema fue que, después de darle un beso y prácticamente saltarle encima, él me frenó entre risas.
-Pará pará un poquito- me dijo enseguida, separándose un poco -Que los muchachos también van a querer un poco de esto-
Sin saber cómo, de entre los cañaverales entre los que estábamos escondidos salieron cuatro pibes más, probablemente de la edad de Leandro, con sonrisa de lascivia en los ojos. 
De repente me creí una vaca llevada al matadero.
-¿Qué es esto, Leandro?- le pregunté tratando de separarme de él, aunque ya me tenía atrapada de un brazo. Un agarre que comenzaba a apretar y a lastimar.
-Te dije que tenía amigos que te querían conocer- me dijo él con una sonrisita irónica en la cara -¿Qué mejor manera de conocer a otra persona que así, entre las cañas, entre amigos?-
-Soltame pelotudo- le dije, tratando de sonar amenzadora, pero me tembló la voz. La verdad era que el terror me empezaba a crispar la carne.
Uno de esos muchachotes soltó un risotada. Otro, de bigote incipiente y mirada vidriosa, largó:
-Estas pibitas de ciudad son todas iguales. Se creen que las saben todas pero no se dan cuenta lo tiernas que son hasta que las cagan violando entre los yuyos-
-Claro que no va a ser violación si lo hacés consentido, mi amor- me dijo Leandro, atrayéndome hacia él y desgarrándome un poco la remera -Dale, si es lo que querés, no te hagás la jodida y te vas a ahorrar el mal rato...-
Hasta el día de hoy no se de donde saqué fuerzas para darle un codazo en la cara a Leandro, si es que ése era su nombre. Tampoco se cómo hice para pegar un par de manotazos al aire y poder salir corriendo hacia afuera de las cañas, con la horda retrasada por el imprevisto, gritando puteadas.
El pueblo entero parecia desierto. La placita estaba alejada de todo a esa hora de la siesta, exceptuando la casa de mi abuela. No tenía aire en los pulmones para articular palabra; gritaba a calzón quitado, con la remera a medio romper y el miedo mordiéndome la nuca. 
Cuando doblé la esquina de la casa de la nona, la Hilda ya estaba afuera, apoyada en el bastón de la abuela Temprana y fumando. Largaba terribles bocanadas de humo y tenía la mirada más severa que le vi jamás.
-Abuela, metete adentro, llamá a la policía- alcancé a decirle. 
Pero la vieja ni se movió. Buscó y encontró con la mirada al grupo de perseguidores, ahora cinco hombretones con cara de rompedores de botellas de ginebra en, una vez más, tugurios mal iluminados.
-Doña, pórtese bien y no le va a pasar nada- dijo el más grandote.
-Entrá padentro, chinita- me dijo la Hilda, con la voz hecha una cimitarra -Que de éstos me encargo yo-
Había algo en ese tono que no permitía lugar a duda. Recién entonces noté el silencio de plomo que había en el patiecito, en la cuadra, en la tarde completa. 
Y el ceño de Leandro, que se fruncía como si estuviera oliendo una fosa séptica recién abierta.
-Vieja, no complique las cosas- dijo Leandro escupiendo a un costado, despeinado y fruncido -Solamente queremos a la piba. No queremos machucar a una vieja como usted-
Hilda se limitó a arrastrar rápidamente las alpargatas y plantársele delante, largando una nube de humo sobre la cara de Leandro, las cejas casi hechas una sola en la expresión de eterno enojo de la vieja. La severidad pesaba más que una tonelada de hormigón armado.
-Los que se van a ir por patas son ustedes, gurises- dijo con una voz casi ajena a ella -Ésta es mi casa. Y en mi casa no entran hijosdeputa ni malnacidos. ¿Se entendió?- sentenció la nona.
-Abuela...- empecé a decir.
Pero la vieja se dio vuelta, y con terrible brillo en los ojos me gritó:
-¡DÉNTRESE USTÉD!-

No se porqué obedecí. Fueron terribles los minutos de pleno silencio y tensión que viví adentro. Luego, el arrastrar de las alpargatas y el traquetear del bastón, la puerta de entrada y la nona, con la cara más suavizada, sin mirarme, pasando por al lado.
-Hay que llamar a la policía, nena- me dijo la Hilda como si fuera lo más natural del mundo -Hay cinco chicos muertos en mi jardín-
Yo no podía articular palabra, podrán imaginárselo. Me asomé apenas a la ventanita que daba al jardín para ver que sí, cinco cuerpos de esos cinco violadores adornaban desparejamente el patiecito de la Hilda. Me volví para encontrarla prendiendo la radio, poniendo la pava para el mate, sentándose al lado de la foto del abuelo.
Debe haber sido elocuente mi cara, porque la nona me miró y sonrió apenas, aunque fue la única sonrisa que le vi en vida. Me tomó la cara y me dijo, en un susurro:
-Mi madre no me crió para dejar que estas cosas pasen. Yo no crié a tu madre para que estas cosas pasen. Pero pasan. A esta casa no va a entrar jamás nada malo mientras yo viva. ¿Entendés?-
Una inmensa paz me invadió, sin saber bien porqué. No tenía más preguntas y de repente mi abuela cobraba un gran valor dentro mío. Un gran valor y un terrible, antiquísimo respeto que tenemos por cosas solemnes y que nos superan. Como los relámpagos, los ríos o los ojos de un viejo.
-Llamá a la policía, ¿Querés?- dijo la nona, subiéndole el volúmen a la radio -No se qué diría tu abuelo si estuviera vivo y viera el patio en ese estado-

