martes, 27 de agosto de 2013

La Losa

imagen de Savu-kun


Conocí a Michael Forbes en el año 1977. Contaba entonces con siete años. Siete años es una edad muy especial: es el año de los primeros chicles de crema y las excursiones por el barrio con los que terminarán siendo aquellos entrañables amigos de la infancia que terminan de un modo que jamás hubieses pensado que podrían terminar.
Precisamente de aquellos días viene la historia de Michael. La familia Forbes venía de una larga data, de hace muchísimo tiempo atrás; habían sido los primeros almaceneros, ingleses que se habían venido con la construcción del ferrocarril y se habían enamorado de las Pampas.  Habían construido el almacén al estilo inglés: ladrillo visto, grandes puertas y grandes ventanales alargados hacia arriba, que te miraban sin verte y aullaban eternamente con sílabas que no eran de nuestra lengua. La pareja iniciática (los abuelos de Forbes) eran gente retraída, quizás un poco molestos por la aversión y la cautela con la que criollos e inmigrantes europeos como ellos los miraban con ojos que revolvían sin delicadeza la repulsión y la admiración. Que pensaban que los ingleses eran bestias en todos los aspectos menos en la inteligencia, que eran condenadamente sabios en cualquier arte o disciplina que pudiera escaldar a cualquier desprevenido de cualquier cosa que necesitaran. Esa sensación de aversión natural que se siente ante el enemigo poderoso que representaba esa humilde pareja de ferroviarios, el imperio del norte del que hablaban los diarios mientras compraban telas a precios increíbles.
Cuando la compañía para la que trabajaba el abuelo había sido adquirida por Ferrocarriles Nacionales, el viejo ya no quería saber nada con los trenes. La gran casa de ladrillo visto se amplió, sobre el gran patio delantero que tenían, y poco a poco se fue transformando en un almacén de ramos generales “a la inglesa”, donde lo que nunca faltaba era alfalfa para la caballada , ni tampoco la gaseosa mal tirada de las destilerías cercanas. El viejo Forbes fue quedándose cada vez más inactivo mientras sus tres hijos y sus dos hijas se hacían cargo del local, en la gigantesca casa familiar.
Michael Forbes había nacido un 9 de julio de 1965, y era mucho mayor que yo, pero al ser el último hijo de una larga hilera de hermanos que habían desaparecido por varias razones (uno era marinero, el otro se habían dedicado a ser corredor de bolsa, el otro a retomar el trabajo del ferrocarril durante la era Peronista), y era el único en ayudar a su anciano padre en el viejo almacén de Ramos Generales. Toda la familia Forbes ahora se reducía al viejo (el padre de Michael), que todavía hablaba en inglés, Michael que era más argentino que la revista Caras y Caretas, su avejentada madre, su hermana mayor (Catherine, de 17 años por ese entonces) y un perro viejísimo que se sentaba a tomar el fresco con el viejo, Willem Forbes, cada tarde. El único Forbes en tomar mate y jugar al fútbol era Michael, pero lo discriminaban siempre por ser parte de esa pareja “vieja y tremebunda”. Raramente tenía amigos de su edad, y como yo era el mandadero de mi madre por lo general terminaba siendo el único con el que cruzaba más de cuatro palabras seguidas.
Nuestra amistad floreció rápidamente, ya que yo era un chico enfermizo que constantemente estaba tejiendo fiebres y gripes como si fuera un pasatiempo. Pasaba largos períodos en la cama (todavía recuerdo cómo mi madre lograba a duras penas que no me expulsaran del colegio gracias a mi condición asmática), y de ahí a charlar, caminar o simplemente compartir ratos con Michael. Poco sabía de mis antepasados hasta que Michael me contó la historia de su familia, narrada de generación en generación como parte de una gran tradición. Claro que yo solo recordaba apenas a mi padre, y mi abuelo, un viejo antiquísimo de noventa y pico de años, había sido más padre que mi padre.
