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Conocí a Michael Forbes en el año 1977. Contaba entonces con
siete años. Siete años es una edad muy especial: es el año de los primeros
chicles de crema y las excursiones por el barrio con los que terminarán siendo
aquellos entrañables amigos de la infancia que terminan de un modo que jamás
hubieses pensado que podrían terminar.
Precisamente de aquellos días viene la historia de Michael.
La familia Forbes venía de una larga data, de hace muchísimo tiempo atrás;
habían sido los primeros almaceneros, ingleses que se habían venido con la
construcción del ferrocarril y se habían enamorado de las Pampas. Habían construido el almacén al estilo
inglés: ladrillo visto, grandes puertas y grandes ventanales alargados hacia
arriba, que te miraban sin verte y aullaban eternamente con sílabas que no eran
de nuestra lengua. La pareja iniciática (los abuelos de Forbes) eran gente
retraída, quizás un poco molestos por la aversión y la cautela con la que
criollos e inmigrantes europeos como ellos los miraban con ojos que revolvían
sin delicadeza la repulsión y la admiración. Que pensaban que los ingleses eran
bestias en todos los aspectos menos en la inteligencia, que eran condenadamente
sabios en cualquier arte o disciplina que pudiera escaldar a cualquier
desprevenido de cualquier cosa que necesitaran. Esa sensación de aversión
natural que se siente ante el enemigo poderoso que representaba esa humilde
pareja de ferroviarios, el imperio del norte del que hablaban los diarios
mientras compraban telas a precios increíbles.
Cuando la compañía para la que trabajaba el abuelo había
sido adquirida por Ferrocarriles Nacionales, el viejo ya no quería saber nada
con los trenes. La gran casa de ladrillo visto se amplió, sobre el gran patio
delantero que tenían, y poco a poco se fue transformando en un almacén de ramos
generales “a la inglesa”, donde lo que nunca faltaba era alfalfa para la
caballada , ni tampoco la gaseosa mal tirada de las destilerías cercanas. El
viejo Forbes fue quedándose cada vez más inactivo mientras sus tres hijos y sus
dos hijas se hacían cargo del local, en la gigantesca casa familiar.
Michael Forbes había nacido un 9 de julio de 1965, y era
mucho mayor que yo, pero al ser el último hijo de una larga hilera de hermanos
que habían desaparecido por varias razones (uno era marinero, el otro se habían
dedicado a ser corredor de bolsa, el otro a retomar el trabajo del ferrocarril
durante la era Peronista), y era el único en ayudar a su anciano padre en el
viejo almacén de Ramos Generales. Toda la familia Forbes ahora se reducía al
viejo (el padre de Michael), que todavía hablaba en inglés, Michael que era más
argentino que la revista Caras y Caretas, su avejentada madre, su hermana mayor
(Catherine, de 17 años por ese entonces) y un perro viejísimo que se sentaba a
tomar el fresco con el viejo, Willem Forbes, cada tarde. El único Forbes en
tomar mate y jugar al fútbol era Michael, pero lo discriminaban siempre por ser
parte de esa pareja “vieja y tremebunda”. Raramente tenía amigos de su edad, y
como yo era el mandadero de mi madre por lo general terminaba siendo el único
con el que cruzaba más de cuatro palabras seguidas.
Nuestra amistad floreció rápidamente, ya que yo era un chico
enfermizo que constantemente estaba tejiendo fiebres y gripes como si fuera un
pasatiempo. Pasaba largos períodos en la cama (todavía recuerdo cómo mi madre
lograba a duras penas que no me expulsaran del colegio gracias a mi condición
asmática), y de ahí a charlar, caminar o simplemente compartir ratos con
Michael. Poco sabía de mis antepasados hasta que Michael me contó la historia
de su familia, narrada de generación en generación como parte de una gran
tradición. Claro que yo solo recordaba apenas a mi padre, y mi abuelo, un viejo
antiquísimo de noventa y pico de años, había sido más padre que mi padre.