miércoles, 10 de julio de 2013

La clave de Pem



"El verdadero asunto, el verdadero desafío, 
es que la decodificación de un enigma conlleva a su respuesta, 
aunque esto suele costar más que desovillar una bola de alambre de púa"
Otto Schrümann, circa 1876


Clovis Pem se despertó como todos los días en ese entrepiso sucio que ocupaba en la barriada honestamente miserable en la que vivía, la parte bohemia de una antigua Berlín, otrora dominada por uno de los regimenes que pasarían a la historia como opresivos, propagandísticos, imperiales. Como buen bohemio supo reutilizar la lata de garbanzos, abierta hacía tres días y con moscas revoloteándole alrededor, para terminar de consumirla. Semidesnudo como estaba miró por sobre el ventanal hacia el horizonte gris y fabril que se expandía ilimitadamente. Rascándose sin asco la cabeza de cabellos cortos llegó hasta la mesa de pata renga, donde una nota de su cohabitante y ocasional amante le esperaba casi chillando desde el papel.

"Clovis: si no vendes nada de lo que pintas la próxima vez que hagamos el amor será la última. El sexo no paga las cuentas, cariño. Con amor, Gundula"

Clovis largó un amplio quejido. Se había visto venir una nota como aquella, pero todavía no, todavía no lo esperaba. Pintaba desde hacía unos seis años y apenas si había ganado una que otra moneda como pintor en todo aquel tiempo; una exposición en una galería a medio demoler, solo tres ventas de tres cuadros... y no era que no se esforzara. Era solo que los malditos pintores salían de cualquier antro o de la rendija menos esperada, especialmente en Berlin. Hacía seis años que vivía entre trabajos temporales, viviendo de amigos y parejas descartables y la caridad ajena. Diablos, si apenas comía por esos días. Gundula estaría ahora trabajando, pero volveria y querría una explicación.
Se tiró sobre los tablones del piso agarrándose la cabeza. Sus dedos se deslizaron rápida y hábilmente hasta el atado de cigarrillos, tirado en el mismo rincón de siempre y se levantó para encenderlo con la llama del piloto del calefón. Ni siquiera para fósforos tenía.

Fue después de la segunda pitada que los vio. Sentados en el apolillado sillón de tres cuerpos donde generalmente dormía la siesta vio dos figuras humanas; primero creyó que eran agentes del gobierno para desalojarlos, pero después vio que eran un hombre y una mujer., Jamás los había sentido entrar. Parecía que siempre hubiesen estado ahí.

-Hola Clovis- dijo la mujer -Tenemos que hablar contigo-
Clovis empezó a notar cosas más raras al hecho de la entrada silenciosa y rápida en el departamento. Ésta mujer no tenía pelo en ninguna parte de la cabeza. El hombre tampoco. Y además eran violentamente pálidos. No eran de piel blanca; eran atrozmente pálidos, como si estuviesen tallados en yeso. 
-¿Quienes diablos son ustedes y qué hacen en mi casa?- preguntó, sacudiendo los calzoncillos de bronca. Tenía poca dignidad pero la irrupción en su pequeño nido de tranquilidad era la gota que rebalsaba el vaso.
-No tenemos mucho tiempo para explicaciones- dijo la mujer en un tono extrañamente amable -Así que iré directamente al grano. Tu, que te haces llamar Clovis Pem, eres una anomalía genética y te hemos venido a proponer un trabajo-
-¿Un qué?- preguntó sin salirse de su sorpresa -¿Están inyectados o qué?-
-Venimos del siglo XXIII, si eso te sirve de referencia para algo. Clovis, escucha- dijo la mujer vestida parcamente de negro -No podemos estar mucho tiempo en esta línea temporal. Nuestro código genético no lo toleraría. Hay cosas que necesitás saber y que son importantes. Nadie te va a hacer daño ni tampoco te vamos a hacer una amenaza de ningún tipo-

Para este punto Clovis ya empezaba a pensar que estaba alucinando. Los garbanzos en mal estado, alguna cosa rara con la que estuviera cortada la heroína de ayer... no podía saberlo. Pero recordó lo que su viejo amigo, Jagger, le había dicho hacía tiempo: si alguna vez tenés un mal viaje, sentate y respirá hondo. Eventualmente esas cosas pasan solas.
Así que se sentó y escuchó a los dos viajeros del tiempo.