Michael siempre se había entretenido con los libros que lograba conseguir a cambio de cualquier cosa del almacén, por lo que generalmente ganaba duras reprimendas por parte de sus padres. Su abuelo había dejado atrás grandes fascículos de ingeniería y ferromecánica que se humedecían en la trastienda, detrás de las grandes gavetas de aluminio que ya no se usaban. Era precisamente en ese cuarto, donde la humedad lamía los cimientos y el frío en invierno se hacía sentir con aliento de algodón, que, bajo la luz macilenta y amarilla de un simple foco, nos pasábamos el tiempo hablando y leyendo. Yo amaba a Julio Verne y a Mark Twain; Michael, que sabía leer en inglés, me hablaba de Kafka y de Poe como si fueran uno sola (cosa que nunca supe entender muy bien). Allí mismo hojeábamos esos tomos sobre hidráulica, física aplicada y forjas de rieles que ya eran antiguos cuando fueron reimpresos. Michael juraba y perjuraba que su abuelo, que había construido la casa ladrillo por ladrillo cuando todavía era ferroviario, debería haber tenido un taller mecánico o por lo menos algún lugar donde guardar las pesadas herramientas de su trabajo (después de todo, montar el riel era un trabajo pesado, fuera tramo simétrico o no). Había una sección de la casona que pocas veces se usaba más que para almacenar grano, harina y otras cosas; eran dos habitaciones seguidas de una tercera, al parecer clausuradas y donde no había siquiera instalación eléctrica.
Nunca pude imaginar que la humedad que invadía esa casa era parte de mi enfermedad respiratoria crónica. Además, había cosas peores de las que ocuparse; con el gobierno militar en el poder y la situación de mi familia empeorando a pasos agigantados, con mis escasos siete años apenas podía imaginarme que esa casa, esas habitaciones y esos secretos y juegos susurrados eran parte de una enfermedad que hubiera terminado por matarme.
Durante la guerra de Malvinas tuve que dejar de ver a Michael; obviamente, mi madre nos alimentaba gracias a una viejísima pensión de la milicia, y todo lo inglés había dejado de ser familiar y amigo para transformarse en algo feo, rotundo, asqueroso. Por ese entonces yo ya tenía 12 años y leía ávidamente a Quiroga, y Michael trabajaba cansadamente sobre sus 17 años, sosteniendo a duras penas el lecho familiar.
La vuelta de la democracia fue un golpe peor para mi familia que para la de Michael. No solo recuperaron la clientela, sino que el viejo Willem falleció y Michael pudo encargarse plenamente del almacén como mejor le parecía. Mi madre y yo, por otro lado, tuvimos que afrontar el crudo caso de no tener con qué sostenernos, gracias a la declinación de esas pensiones militares que habían pagado el alquiler y los vicios hasta entonces. Comencé a trabajar con Michael por un sueldo nimio al principio con 14 años; él ya tenía 19 y se mostraba mucho más taciturno que de costumbre.
Mi mejoría de salud solo fue temporal. Trabajar en esa casa enmohecida me hacía restallar la tos en el pecho, como grandes cañonazos de algún barco pirata en la Malasia de los que tanto había leído. Sentir flema moviéndose en mi pecho se transformó en una sensación habitual; además, había comenzado, gracias a Michael, a fumar y beber a escondidas de mi madre algo de tabaco para armar y un Ginebra al final del día de trabajo. La hermana de Michael por ese entonces contaba con 24 años y era, para mi pubertad y hormonas, el objeto de deseo que tenía más a mano todos los días. En contadas ocasiones me habré dormido una que otra siesta tras la masturbación en el fresco de la trastienda del almacén. Michael nunca fue celoso de su hermana, pero le notaba taciturno cuando le tocaba el tema; hoy día creo que era más por el espectro de su madre, celosa hasta el tuétano, que esperaba algún pretendiente adinerado para la nena, que rescatara la situación económica de la familia.
Porque que quede claro; excepto Michael y yo, nadie trabajaba en el almacén, que era la única entrada de dinero de la familia. Y si bien Michael se las arreglaba bastante bien, siempre había algo a la vuelta de la esquina que no esperaba. Finalmente, el propio Michael decidió tomar el toro por las astas y empezar un nuevo emprendimiento; la venta de carne. Para eso debía acondicionar una habitación como frigorífico y contratar, por lo menos, una persona más.
Las habitaciones anexadas se habían mantenido completamente cerradas durante unos cuantos años, por lo menos cinco. Cuando obtuvo el permiso materno, Michael me pidió ayuda para habilitar esas habitaciones. De más está decir que el tufo a encierro que olí en aquella jornada fue el peor que olí en mi vida, y que me provocó un acceso de asma que me dejó imposibilitado y en cama durante una semana tras aquella tarde de acarrear cosas. En síntesis, las habitaciones eran sólidas en construcción (como todo lo que había hecho el abuelo) y contenían toneladas de basura; herramientas oxidadas, montañas de papeles, baúles vacíos, algunos mapas y toneladas de instrumentos para calcular peso, longitud, y dimensiones de metales. Definitivamente ese era el taller del abuelo que Michael había estado buscando; lo sacamos todo al aire libre y lo acomodamos prolijamente en la gigantesca trastienda, por ese entonces vacía. La tercera habitación, un pequeño galpón de apenas siete cochambrosas líneas de tejas, estaba completamente vacío, y reinaba dentro una curiosa atmósfera estática, como si alguien hubiese cargado la estancia de polvo durante una tormenta de tierra y hubiese encerrado todo dentro, tras trancar la puerta de madera. Lo único que tenía de peculiar era una losa cuadrada, de dos metros de diámetro, ubicada en el centro. Perfectamente pulida, era lo único que desencajaba en el lugar.