Michael siempre se había entretenido con los libros que
lograba conseguir a cambio de cualquier cosa del almacén, por lo que
generalmente ganaba duras reprimendas por parte de sus padres. Su abuelo había
dejado atrás grandes fascículos de ingeniería y ferromecánica que se humedecían
en la trastienda, detrás de las grandes gavetas de aluminio que ya no se
usaban. Era precisamente en ese cuarto, donde la humedad lamía los cimientos y
el frío en invierno se hacía sentir con aliento de algodón, que, bajo la luz
macilenta y amarilla de un simple foco, nos pasábamos el tiempo hablando y
leyendo. Yo amaba a Julio Verne y a Mark Twain; Michael, que sabía leer en
inglés, me hablaba de Kafka y de Poe como si fueran uno sola (cosa que nunca
supe entender muy bien). Allí mismo hojeábamos esos tomos sobre hidráulica,
física aplicada y forjas de rieles que ya eran antiguos cuando fueron
reimpresos. Michael juraba y perjuraba que su abuelo, que había construido la
casa ladrillo por ladrillo cuando todavía era ferroviario, debería haber tenido
un taller mecánico o por lo menos algún lugar donde guardar las pesadas
herramientas de su trabajo (después de todo, montar el riel era un trabajo
pesado, fuera tramo simétrico o no). Había una sección de la casona que pocas
veces se usaba más que para almacenar grano, harina y otras cosas; eran dos
habitaciones seguidas de una tercera, al parecer clausuradas y donde no había
siquiera instalación eléctrica.
Nunca pude imaginar que la humedad que invadía esa casa era
parte de mi enfermedad respiratoria crónica. Además, había cosas peores de las
que ocuparse; con el gobierno militar en el poder y la situación de mi familia
empeorando a pasos agigantados, con mis escasos siete años apenas podía
imaginarme que esa casa, esas habitaciones y esos secretos y juegos susurrados
eran parte de una enfermedad que hubiera terminado por matarme.
Durante la guerra de Malvinas tuve que dejar de ver a
Michael; obviamente, mi madre nos alimentaba gracias a una viejísima pensión de
la milicia, y todo lo inglés había dejado de ser familiar y amigo para
transformarse en algo feo, rotundo, asqueroso. Por ese entonces yo ya tenía 12
años y leía ávidamente a Quiroga, y Michael trabajaba cansadamente sobre sus 17
años, sosteniendo a duras penas el lecho familiar.
La vuelta de la democracia fue un golpe peor para mi familia
que para la de Michael. No solo recuperaron la clientela, sino que el viejo
Willem falleció y Michael pudo encargarse plenamente del almacén como mejor le
parecía. Mi madre y yo, por otro lado, tuvimos que afrontar el crudo caso de no
tener con qué sostenernos, gracias a la declinación de esas pensiones militares
que habían pagado el alquiler y los vicios hasta entonces. Comencé a trabajar
con Michael por un sueldo nimio al principio con 14 años; él ya tenía 19 y se
mostraba mucho más taciturno que de costumbre.
Mi mejoría de salud solo fue temporal. Trabajar en esa casa
enmohecida me hacía restallar la tos en el pecho, como grandes cañonazos de
algún barco pirata en la Malasia de los que tanto había leído. Sentir flema
moviéndose en mi pecho se transformó en una sensación habitual; además, había
comenzado, gracias a Michael, a fumar y beber a escondidas de mi madre algo de
tabaco para armar y un Ginebra al final del día de trabajo. La hermana de
Michael por ese entonces contaba con 24 años y era, para mi pubertad y
hormonas, el objeto de deseo que tenía más a mano todos los días. En contadas
ocasiones me habré dormido una que otra siesta tras la masturbación en el
fresco de la trastienda del almacén. Michael nunca fue celoso de su hermana,
pero le notaba taciturno cuando le tocaba el tema; hoy día creo que era más por
el espectro de su madre, celosa hasta el tuétano, que esperaba algún
pretendiente adinerado para la nena, que rescatara la situación económica de la
familia.
