miércoles, 17 de julio de 2013

Hilda, o la Gárgola Moderna

A la Irma, con todo mi afecto
A Mary Shelley, quizás la primera mujer que soñó con truenos

Mis primeros recuerdos de Hilda, la abuela, se remontan a mi primera infancia, cuando jugaba sin bucles en los relojes a construír palacios de barro en su patio, labrado a polvo y cal por la erosión. Ella montaba en cólera entonces con una terrible ceja mal caída en su ojo izquierdo y movía sus alpargatas con veloz precaución, mientras volaba el chirlo severo a mis sienes al grito de esto no se hace, que qué van a pensar los vecinos, que una señorita debe saber cómo comportarse.
"A tu madre la crié mejor que para haber tenido una oligofrénica como tú" y cachetadas verbales por el estilo. Mi madre, por supuesto, estaba de viaje; razón por trabajo y por salud que se mantuviera lejos de su progenitora. Mi padre había muerto en un turbio incidente en tugurios mal iluminados del puerto de Buenos Aires; yo contaba entonces con unos cuatro años, y la abuela Hilda era para mi un totem de viles hazañas y años mal quemados.
Por supuesto que Hilda tampoco había tenido una buena vida; casada con un hombre al que ella recordaba con temible cariño, probablemente abusada por cualquiera de sus tres hermanos mayores, también huérfana de padre y con seis hijos a cuestas. Había sido de todo; vendedora, tejedora, nodriza, panadera, cocinera, lavandera. Inclusive había aprendido a leer para repetirle las noticias impresas en los pocos diarios de los pueblos donde había vivido a los iletrados. Pero Hilda era terrible en su lontananza del porvenir; para ella la vida nunca era justa, era un terrible teatro donde nos movíamos como marionetas, la muerte siempre acechaba al primer trago de té y las plegarias al Señor nunca eran suficientes.
Quizá por eso era que mi madre le rehuía mucho y me decía, a veces entre susurros de colectivo, que "Hilda imitó siempre a su madre, tu bisabuela, a quien nunca conociste, gracias a Dios. La abuela Temprana era mucho, pero mucho más seca y violenta que ella". Ahora, de grande, me la puedo imaginar; Temprana había sido bautizada así por haber sido prematura. Había crecido con una cojera que le obligara a caminar con bastón desde muy temprano, y con ese mismo palo raso de quebracho fajaba a todos sus hijos, sin distinguir asentaderas de narices. 
El tiempo pasaba lentísimo en la casa de Hilda. Siempre olía a jabón blanco, a mate lavado y a visitas de vecinos que venían a escuchar el partido en la legendaria radio del abuelo Eduardo, más por costumbre y por acompañar a la vieja que por querer levantársela. Cada tanto, uno que otro viejo caía un poco más acicalado que de costumbre; pero jamás podría haber notado algún roce de la nona con ellos, más por desinterés y dominio de los entornos infantiles que otra cosa.
Hilda siempre había tenido una extraña y algo siniestra devoción por cosas. Primero que nada, los Santos de la Iglesia desfilaban, uno a uno y mes a mes, el pequeño altarcito donde ella prendía velas, rezaba novenas y rosarios enteros para que, según ella, "nunca le falten la salud y el trabajo a tí y a tu madre". Cada tanto intervenía algún ídolo que la Hilda, de ser una acérrima devota cristiana, caracterizaría de pagano; mi más firme recuerdo se va con un Ekeko gordo de ojos exageradamente abiertos a quien la vieja hacía fumar largos cigarrillos en los que se gastaba uno que otro dinerito. "Él los fuma de verdad; sino, ¿Porqué se consumen?" nos callaba la Hilda con su tono que no admitía discusión, por más que los cigarrillos se consumieran por razones más físicas que sobrenaturales. Nunca comprendí bien a mi abuela, pero la dejaba ser y la respetaba, considerándola con esa lejanía que separa tanto a chicos de viejos cuando debería ser al revés.