Supusimos que había sido un antiguo pozo con una napa inutilizable hoy día y nos despedimos hasta el día siguiente. Me fui a dormir con terribles accesos de tos y tuve que ausentarme por mis pulmones durante una semana.
Con quince años, volví a la semana para encontrar que la instalación del frigorífico necesitaría dos semanas más de trabajo, a una Catherine preocupada por el estado de salud de su madre (había comenzado con una extraña afección mental, confundiendo espacios, nombres y personas) y por la repentina y brutal obsesión de su hermano menor sobre “una montaña de papeles inútiles que encontró en las habitaciones hace una semana”. Cuando localicé a Michael se encontraba en un estado mucho más flaco del que recordaba, encerrado en la trastienda, examinando con fervor libros completamente desguazados por la humedad y escritos en inglés. Cuando le pedí que me dijera en qué necesitaba ayuda, no me contestó. Y tras varios intentos infructuosos de comunicación, decidí ponerme en acción y dirigir las obras. Los albañiles, felices de tener por fin alguien con quien razonar (ya que Catherine no quería tomar ninguna decisión), dijeron que las obras estarían terminadas en unas semanas; no obstante, dijo uno de los más viejos, había que hacer revisar los cimientos por algún experto, ya que todo aquello podía venirse abajo cuando menos lo pensaran. Le pedí que fuera más claro; me dijo que había trabajado en edificios así de viejos antes, y que era muy probable que eso estuviera construido sobre terreno inapropiado.
Las obras continuaron y concluyeron, Catherine quedó prendada de mi acción (era una niña en el cuerpo de una mujer) y yo, mi primer desahogo sexual. Michael pasó todo ese mes encerrado, examinando los libros de su abuelo, con expresión casi ausente y actuando como un autómata.
Solo reaccionó cuando su madre, un día, se levantó sin poder ver. Se había quedado completamente ciega sin saber bien cómo. Le dije a Michael todo, en una descarga de información; que la carne estaba levantando clientela y dinero, pero que el edificio necesitaba ser examinado; que su hermana de 25 años ahora era mi novia; que necesitábamos internar a su madre con urgencia en un geriátrico. Michael se pasó toda una tarde fumando y pensándolo, y luego decidió vender gran parte de lo que había en la casa y separar los terrenos. “Todo, menos el frente del almacén, el frigorífico y las dos habitaciones”. Le hice notar que no tendría más casa si hacía eso. “Lleva a mi madre a un geriátrico y a la puta de mi hermana a vivir a tu casa. ¿Qué no es tu mujer acaso? Hazte cargo”.
Me hice cargo y seguí sus órdenes. En parte por el viejo instinto de hacerle caso; en parte, porque gran parte de mi amistad hacia él seguía intacta. Su madre falleció al año siguiente; Catherine se vino a vivir a casa con mi madre y, tras tres años, me dio un hijo. Con 19 años y ella con 29, éramos una joven pareja feliz. Fue durante la concepción de mi primer hijo que me di cuenta que mi trabajo en el almacén no iba a ninguna parte. Entonces le dije a Michael (un fantasma del muchacho vivaraz y proactivo que había conocido) que le dejaba. Apenas hizo un gesto con la mano, como si no estuviera atento a nada o fuese ciego. Lo sacudí, ya colmada mi impaciencia, y le exigí explicaciones respecto a su comportamiento errático. Me miró a los ojos por primera vez en años, me sonrió con sonrisa cansada y me dijo “Ven, sentémonos y hablemos”.
Me contó, entonces, una rara historia; según los registros de su abuelo, el viejo inglés era un gran amigo de los azucareros del norte, especialmente los tucumanos, con los que había trabado amistad de casualidad cuando estaba tendiendo el tramo del ferrocarril por aquella zona. Cuando quiso empezar su almacén, recurrió a ellos para que le dieran consejo; en cambio, consiguió algo peor.