Porque que quede claro; excepto Michael y yo, nadie
trabajaba en el almacén, que era la única entrada de dinero de la familia. Y si
bien Michael se las arreglaba bastante bien, siempre había algo a la vuelta de
la esquina que no esperaba. Finalmente, el propio Michael decidió tomar el toro
por las astas y empezar un nuevo emprendimiento; la venta de carne. Para eso
debía acondicionar una habitación como frigorífico y contratar, por lo menos,
una persona más.
Las habitaciones anexadas se habían mantenido completamente
cerradas durante unos cuantos años, por lo menos cinco. Cuando obtuvo el
permiso materno, Michael me pidió ayuda para habilitar esas habitaciones. De
más está decir que el tufo a encierro que olí en aquella jornada fue el peor
que olí en mi vida, y que me provocó un acceso de asma que me dejó
imposibilitado y en cama durante una semana tras aquella tarde de acarrear
cosas. En síntesis, las habitaciones eran sólidas en construcción (como todo lo
que había hecho el abuelo) y contenían toneladas de basura; herramientas
oxidadas, montañas de papeles, baúles vacíos, algunos mapas y toneladas de
instrumentos para calcular peso, longitud, y dimensiones de metales.
Definitivamente ese era el taller del abuelo que Michael había estado buscando;
lo sacamos todo al aire libre y lo acomodamos prolijamente en la gigantesca
trastienda, por ese entonces vacía. La tercera habitación, un pequeño galpón de
apenas siete cochambrosas líneas de tejas, estaba completamente vacío, y
reinaba dentro una curiosa atmósfera estática, como si alguien hubiese cargado
la estancia de polvo durante una tormenta de tierra y hubiese encerrado todo
dentro, tras trancar la puerta de madera. Lo único que tenía de peculiar era
una losa cuadrada, de dos metros de diámetro, ubicada en el centro.
Perfectamente pulida, era lo único que desencajaba en el lugar.
Supusimos que había sido un antiguo pozo con una napa
inutilizable hoy día y nos despedimos hasta el día siguiente. Me fui a dormir
con terribles accesos de tos y tuve que ausentarme por mis pulmones durante una
semana.
Con quince años, volví a la semana para encontrar que la
instalación del frigorífico necesitaría dos semanas más de trabajo, a una
Catherine preocupada por el estado de salud de su madre (había comenzado con
una extraña afección mental, confundiendo espacios, nombres y personas) y por
la repentina y brutal obsesión de su hermano menor sobre “una montaña de
papeles inútiles que encontró en las habitaciones hace una semana”. Cuando
localicé a Michael se encontraba en un estado mucho más flaco del que
recordaba, encerrado en la trastienda, examinando con fervor libros
completamente desguazados por la humedad y escritos en inglés. Cuando le pedí
que me dijera en qué necesitaba ayuda, no me contestó. Y tras varios intentos
infructuosos de comunicación, decidí ponerme en acción y dirigir las obras. Los
albañiles, felices de tener por fin alguien con quien razonar (ya que Catherine
no quería tomar ninguna decisión), dijeron que las obras estarían terminadas en
unas semanas; no obstante, dijo uno de los más viejos, había que hacer revisar
los cimientos por algún experto, ya que todo aquello podía venirse abajo cuando
menos lo pensaran. Le pedí que fuera más claro; me dijo que había trabajado en
edificios así de viejos antes, y que era muy probable que eso estuviera
construido sobre terreno inapropiado.
Las obras continuaron y concluyeron, Catherine quedó
prendada de mi acción (era una niña en el cuerpo de una mujer) y yo, mi primer
desahogo sexual. Michael pasó todo ese mes encerrado, examinando los libros de
su abuelo, con expresión casi ausente y actuando como un autómata.