Los años pasaron, mi abuela permaneció igual y un poco más achacosa. Yo me convertí en una adolescente que había sobrevivido la pubertad sin un solo resquicio de casettes de Bon Jovi en mi haber, leía a Verne y me preparaba para entrar en la facultad de medicina. Mi madre continuaba con su trabajo de siempre y casi no nos veíamos; ni siquiera tuve tiempo para preguntarle, a lo largo de años de pseudo convivencia, cómo ponerle un forro en la chota a alguien. Pero esas cosas, como a leer a Verne o creer que la medicina era mi vocación, las terminé aprendiendo solas. Hilda caminaba con el bastón de la vieja Temprana y cada vez se encogía y se encorvaba más. Mi madre me pedía que, cuando se ausentara durante más de un mes, yo fuera la que visitara a la nona y viera que no le faltara nada. Claro, con 87 años de vida y todavía regando las plantas a las cinco de la mañana podía tranquilamente espichar sin que nadie lo notara.
Ir a la casa de la abuela era regresar en el tiempo; pero me cargaba de apuntes, libros y unos pesos para salir a dar una vuelta al centro del pueblucho para distraer la cabeza e iba. Nunca pasaba más de quince días con la vieja; después de una semana esa enorme casa donde la vieja vivía sola se me antojaba extraña, siniestra, quizás demasiado fría.
"No entiendo, nena, en qué falló tu madre" decía la Hilda entonces "Esos pantalones, esas remeras escotadas, esos ojos delineados. Una mujercita de tu edad no debería vestirse así; atraería cosas feas". Yo la callaba con la irreverencia de la juventud que se atropella todo por delante y la vieja se sumía en su silencio lleno de quejas, lleno de aydióses, quevamosahacer y muchas otras cosas dichas en voz baja y arrastrar de alpargatas. Después de la siesta se plantaba en el altarcito, con la foto del abuelo Eduardo al lado, para rezar en voz baja pero audible "que la nena sea buena, que no le falte nada, que crezca jóven, fuerte y hermosa". Claro, al altar le decía cosas bellísimas, pero cara a cara jamás podía largar nada.
Fue en una vuelta al centro en la que me encontré por primera vez con Leandro. Un pibe de su edad atascado en un pueblo como ese no era el chamuyo habitual de levante que comúnmente una recibe. Pero las miradas pocos disimuladas del muchacho no tardaron mucho en levantarme la perdiz; despacharlo era cosa fácil siendo un encuentro ocasional. Volviendo a la casa de la Hilda lo empecé a pensar: pelo corto, sombra de barba, ojos negros y algo raros, como amielados. Bueno, una también tiene derecho a sentir hambre de vez en cuando, ¿No?
Los encuentros con Leandro se hicieron cada vez más largos. Todavía tenía una semana en ese pueblo de mierda y la verdad que estaba totalmente harta del cursillo para medicina. La Hilda debía notar algo porque empezó a preguntarme dónde pasaba tanto tiempo, a lo que yo le contestaba que qué le importara, que se metiera en sus rezos y nada más. "Pendeja irrespetuosa" me decía entonces "Este pueblo es más viejo que vos y que yo. Más te vale cuidarte ahí afuera".
Prontamente empecé a soñar con Leandro. No sé qué era, pero se me había antojado ese pendejo. Así que cuando me citó a la tarde para la placita de los cañaverales altos me fui con dos forros en el bolsillo, unos jeanes bien ajustados y una remera corta y el pelo bien recogido. Nunca fui fanática del maquillaje y a él no parecía importarle. Encontrarlo fue fácil; el tema fue que, después de darle un beso y prácticamente saltarle encima, él me frenó entre risas.
-Pará pará un poquito- me dijo enseguida, separándose un poco -Que los muchachos también van a querer un poco de esto-
Sin saber cómo, de entre los cañaverales entre los que estábamos escondidos salieron cuatro pibes más, probablemente de la edad de Leandro, con sonrisa de lascivia en los ojos. 
De repente me creí una vaca llevada al matadero.
-¿Qué es esto, Leandro?- le pregunté tratando de separarme de él, aunque ya me tenía atrapada de un brazo. Un agarre que comenzaba a apretar y a lastimar.
-Te dije que tenía amigos que te querían conocer- me dijo él con una sonrisita irónica en la cara -¿Qué mejor manera de conocer a otra persona que así, entre las cañas, entre amigos?-
-Soltame pelotudo- le dije, tratando de sonar amenzadora, pero me tembló la voz. La verdad era que el terror me empezaba a crispar la carne.
Uno de esos muchachotes soltó un risotada. Otro, de bigote incipiente y mirada vidriosa, largó:
-Estas pibitas de ciudad son todas iguales. Se creen que las saben todas pero no se dan cuenta lo tiernas que son hasta que las cagan violando entre los yuyos-
-Claro que no va a ser violación si lo hacés consentido, mi amor- me dijo Leandro, atrayéndome hacia él y desgarrándome un poco la remera -Dale, si es lo que querés, no te hagás la jodida y te vas a ahorrar el mal rato...-
Hasta el día de hoy no se de donde saqué fuerzas para darle un codazo en la cara a Leandro, si es que ése era su nombre. Tampoco se cómo hice para pegar un par de manotazos al aire y poder salir corriendo hacia afuera de las cañas, con la horda retrasada por el imprevisto, gritando puteadas.
El pueblo entero parecia desierto. La placita estaba alejada de todo a esa hora de la siesta, exceptuando la casa de mi abuela. No tenía aire en los pulmones para articular palabra; gritaba a calzón quitado, con la remera a medio romper y el miedo mordiéndome la nuca. 
Cuando doblé la esquina de la casa de la nona, la Hilda ya estaba afuera, apoyada en el bastón de la abuela Temprana y fumando. Largaba terribles bocanadas de humo y tenía la mirada más severa que le vi jamás.
-Abuela, metete adentro, llamá a la policía- alcancé a decirle. 
Pero la vieja ni se movió. Buscó y encontró con la mirada al grupo de perseguidores, ahora cinco hombretones con cara de rompedores de botellas de ginebra en, una vez más, tugurios mal iluminados.
-Doña, pórtese bien y no le va a pasar nada- dijo el más grandote.
-Entrá padentro, chinita- me dijo la Hilda, con la voz hecha una cimitarra -Que de éstos me encargo yo-
Había algo en ese tono que no permitía lugar a duda. Recién entonces noté el silencio de plomo que había en el patiecito, en la cuadra, en la tarde completa. 
Y el ceño de Leandro, que se fruncía como si estuviera oliendo una fosa séptica recién abierta.
-Vieja, no complique las cosas- dijo Leandro escupiendo a un costado, despeinado y fruncido -Solamente queremos a la piba. No queremos machucar a una vieja como usted-
Hilda se limitó a arrastrar rápidamente las alpargatas y plantársele delante, largando una nube de humo sobre la cara de Leandro, las cejas casi hechas una sola en la expresión de eterno enojo de la vieja. La severidad pesaba más que una tonelada de hormigón armado.
-Los que se van a ir por patas son ustedes, gurises- dijo con una voz casi ajena a ella -Ésta es mi casa. Y en mi casa no entran hijosdeputa ni malnacidos. ¿Se entendió?- sentenció la nona.
-Abuela...- empecé a decir.
Pero la vieja se dio vuelta, y con terrible brillo en los ojos me gritó:
-¡DÉNTRESE USTÉD!-