“Verás” me dijo Michael “Según esto, a mi abuelo le regalaron algo. No habla muy bien de qué era, específicamente: dice it, así que podía ser un objeto inanimado. Pero después habla de que era muy difícil mantenerlo alimentado; así que de seguro era un animal. Habla siempre vagamente de esa cosa y siempre con gran disgusto. Esa cosa, fuera lo que fuera, vivía en la habitación de la losa, donde efectivamente mi abuelo antes tenía un pozo”
Michael entonces se estremeció, pitó fuerte a su cigarro y lo tiró a un lado, haciéndolo un nudo de papel.
“La cuestión es que mi abuelo, en algún momento, se cansó de tenerlo encerrado. Parece que nadie de la familia lo sabía, y si lo sabían, nunca dijeron una palabra. Pero también dice que los tucumanos le habían dicho que esa… cosa, o lo que fuera, le traería mala suerte o desgracia al que lo dejara desatendido. Mi abuelo lo tiró al pozo y lo tapó con la losa, cerró las habitaciones y zanjó el asunto, en paz consigo mismo. Pero… ¿puede ser que la mala suerte de mi familia coincida con eso? Desde ese entonces, todo salió mal. Mis tíos se alejaron y desaparecieron, mis abuelos fallecieron, mis hermanos también se alejaron y ahora mi madre muere en un asilo”
Pensé cuidadosamente en lo que Michael me exhibía, pero me seguía pareciendo una locura. Le propuse destapar el pozo y ver qué diablos había dentro, pero me detuvo con el agarre más fuerte del universo. No, dijo, lo que había en debajo de la Losa le concernía a los Forbes y a los Forbes únicamente. Ya había hecho demasiado por él, dijo, y me despidió no con demasiada amabilidad.
Durante un tiempo le perdí el rastro a Michael; tuve otro hijo y empecé a trabajar en una imprenta. Con veinticinco años un día pasé por enfrente del almacén y me picó la curiosidad. No había nadie detrás del viejo mostrador de madera, así que pasé sin golpear. Toda la casa se encontraba en un augusto silencio, como el de la madrugada, cuando las pupilas se dilatan para captar toda la luz que pueden. Oí un ruido, como algo que se agita en la tierra, en la parte de atrás. Vi algunas manchas de sangre en el patio interno de tierra y llegué hasta la habitación pequeña; Michael tenía un perro de tamaño mediano, degollado, debajo del brazo. Estaba a punto de descorrer la losa.
Mi presencia lo alertó y lo asustó mucho. Dejó el cadáver a un lado con furia y me tomó de las ropas; estaba completamente flaco, escuálido, y las venas marcaban horriblemente su pulso en sus puños. Nunca pensé que una persona con ese físico pudiera tener tanta fuerza.
Tardó un buen rato en reconocerme, pero lo hizo y me ordenó salir de allí lo más rápido posible. Le pregunté qué carajo estaba haciendo.
“Vos sabés, no te hagás el que no sabés. Es el familiar… ¡La cosa de debajo de la Losa! Estuve pensando muchas noches en qué hacer con ella. Quise echarle cal viva al pozo y terminar con todo, pero no pude; creo que pasaría algo horrible si lo hago. He intentado con gatos y conejos, pero al parecer son animales demasiado pequeños: necesita algo más grande. Por eso empecé con los perros. Me habla de noche, Jorge… ¡por Dios! Cuando es de noche, trato de dormirme en mi cuarto y no puedo. La maldita cantinela de la Losa vuelve a levantarme en el medio de la noche. Un rítmico ‘No es suficiente’. Por lo que más quieras, no me dejes solo”
Lo tranquilicé, le dije que volvería y me marché a casa, tosiendo de una manera como hacía años no lo hacía. Catherine debió haber notado mi mal estado general porque se acercó preocupada a preguntarme qué me pasaba. Cuando le conté todo aquello, miró en dirección a su casa y arrugó el ceño en cara triste. Era esa maldita casa, dijo. Su hermano se había vuelto tarado de la cabeza, como su madre. Había algo en su sangre que no estaba bien. Ojalá no se lo pasara a los chicos.
Volví al almacén esa misma noche para pasar la noche con Michael e intentar convencerlo de que lo abandonara todo, cosa que resultó decepcionantemente imposible. Estaba absolutamente convencido de que lo que estaba debajo de la Losa tenía absoluto control sobre su vida y que abandonar la casa equivalía a la muerte. Iba a degollar otro perro cuando le interrumpí, y le mostré la carne del frigorífico que tenía en perfecto estado. Le acompañé a echar media res directamente en el pozo.