Solo reaccionó cuando su madre, un día, se levantó sin poder
ver. Se había quedado completamente ciega sin saber bien cómo. Le dije a
Michael todo, en una descarga de información; que la carne estaba levantando
clientela y dinero, pero que el edificio necesitaba ser examinado; que su
hermana de 25 años ahora era mi novia; que necesitábamos internar a su madre
con urgencia en un geriátrico. Michael se pasó toda una tarde fumando y
pensándolo, y luego decidió vender gran parte de lo que había en la casa y
separar los terrenos. “Todo, menos el frente del almacén, el frigorífico y las
dos habitaciones”. Le hice notar que no tendría más casa si hacía eso. “Lleva a
mi madre a un geriátrico y a la puta de mi hermana a vivir a tu casa. ¿Qué no
es tu mujer acaso? Hazte cargo”.
Me hice cargo y seguí sus órdenes. En parte por el viejo
instinto de hacerle caso; en parte, porque gran parte de mi amistad hacia él
seguía intacta. Su madre falleció al año siguiente; Catherine se vino a vivir a
casa con mi madre y, tras tres años, me dio un hijo. Con 19 años y ella con 29,
éramos una joven pareja feliz. Fue durante la concepción de mi primer hijo que
me di cuenta que mi trabajo en el almacén no iba a ninguna parte. Entonces le
dije a Michael (un fantasma del muchacho vivaraz y proactivo que había
conocido) que le dejaba. Apenas hizo un gesto con la mano, como si no estuviera
atento a nada o fuese ciego. Lo sacudí, ya colmada mi impaciencia, y le exigí
explicaciones respecto a su comportamiento errático. Me miró a los ojos por
primera vez en años, me sonrió con sonrisa cansada y me dijo “Ven, sentémonos y
hablemos”.
Me contó, entonces, una rara historia; según los registros
de su abuelo, el viejo inglés era un gran amigo de los azucareros del norte,
especialmente los tucumanos, con los que había trabado amistad de casualidad
cuando estaba tendiendo el tramo del ferrocarril por aquella zona. Cuando quiso
empezar su almacén, recurrió a ellos para que le dieran consejo; en cambio,
consiguió algo peor.
“Verás” me dijo Michael “Según esto, a mi abuelo le
regalaron algo. No habla muy bien de qué era, específicamente: dice it, así que podía ser un objeto
inanimado. Pero después habla de que era muy difícil mantenerlo alimentado; así
que de seguro era un animal. Habla siempre vagamente de esa cosa y siempre con
gran disgusto. Esa cosa, fuera lo que fuera, vivía en la habitación de la losa,
donde efectivamente mi abuelo antes tenía un pozo”
Michael entonces se estremeció, pitó fuerte a su cigarro y
lo tiró a un lado, haciéndolo un nudo de papel.
“La cuestión es que mi abuelo, en algún momento, se cansó de
tenerlo encerrado. Parece que nadie de la familia lo sabía, y si lo sabían,
nunca dijeron una palabra. Pero también dice que los tucumanos le habían dicho
que esa… cosa, o lo que fuera, le traería mala suerte o desgracia al que lo
dejara desatendido. Mi abuelo lo tiró al pozo y lo tapó con la losa, cerró las
habitaciones y zanjó el asunto, en paz consigo mismo. Pero… ¿puede ser que la
mala suerte de mi familia coincida con eso? Desde ese entonces, todo salió mal.
Mis tíos se alejaron y desaparecieron, mis abuelos fallecieron, mis hermanos
también se alejaron y ahora mi madre muere en un asilo”
Pensé cuidadosamente en lo que Michael me exhibía, pero me
seguía pareciendo una locura. Le propuse destapar el pozo y ver qué diablos
había dentro, pero me detuvo con el agarre más fuerte del universo. No, dijo,
lo que había en debajo de la Losa le concernía a los Forbes y a los Forbes
únicamente. Ya había hecho demasiado por él, dijo, y me despidió no con
demasiada amabilidad.