-En nuestra era, en nuestro tiempo, existe un virus- dijo el hombre de voz más mecánica y dura que la mujer -Un virus atroz que no nos permite hacer demasiado-
-Vivimos en ambientes asépticos todo el tiempo para evitar la penetración. Lamentablemente es una plaga que ha diezmado la tierra en poquísimo tiempo. Nuestros aparatos nos han dicho que la única configuración genética-neuronal capaz de resolver el enigma de este virus y salvaguardar a la humanidad de una segura extinción eres tú. Tu eres el único que tiene una cabeza con las bases para resolverlo y aniquilar al virus.- dijo la mujer esforzando una sonrisa.
-Pero un momento, a ver si los entiendo - dijo Clovis haciendo un ademán -¿Ustedes dicen que yo soy el único que puede salvar al mundo de una enfermedad?-
-Exacto- respondió secamente el hombre.
-Entonces son definitivamente alucionaciones- dijo Clovis riéndose por lo bajo -Soy un pintor, muchachos. Y uno muy malo, he de decir-
-Tu vocación no tiene absolutamente nada que ver con lo que fuiste fabricado para hacer- dijo el hombre con un tono cada vez más frío.
-En nuestra era las vocaciones son un vicio inútil - dijo la mujer con una sonrisa sinceramente siniestra -Uno puede tenerlas o no, pero eso ya pasa por el lado del hobby. Cada uno de nosotros tiene, desde el nacimiento, una predisposición o un potencial genético configurado en el azar del cigoto para una determinada tarea. La Sinapsis Artificial determina para qué sirve cada uno y listo. -
-¿La Sinaqué?-
-Sinápsis Artificial- dijo con voz queda el hombre -Es lo más parecido a un Dios o un Estado que hemos encontrado como raza.-
-Y esta... Sinanosequécosa de ustedes... es la que les dijo que vengan aquí y me digan esto. ¿Verdad?-
-No podemos obligar a una persona de otra línea temporal a nada- dijo la mujer, esta vez frunciendo levemente el ceño -Cuestiones de física y relatividad que no vienen al caso. Lo verdaderamente importante es que decidas antes que nos vayamos-
-¿Decidir qué?-
-Si vienes con nosotros o sigues con tu vida regular-
-Están en pedo- dijo Clovis -Aún si fueran reales, par de alucinaciones, ¿Qué clase de futuro me narran? Un lugar aniquilado por un virus, con gente fría sin pelo que obedece una Sinanosequé que es como un Presidente o un Dios... ¡ Y donde las vocaciones son algo que extirpan, como un apéndice!-
-Analogía algo vaga pero válida- dijo la mujer -De todas maneras Clovis, estamos hablando del futuro de la raza humana. Así como las cosas cambiaron hasta donde nosotros estamos pueden volver a cambiar. Puede haber pintores de vuelta... pero nunca lo sabremos si dejamos de existir-
Clovis frunció el ceño con furia, tomó la lata vacía de garbanzos y se la lanzó a la mujer. La lata la golpeó en el medio de la cara y ella cayó, sin siquiera una queja.
-Su futuro, no el mío. Métanse por el culo su virus. Algo habrán hecho para merecerlo-

El hombretón de negro ayudó a la mujer a levantarse y simplemente dijo un "vámonos". De un momento a otro, sin ruido ni tan siquiera una señal, dejaron de estar ahí.

Clovis caminó hasta el sillón y lo tocó. Tocó la lata de arvejas y la arrojó por la ventana con ira. Había sido un muy mal viaje. Especialmente porque todo había parecido demasiado real y esa pequeña, diminuta duda, comenzaba a fisurarle la psiquis de a poco, y probablemente lo haría el resto de su vida.

Apagó su cigarrillo contra el sillón y tomó un lienzo en blanco. Ahora tocaba retratar ese mal viaje y pagar el alquiler.



Los dos temponautas regresaron a su punto de partida. En el punto emisor los esperaba la autoridad, su oficial evaluador; los habían enviado con la misma esperanza que los enviaban siempre a todos los reclutas de la Sinápsis.
-¿Resultado?- preguntó el oficial evaluador.
-Nulo- dijo la mujer -No pudimos quedarnos mucho más y no parecía dispuesto a cambiar de opinión-
-Ya veo- dijo el oficial, examinando el reporte -Si, no ha cambiado nada. Clovis Pem murió a los treinta y siete años, en la pobreza y de neumonía, pasó totalmente desapercibido para su generación. Han fracasado-
El oficial hizo un ademán y los reclutas se desvanecieron en un estallido de luz. Otro oficial apareció a su lado y preguntó, a su vez:
-¿Resultados?-
-Tenemos un progreso lento- dijo el primer oficial -Esta vez, Clovis dejó un cuadro más. Nuestras redes están analizándolo, buscando patrones para ver si coincide de alguna manera con la biogeometría del virus-
-Perfecto. Algo han sonsacado de esos viajes temporales-
-Es inútil intentar traerlo hasta aquí- dijo el primer oficial, alzándose de hombros -Jamás comprendería su papel. Lo mejor que podemos hacer es estimularlo con reclutas descartables hasta dar en la pieza correcta-
-Exacto- dijo el segundo oficial, mirando hacia el horizonte plomizo -Después de todo, la Sinápsis Artificial no se equivoca nunca-