No se porqué obedecí. Fueron terribles los minutos de pleno silencio y tensión que viví adentro. Luego, el arrastrar de las alpargatas y el traquetear del bastón, la puerta de entrada y la nona, con la cara más suavizada, sin mirarme, pasando por al lado.
-Hay que llamar a la policía, nena- me dijo la Hilda como si fuera lo más natural del mundo -Hay cinco chicos muertos en mi jardín-
Yo no podía articular palabra, podrán imaginárselo. Me asomé apenas a la ventanita que daba al jardín para ver que sí, cinco cuerpos de esos cinco violadores adornaban desparejamente el patiecito de la Hilda. Me volví para encontrarla prendiendo la radio, poniendo la pava para el mate, sentándose al lado de la foto del abuelo.
Debe haber sido elocuente mi cara, porque la nona me miró y sonrió apenas, aunque fue la única sonrisa que le vi en vida. Me tomó la cara y me dijo, en un susurro:
-Mi madre no me crió para dejar que estas cosas pasen. Yo no crié a tu madre para que estas cosas pasen. Pero pasan. A esta casa no va a entrar jamás nada malo mientras yo viva. ¿Entendés?-
Una inmensa paz me invadió, sin saber bien porqué. No tenía más preguntas y de repente mi abuela cobraba un gran valor dentro mío. Un gran valor y un terrible, antiquísimo respeto que tenemos por cosas solemnes y que nos superan. Como los relámpagos, los ríos o los ojos de un viejo.
-Llamá a la policía, ¿Querés?- dijo la nona, subiéndole el volúmen a la radio -No se qué diría tu abuelo si estuviera vivo y viera el patio en ese estado-

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