Durante un tiempo le perdí el rastro a Michael; tuve otro
hijo y empecé a trabajar en una imprenta. Con veinticinco años un día pasé por
enfrente del almacén y me picó la curiosidad. No había nadie detrás del viejo
mostrador de madera, así que pasé sin golpear. Toda la casa se encontraba en un
augusto silencio, como el de la madrugada, cuando las pupilas se dilatan para
captar toda la luz que pueden. Oí un ruido, como algo que se agita en la
tierra, en la parte de atrás. Vi algunas manchas de sangre en el patio interno
de tierra y llegué hasta la habitación pequeña; Michael tenía un perro de tamaño
mediano, degollado, debajo del brazo. Estaba a punto de descorrer la losa.
Mi presencia lo alertó y lo asustó mucho. Dejó el cadáver a
un lado con furia y me tomó de las ropas; estaba completamente flaco,
escuálido, y las venas marcaban horriblemente su pulso en sus puños. Nunca
pensé que una persona con ese físico pudiera tener tanta fuerza.
Tardó un buen rato en reconocerme, pero lo hizo y me ordenó
salir de allí lo más rápido posible. Le pregunté qué carajo estaba haciendo.
“Vos sabés, no te hagás el que no sabés. Es el familiar… ¡La
cosa de debajo de la Losa! Estuve pensando muchas noches en qué hacer con ella.
Quise echarle cal viva al pozo y terminar con todo, pero no pude; creo que
pasaría algo horrible si lo hago. He intentado con gatos y conejos, pero al
parecer son animales demasiado pequeños: necesita
algo más grande. Por eso empecé con los perros. Me habla de noche, Jorge…
¡por Dios! Cuando es de noche, trato de dormirme en mi cuarto y no puedo. La
maldita cantinela de la Losa vuelve a levantarme en el medio de la noche. Un
rítmico ‘No es suficiente’. Por lo
que más quieras, no me dejes solo”
Lo tranquilicé, le dije que volvería y me marché a casa,
tosiendo de una manera como hacía años no lo hacía. Catherine debió haber
notado mi mal estado general porque se acercó preocupada a preguntarme qué me
pasaba. Cuando le conté todo aquello, miró en dirección a su casa y arrugó el
ceño en cara triste. Era esa maldita casa, dijo. Su hermano se había vuelto
tarado de la cabeza, como su madre. Había algo en su sangre que no estaba bien.
Ojalá no se lo pasara a los chicos.
Volví al almacén esa misma noche para pasar la noche con
Michael e intentar convencerlo de que lo abandonara todo, cosa que resultó
decepcionantemente imposible. Estaba absolutamente convencido de que lo que
estaba debajo de la Losa tenía absoluto control sobre su vida y que abandonar
la casa equivalía a la muerte. Iba a degollar otro perro cuando le interrumpí,
y le mostré la carne del frigorífico que tenía en perfecto estado. Le acompañé a
echar media res directamente en el pozo.
No se podía ver absolutamente nada dentro de aquel cuartucho
mal construido y pobremente iluminado con nuestras linternas. Apenas los dedos
blancos y huesudos de mi amigo descorriendo la losa y el ruido de la res cayendo
a una profundidad ciega, con un mudo golpe sordo. Echar la losa rápidamente
sobre la abertura en la tierra yerma me convenció de lo que tenía que hacer; mi
amigo tenía que ser internado en algún psiquiátrico, y aprisa. Pasé la noche
con él para tranquilizarlo y dormí un sueño negro sin sonidos.