No se podía ver absolutamente nada dentro de aquel cuartucho mal construido y pobremente iluminado con nuestras linternas. Apenas los dedos blancos y huesudos de mi amigo descorriendo la losa y el ruido de la res cayendo a una profundidad ciega, con un mudo golpe sordo. Echar la losa rápidamente sobre la abertura en la tierra yerma me convenció de lo que tenía que hacer; mi amigo tenía que ser internado en algún psiquiátrico, y aprisa. Pasé la noche con él para tranquilizarlo y dormí un sueño negro sin sonidos.
Cuando me desperté, el sol entraba en un ángulo extraño sobre la ventana de la habitación. Tardé un poco en poder sentarme y descorrerme algo que tenía sobre la cara; un pañuelo mugriento con olor a sedante. Y claro que el sol entraba de manera rara; no era la tarde, sino la noche. ¿Tanto había dormido?
Bajé frotándome la cabeza, sin saber muy bien porqué estaba tan atontado, para ver los pies de una mujer, mi mujer, mi Catherine, ser arrastrados dentro de la piecita de la Losa. Entonces la sangre se agolpó alrededor de mi cuello y por fin reaccioné: entré a tiempo para ver como Michael se horrorizaba al verme entrar. Luché brevemente contra él, la luz del atardecer entrando por la puerta y la Losa descorrida, dejando ver la ávida boca del pozo, al lado del que se encontraba.
Trastabilló apenas, la gravedad hizo el resto. La verdad es que mucho no pude pensar; actué en defensa propia e intentando salvaguardar a Catherine, mi mujer y la madre de mis hijos. El esquelético Michael se golpeó de costado, resbaló hacia adentro y quedó unos instantes de cabeza y hombros fuera del pozo, arañando la tierra y el polvo. Sin embargo, extrañamente, antes de caer del todo solo atinó a gritarme “Rápido, ¡tapa el pozo!”
Eso fue todo. El mismo golpe mudo en el fondo sordo del pozo negrísimo, sin queja alguna, sin sonido alguno. Como si fuese una media res.
No sé porqué hice lo que hice. Probablemente hubiese sido el shock emocional; quizás mi cerebro todavía estaría atontado por el narcótico que usó Michael para dormirme a mí de más y sedar a su hermana, en mi casa, para poder traerla directamente al pozo. Saqué a Catherine de esa habitación infernal y tosí durante largo rato. Luego, siempre tosiendo, busqué los sacos de cal, preparé la cal viva y eché todo su contenido dentro del negrísimo pozo.
Ni un solo sonido salió de allí dentro.
Tapé el pozo con la Losa y me alejé con Catherine en brazos hacia un hospital de emergencias. Aduje que había llegado a casa de trabajar (aunque fuera sábado) y la había encontrado así. La repusieron enseguida y por fin pude pensar.
El resto es historia conocida por todos. La propiedad de la casa pasó a manos de Catherine, al haber desaparecido el hermano, Michael, aquel extravagante flacuchento que trabajaba el almacén desde que todo el barrio tenía memoria. Nunca le dije a nadie una palabra de nada de todo aquello, pero rogaría poder contárselo a alguien, especialmente a Catherine.
Lo más peculiar del asunto fue durante la venta de la propiedad, que fue adquirida por la misma empresa constructora que originalmente había robado la mitad que Michael vendió en su desesperación. Cuando sus ingenieros, técnicos, arquitectos y demáses examinaron el terreno, nos comunicaron más tarde que sería mejor hacer una revisación en los miembros de la familia que hubiesen vivido más de cinco años en aquella propiedad.
Al parecer, toda la capa freática debajo de la casa contenía una colonia monstruosa de una variedad de hongos potencialmente peligrosos, mortales si sus esporas eran aspiradas a largo plazo. Podían provocar demencia, ceguera, enfermedades respiratorias y circulatorias. Además, la gran mayoría de las cañerías de la casa tenían tan alto contenido de plomo que era probable que más de uno miembro de la antigua familia Forbes hubiese perecido de alguna consecuencia del saturnismo.

Sin embargo, nunca pude sacarme la duda, ya que arrasaron todo el terreno y hoy día descansa sobre aquellos cimientos malditos un edificio de doce pisos, si realmente los tucumanos le habían regalado un hongo, una criatura o cualquier otra cosa al viejo abuelo Forbes. O si, realmente, la Losa solo tapaba un viejo pozo que conducía a una napa infestada de hongos.

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