Cuando me desperté, el sol entraba en un ángulo extraño
sobre la ventana de la habitación. Tardé un poco en poder sentarme y
descorrerme algo que tenía sobre la cara; un pañuelo mugriento con olor a
sedante. Y claro que el sol entraba de manera rara; no era la tarde, sino la
noche. ¿Tanto había dormido?
Bajé frotándome la cabeza, sin saber muy bien porqué estaba
tan atontado, para ver los pies de una mujer, mi mujer, mi Catherine, ser
arrastrados dentro de la piecita de la Losa. Entonces la sangre se agolpó
alrededor de mi cuello y por fin reaccioné: entré a tiempo para ver como
Michael se horrorizaba al verme entrar. Luché brevemente contra él, la luz del
atardecer entrando por la puerta y la Losa descorrida, dejando ver la ávida
boca del pozo, al lado del que se encontraba.
Trastabilló apenas, la gravedad hizo el resto. La verdad es
que mucho no pude pensar; actué en defensa propia e intentando salvaguardar a
Catherine, mi mujer y la madre de mis hijos. El esquelético Michael se golpeó
de costado, resbaló hacia adentro y quedó unos instantes de cabeza y hombros
fuera del pozo, arañando la tierra y el polvo. Sin embargo, extrañamente, antes
de caer del todo solo atinó a gritarme “Rápido, ¡tapa el pozo!”
Eso fue todo. El mismo golpe mudo en el fondo sordo del pozo
negrísimo, sin queja alguna, sin sonido alguno. Como si fuese una media res.
No sé porqué hice lo que hice. Probablemente hubiese sido el
shock emocional; quizás mi cerebro todavía estaría atontado por el narcótico
que usó Michael para dormirme a mí de más y sedar a su hermana, en mi casa,
para poder traerla directamente al pozo. Saqué a Catherine de esa habitación
infernal y tosí durante largo rato. Luego, siempre tosiendo, busqué los sacos
de cal, preparé la cal viva y eché todo su contenido dentro del negrísimo pozo.
Ni un solo sonido salió de allí dentro.
Tapé el pozo con la Losa y me alejé con Catherine en brazos
hacia un hospital de emergencias. Aduje que había llegado a casa de trabajar
(aunque fuera sábado) y la había encontrado así. La repusieron enseguida y por
fin pude pensar.
El resto es historia conocida por todos. La propiedad de la
casa pasó a manos de Catherine, al haber desaparecido el hermano, Michael,
aquel extravagante flacuchento que trabajaba el almacén desde que todo el
barrio tenía memoria. Nunca le dije a nadie una palabra de nada de todo
aquello, pero rogaría poder contárselo a alguien, especialmente a Catherine.
Lo más peculiar del asunto fue durante la venta de la
propiedad, que fue adquirida por la misma empresa constructora que
originalmente había robado la mitad que Michael vendió en su desesperación.
Cuando sus ingenieros, técnicos, arquitectos y demáses examinaron el terreno,
nos comunicaron más tarde que sería mejor hacer una revisación en los miembros
de la familia que hubiesen vivido más de cinco años en aquella propiedad.
Al parecer, toda la capa freática debajo de la casa contenía
una colonia monstruosa de una variedad de hongos potencialmente peligrosos,
mortales si sus esporas eran aspiradas a largo plazo. Podían provocar demencia,
ceguera, enfermedades respiratorias y circulatorias. Además, la gran mayoría de
las cañerías de la casa tenían tan alto contenido de plomo que era probable que
más de uno miembro de la antigua familia Forbes hubiese perecido de alguna
consecuencia del saturnismo.
Sin embargo, nunca pude sacarme la duda, ya que arrasaron
todo el terreno y hoy día descansa sobre aquellos cimientos malditos un
edificio de doce pisos, si realmente los tucumanos le habían regalado un hongo,
una criatura o cualquier otra cosa al viejo abuelo Forbes. O si, realmente, la
Losa solo tapaba un viejo pozo que conducía a una napa infestada de hongos.
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